Al calzarme los zapatos deportivos tuve una duda. Me llevaba la bicicleta o hacía caminata. Opté por la marcha; podría ir lento y ver a la mocita que estaría por irse a la escuela. Al situarme frente a su casa parecía no haber nadie. Di una vuelta alrededor de la manzana y la mocita salía. Trenzas bien hechas con su cinta blanca, la blusa limpia y sus calcetas con ribetes rosas. Su mamá la despedía dándole un beso en la mejilla. Ella al cambiar el ángulo de su mirada, me miró. Sin soltar a su mamá, sonrió discreta y elevó una ceja. Pasé frente a ella, sacando el tórax, metiendo la panza y tensando los glúteos.
Cuídate mucho —oí que le decía—, al mismo tiempo acomodaba un rulo que le caía sobre la frente. Ella caminaba moviendo la mochila al vaivén de la cadera.
Al doblar la esquina se emparejó y la saludé.
—¿ Qué anda haciendo usted por aquí?
— Tengo una sorpresa que te gustará.
— ¿Y cómo sabe?
—Cómo sé qué.
—Qué me gustará.
—¡Oh!, lo sé, lo sé.
—¿Y qué es?
—No te digo, es una sorpresa.
—Pues si no me dice, no voy.
— Te daré una pista. Es algo que todas las mujeres quieren, pero que pocas pueden tener. No te digo más. Aceleré la marcha. Sentía la mirada de su mamá clavada en mi espalda.
Fueron dos días en que mi corazón saltaba. Mi inquietud hacía que viera trencitas por todos lados. En mi juventud, esperaba a que salieran de la escuela, y entre risa y charla nos poníamos de acuerdo para ir el domingo al cine. En la oscuridad de la sala era cómplice de los labios y de la mano. Recuerdo mi furor. Hoy tengo la carne floja, frente amplia y la cintura cerveceada. Cosas del tiempo y de los hábitos. Son momentos diferentes, pero la cadencia de una cintura me asombra.
Trataba de ocuparme con mi trabajo para no pensar, pero la mirada se me escapaba al cajón que contenía el regalo de ella y me distraía. El silencio empezaba a ser molesto y la preocupación se movía entre mis sienes. ¿Le habrá dicho a su mamá?
Estaba sentado en un banco giratorio y dándole la espalda a la entrada principal. Através de la ventana veía a la gente correr tras el transporte colectivo —la hora en que salen los escolares—, ella entró sigilosa a mi despacho. Me tapó con sus manos los ojos y para que no me moviera recargó el cuerpo sobre el mío. Mi nariz percibió el suave olor de su axila y sus pechos duros me rozaron la espalda. ¡Era una sensación desquiciadora!
Se fue la presión como el silbato que descarga la fuerza del aire. Libre del peso mental fui por mi recompensa. Mis manos bajaron y subieron por sus caderas al mismo tiempo que le decía con voz aniñada:
—¿Quién es ?
—La vieja Inés
—¿Qué quería?
—El regalo
Percibí por mi cuello el halo de su boca. Su voz me acariciaba como una corbata hecha de sonidos y palabras. Tuve que fingir calma.
—¿ Dónde está la sorpresa?
Retiró sus manos y se sentó con las piernas cruzadas en el mueble acolchonado. Pensé darle el obsequio, pero me detuve en el último momento.
Es que el regalo amerita algo especial.
Se puso en guardia.
— No te asustes.
—No tengo miedo.
— Pensaba llevarte a comer y después la sorpresa.
—No pedí permiso.
—Puedes hablar por teléfono.
—Nunca he pedido permiso de esa manera.
— Siempre hay una primera vez-
Se quedó pensativa. Aproveché para decirle.
—Anímate, no tardaremos.
— ¿ A dónde iríamos?
— Cerca, por el río. Compramos comida, y hacemos un día de campo. Como es entre semana no hay gente.
— No, mejor me quedo sin regalo.
No insistí, pues era evidenciar, así que le dije:
—Allá tú si te lo pierdes...
Me acerqué la tomé de los hombres y quedo le dije que no tardaríamos. Sonrió.
—Pero cómo aviso a la casa.
—Háblale a tu mamá por teléfono
—¿Y qué le digo?
— Qué vas a hacer una tarea.
