Élla miró nacer a mi abuelo paterno. Y realmente era su tía. Porque la madre de mi abuelo era su hermana. Y, lógico, desconozco la razón por la que él fue a parar a la casa de su tía. Con la que pasó los veinte y un años que estuvo en la tierra como un ser viviente. Un corto período que fue suficiente para haber dejado al partir, seis hijos con dos distintas mujeres.
Siendo mi padre, el primero de la mujer con la que mi abuelo inició su rápido camino de padre precoz. Sin embargo, de lo que quiero hablar es de la mujer que lo crió. Qué supe que su nombre de pila era Mercedes, pero que por lo que no sé, le llamábamos Aína. Y puedo testimoniar que su apodo se expandió hacia los costados de su casa.
Del mismo modo que pude coger colita de la dulzura de su temperamento: su facilidad para cantar décimas improvisadas en medio de la nocturnal oscuridad y sobre el susurro discreto del río que nos bordeaba. También sus carcajadas contagiosas y las historias de personajes que luego entendí que nos llegaron con la cultura española. Pero, sobre todo, su sazón al cocinar exquisiteces, partiendo de un equipo de cocina tan rústico.
Y lo, afortunadamente cierto, fue que por sus cristianos cuidados pasamos cuatro generaciones: la de mi abuelo paterno, la de mi padre y sus hermanos y la del setenta por ciento de los míos y yo. Lo que me permitió gozarla por más de diez y seis giros completos del planeta. Más, lo incómodo para mi, fue ver la parte final de su degeneración física: perder su dentadura, la capacidad auditiva y la visión. Sólo quedándole intacto, su ilimitado sentido del humor.
Y hoy caigo de golpe en aquella infancia a su lado. Cuando sin planificación alguna me descubro cada mañana componiendo el desarreglo de la cama, dejado por el nieto que vive conmigo. Lo que jamás dejó de hacer Aína conmigo. Hasta perder totalmente su vista y que su memoria le impedía distinguir los días escolares, de los de permanencias sobre el lecho.
Y que élla al tratar de recoger y doblar mis sábanas; sus cansadas manos tropezaban con mi cuerpo. Entonces, un dulce espanto, seguido por el retiro brusco de sus hombros, les sacaban un gritito de apuro y vergüenza. ¡Qué siempre lo tomé cómo ‘mi susto’ favorito!
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