Luego de una noche muy rara, donde después de varios días se pudo dormir inmerso en un silencio aterrador. Me asomo por la ventana y escucho. Un murmullo de algarabía retumba entre las calles, haciéndose eco hasta que golpea a mi puerta. La curiosidad me llama y me da fuerza para salir después de varios días.
Tomo mi bastón y guiándome entre golpes de sillas caídas, llego hacia la puerta. La recuerdo verde. Giro la perilla y la claridad en el horizonte golpea en mis ojos débiles. Una luz cegadora, decía la canción. En mi caso, fue así, pero hace mucho tiempo que esa luz me dejo oscura. Sin distinguir figuras, sin ver la claridad.
Giro la perilla y doy 3 pasos hacia la calle. La primera bofeteada es de la brisa, un aire de paz, un vendaval de alegría que resuena más fuerte. Me quedo tiesa por un minuto y respiro hondo. Escucho el pasar de algunos jóvenes que siguen de largo. Se los siente contentos. Festejan.
Yo sin saber a dónde ir, pero sabiendo muy bien. Me aferro a mi bastón y con un movimiento oscilante, pero muy cercano al piso, me dirijo hacia la izquierda. Yo vivo en la mitad de la cuadra. Sigo.
A cada rato, cada 3 o 4 pasos me detengo. Respiro hondo y como si fuera un somelier, disfruto de ese aire, de esas risas, de ese jubilo. Sigo. El olor empieza a mezclarse. La brisa del mar, cercano a mi casa, con restos de polvo viejo. De repente unos chicos pasan corriendo y casi me tiran. Yo río. Sigo. Mi bastón se encuentra con un obstáculo. Un montículo de tierra, cemento y partes de una casa, caídos sobre la calle. Sabía por dónde iba. Empiezo a trepar, casi en cuclillas. Mis rodillas se mezclan con el polvo y escombros esparcidos se incrustan en mi piel. El olor a pólvora se hace más notorio cuando mis dedos se aferran. Sigo hacia arriba. Unos 50 cm para escalar y atravesar eso montículos de escombros, producto de casa desechas por alguna bomba.
Me levanto y siento, el olor a una guerra que ya terminó.