Se levanta en la madrugada impulsado por un sueño, y apoyándose con el bordón camina hacia las afueras del pueblo. Escucha en la lejanía el grito de los animales. Al cruzar el zapote un aleteo lo sorprende. Queda en su nariz aguileña un olor de plumas húmedas. Se dirige hacia la cañada. Camina afirmando su talón. Huele el moho que cubre las rocas. ¿Soñaría con su madre? Hubo un grito que lo despertó. Desde adentro, desde una oscuridad que no precisa.
La luz niquelada de la luna cae en la higuera lejana, y sobre la falda del cerro se extiende el cementerio. Allá, camino al río, vivió con su madre
La recordó barriendo la hoja minúscula del tamarindo y del frondoso guayabo. Desgranaba las mazorcas y de su boca salían chasquidos para llamar a las gallinas y polluelos. Oía el ruido del agua, el golpeteo de la ropa en la batea y montones de ropa que le daban a lavar. Él se veía en el patio con su pantalón raído, flaco, mugriento viendo a dos polluelos correteando a otro que intentaban arrebatarle una lombriz. Los siguió y fue tras ellos, no les dio descanso, hasta que piando cayeron sin vida.
Regresó sigiloso. Su madre se dio cuenta cuando los encontró con los ojos abiertos y aún tibios. Solo movió la cabeza, “algo comieron”. Cuando iba a la tienda del pueblo no pudo evitar la sonrisa al recordar el esfuerzo que hizo de corretearlos y aquella sensación de placer al escuchar su piar de angustia. Sabía que aquello no estaba bien y por un tiempo se contuvo. Volvió a las andadas, pero ahora se los llevaba entre los zacatales y lo volvía a hacer, hasta que un día tras de él iba su madre rabiosa con una vara de tamarindo. Se escondió bajo las ramas del guayabo que caían a ras del suelo. En el crepúsculo, escucharon sus gritos de dolor. Las larvas negras y peludas cayeron en su espalda cuando las gallinas trepaban al árbol. Tres días estuvo con fiebres y delirando.
La alborada está por llegar. Así, en un momento, piensa que está atardeciendo y que pronto llegará la noche. En un instante el bordón resbala. Pierde el equilibrio, da varias vueltas. Cae y sin poder detenerse rueda, rueda sobre las peñas. Desesperado intenta asirse. La vida se le va entre los dedos. llega hasta el fondo. Respira atropellado, es fría la humedad y se moja del sonido del agua que corre. Quiere sentarse y, al apoyar la mano, rompe la corteza de un fruto y corren atropellándose cientos de gusanos. No puede controlar la saliva, la náusea y se orina sin que pueda contenerse.
Al mirar hacia arriba se encuentra con unas aves encuclilladas que en hilera lo escrutan con fingida indiferencia. Aletean al parejo, como si quisieran iniciar el vuelo. Pero no; solo llaman a otras plumíferas que planean en círculo y que se retratan sonrientes, en los ojos del viejo.
La mañana se abre con un insolente olor a guayabas.
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