Tomó el teléfono del escritorio y marcó. — Mamá , olvidé decirte que mañana tengo que entregar un trabajo de la materia que se me dificulta; te pido permiso para ir a casa de una amiga a hacer la tarea. No me sé su teléfono, pero de allá te hablo, para que sepas dónde estoy.
Colgó el teléfono y se me quedó viendo con ese chinito que se le iba de un lado a otro y se lo acomodaba soplándole. Yo conducía por calles poco transitadas. ¿Qué tienes, te comieron la lengua de los ratones? —le dije— Sonrió forzada. Manejaba con precaución pero con el rabo del ojo veía que su rostro se había endurecido. Traté de distraerla, pero yo también sentía el peso de la ansiedad. Ella lo percibía, porque se ladeaba en el asiento, de tal manera que sólo se le viera parcialmente su cabellera.
Cuando llegamos a la cinta asfáltica, el rostro recobró su encaje juvenil. Me puse a tararear una canción de los Beatles y se me quedó mirando con cara de “ y esos quienes son” comprendí y sin decir nada saqué un compacto de Riki martín. Abrió la cajuelita y encontró música clásica. Movió la cabeza como dándome a entender que era música de viejitos.
Estacioné el carro detras de unos árboles; nos apeamos y a escasos metros corría el brazo del río, que al golpear con las piedras producía sosiego. Con papel periódico improvisamos un mantel. Ella tenía hambre, pero le daba pena.:—Eres bien melindrosa —Le dije, al mismo tiempo que tomaba una porción y lo devoraba con gusto.
—No soy melindrosa y si tengo hambre como. —Me dijo
Le abrí una lata de refresco y para mi una cerveza. Se quitó los zapatos, las calcetas y para sorpresa mía la falda escolar. Debajo traía un short deportivo. Se fue a jugar con el agua, tiró piedras, correteó ranas, brincó charcos. Puso las latas y empezó al juego del tiro al blanco, la veía y no lo creía, pero lo cierto es que se estaba divirtiendo. Cuando la miraba de perfil sus caderas parecían crecer a cada instante como una curva que no termina. Preferí cerrar los ojos y relajarme.
Dormitaba. Cuando un chorro de agua me cayó en la cabeza. Tiré manotazos y jadeos. Se puso fuera de mi alcance. Corrí, pero fue un intento vano. Simulé un ataque de tos y de asma, por lo que me tiré al suelo y protuberé los ojos. Se acercó lo suficiente para sujetarla y sentir su redondez. Olor de carne dura y tierna. Instantes en que su respiración y la mía se acercaron cerca del beso. En un descuido su cuerpo elástico escurrió hacia la corriente. Mi excitación se volvió angustia. Ella manoteaba, se hundía, sus cabellos daban vueltas como un remolino. No lo pensé y fui tras ella. Sentía que el corazón se atragantaba en mi cuello. Al alcanzarla la sujeté del tórax. Yo sentía su desguanzo. Cuando pude verla a cabal conciencia, soltó una carcajada. Ella fingía; pero el susto nadie me lo quitaba. Chapoteó de nuevo con su risa de traviesa por las corrientes mansas del río.
Ella retozaba. Yo discernía acerca del tiempo que desperdicié en banalidades.. Ella seguía como un rehilete sin freno, pero el ejercicio intenso y el sol pleno terminaron por cansarla.
Había en su cara un desfile de bostezos. Subió al carro y emprendimos el regreso.
— ¿ A poco se asustó?
La miré con fingido enojo.
—Oiga, está muy velludo, parece mono. —¿ Qué horas son?
van a dar las 4 de la tarde,
— le dije a mi mamá que llegaría a las 6 o 7 de la tarde,¿ puedo dormir?
Despertó porque detuve el carro,
—¿dónde estamos?
No le contesté, salí, ordené unas bebidas y regresé con ella , que seguía recostada en el asiento delantero del automovil. Ven. Le di la mano y ella me volvió a preguntar.
—¿Dónde estamos?-
Estamos en un hotel de paso, para que descanses y puedas darte un baño-
—Mejor lléveme a la casa.
—No estaremos mucho tiempo sólo el necesario
—Pero....
No la dejé terminar, la tomé del brazo y la conduje al interior del motel.
