Casi medianoche y las cuentas no cuadran. Me falta leer y mi espalda reclama descanso. El calor es intenso; el ventilador no es suficiente. Abriré un poco la cortina metálica para que ventile. A esta hora, la gente se retira a sus casas. Soy contador, superviso los estados financieros y calculo los impuestos que los comerciantes pagarán al estado. Tener tacto para tratar con los jefes, los empleados que agilizan los trámites y quienes nos contratan es un trabajo arduo que exige discreción. Revisaré la correspondencia, nunca se sabe qué puede venir. El estilete para abrir cartas lo guardo en la bolsa de mi camisa, si lo dejara en el escritorio desaparecería entre tantos papeles. Veamos, esta es del diario de la federación donde manifiestan un cambio en la norma 00325. Por suerte, se refiere a las iglesias. Mis cincuenta años ya se hacen notar. Ahora comprendo el esfuerzo que el viejo tuvo que hacer para comprar este local. ¡Me lo dejó en herencia! A los sesenta, seguía con la fabricación manual de zapatos. Es un espacio en la planta baja de un edificio de principios del siglo XX. Con el tiempo, ha quedado en el corazón de la ciudad.
Escucho el taconeo de la gente y el sonido de una sirena. Masajeo mi cintura tratando de apaciguar el dolor; pero éste no cede. Decido reposar en el sofá que dispongo para mis clientes, digo que solo serán unos minutos. Boca abajo y levantando un poco la cabeza es como mejor descanso. En esa posición, mis ojos pueden mirar hacia la calle y ver los zapatos y oír el taconeo de las personas que transitan…
Ocho días después, despierto sobresaltado en la cama de un hospital. Una luz tenue sale de la lámpara que está sobre el buró. Mi esposa duerme en una poltrona. Trato de ubicarme. ¿Cómo es que llegué a este lugar?
Hace un mes el trabajo se duplicó; sin que se duplicaran los ingresos económicos. Pedí préstamos para contratar personal, pago de horas extras y hubo gastos extraordinarios en casa. Dormía y en el sueño me veía en un bar departiendo con amigos, cuando el peso de una mirada me obligó a voltear era una mujer de pelo abundante y ensortijado que alzaba su copa y su ceja. Como si le diese vuelta a la hoja me miraba correr por una vereda desconocida, sembrada de arbustos con espinas y a lo lejos el estridente rumor del mar que parecía estrellarse con algún arrecife. Corría sin saber cómo orientarme y salir. Luego en mi oficina con el escritorio colmado de papeles y acostado boca abajo. Recuerdo que antes de sumergirme en el sueño, vi borrosamente las zapatillas de una mujer y el ruido que hace un cuerpo al recargarse en la cortina metálica. Al mirar sus piernas una mano alzaba su falda. Ella respondía con suspiros entrecortados. En un instante, el individuo levantó la cortina y se introdujo en el local. Retozaban sobre la alfombra sin percatarse de mi presencia. Con la blusa abierta, él destrabó el corpiño y besaba sus pechos. Ella acariciaba su abundante cabellera. Me quedé estupefacto cuando él sacó un delgado puñal que hundió de un golpe.
"¡Estúpida, mil veces estúpida!", le gritaba. "A mí no me engañas. ¿Acaso crees que no me daría cuenta de que tú y el dueño de este sitio tienen amores?" Después de esa exclamación de odio, sacó el puñal del pecho de ella y se abalanzó sobre mí. Cuando me di la vuelta para enfrentarlo, parte de la luz cayó sobre su rostro y con sorpresa vi que se trataba de una mujer. Fue lo último que recuerdo antes de sentir la punta acerada en mi carne y la sangre que corría humedeciendo mi camisa.
La llegada del médico al cuarto interrumpió mis pensamientos. "Le daré el alta", dijo luego de revisarme, y agregó: "No me explico su estado de inconsciencia, ya que la herida no afectó ninguna zona vital."
Tampoco comprendió la tensión muscular en mi expresión ni la crispación de mis manos cuando le pregunté por el cadáver de la mujer.
"¿Cuál mujer, cuál cadáver?", contestó tartamudeando.
"La que mataron frente a mí."
"¿Se siente bien? No había ningún cadáver, usted estaba solo, tirado sobre un sillón, boca abajo, con parte del estilete clavado muy cerca de la arteria axilar. ¡No había nadie más!", y se retiró moviendo de un lado al otro la cabeza.
Me quedé abrumado. Es cierto, todo un mes trabajando hasta la medianoche, sumergido entre el debe y el haber de mis clientes que insistían en llamar a mi teléfono para saber cuánto tendrían que pagar al ministerio.
Tiempo después, cuando estaban remodelando el despacho, ordené que quitaran el piso de madera para cambiarlo por uno de cerámica. El obrero encontró un pequeño puñal, fino, largo, que parecía de juguete. Miró furtivamente a ambos lados y, sigilosamente, lo escondió debajo de sus ropas.
Yo bajé la mirada y preferí callar. |