—Oiga, esto es malo.
—Esto no tiene nada de malo, es sólo un cuarto donde podrás asearte, dormir un rato si lo deseas y ponerte guapa.
Me miró, le sonreí y su cara se aflojó.
-—Tengo mucho sueño.
Duérmete, yo te cuido, seré tu ángel de la guarda
—¿Y qué tal si es mi demonio?
Tomó la almohada y se la puso por debajo de sus hombros. Le aventé la sábana.
-Quítate la blusa, sino la vas arrugar mucho, tápate con esto. -le dije.
Discretamente me fui al baño, para que desabrochara la camisa. No pude evitar ducharme y refrescarme del sol de la tarde y el mío.
Dormía profundamente y la sábana se había corrido a un lado, dejando al descubierto sus senos que vencían la gravedad y que parecían dos lunas rondando por el canela de su piel.
Me quedé perdido al mirarla. No pude más que exclamar: ¡Qué difícil!, ¡Qué difícil!, verla dormir con sus manos en una actitud de oración. Es una niña cansada. Pero en esos hombros hay dos mundos, corrientes que serpean, bolas de fuego con saques violentos que calientan las madrugadas. Esas manos tienen la caricia precisa para enardecer; en sus labios tiene la cadencia del baile, que pueden llevarte a las estrellas, o bien al mar de Lilith.
Con el pantalón puesto me recosté a su lado.¡oh dios! Siento su respiración y su cuerpo rozando el mío. Estoy viejo y no sé qué hacer.
No pude evitarlo.
Mi mano izquierda acariciaba esa curva que corre de la cintura a la cadera, una , dos y varias veces, ¡ cómo creerlo!, llegué hasta más, exploré el macizo terroso de su múslo. -mi pequeño corazón latía en su prisión-. Volví hacerlo con audacia, pero esta vez descansé mi mano en la superficie de su rodilla, con la yema percibía el interior de su pierna. Ella con el cabello desordenado, dejaba asomar el pabellón de su oreja, y mis labios estuvieron cerca de besar su lóbulo, cuando tosió abruptamente. Su cuerpo se situó de lado, mirando a la pared y profundizando de nuevo su sueño.
Cerca tenía la nuca, la planicie de su dorso, y ese arroyo que era cortado por la tira del brazier . Tímidamente le puse la mano en la cintura y el aliento seguía al vaivén de su tórax, mi brazo izquierdo hacía ángulo en su cadera y la punta de mis dedos en el vientre. el macizo de los glúteos se adosaba a mi abdomen y el latido mio se aceleraba. Me mordía los labios, para poder contenerme y el sudor de mi frente corría por mis mejillas.
Estaba a punto de irme al reposet de la alcoba, cuando su mano jugaba con los vellos de mi brazo!, ¡ Quedé helado!.
–Me hace cosquillas.— dijo.
mi beso rodó de la nuca hacia su espalda; la rodee con mi brazo y palpé la superficie de su vientre; me pegué más a ella, y bajé la cremallera de mi pantalón. Me introdujé dentro de la sábana y busqué la solidez de sus pechos; encontré el broche y lo destrabé. Sus senos brincaban entre mis dedos. Su resistencia de “estése quieto, qué me hace” se fue disipando. Con la respiración arremolinada la besé en el cuello.Sus hombros eran dulces y suaves; pensar que de ahí nacían los brazos que apretaban mi espalda.Mis ojos abarcaron las lunas de sus pechos y mis labios se abrieron por el deseo de contenerlos. erecto su pezón, lo percutí con mi lengua y el cielo de mi boca tragó el eclipse de su areola.
Loco, loco de sexo tierno, llegué y troté con mis labios por toda la primavera de su abdomen, me detuve a beber en el pozo de su ombligo y recorrí caminos que me llevaron a los múslos. Sus manos tomaban mi testa y débilmente la empujaban. Después apretaban mi nuca y gemía. Saltaba mi amigo con reflejo de adolescente, pero mi mano apretó, apretó, y grité de dolor y respiré la humedad de la lágrima.
-¡Vístete! qué se hace tarde. -le dije.
Me quedé como idiota. Cuando abrió la puerta salió limpia y luciendo su chinito que coqueto iba y venía por el trapecio de su frente...
¿Nos vamos?
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