Tocaba la armónica en la calle. Un blues de Sonny Terry, Little Walter, Sonny Boy Williamson o el clásico James Cotton, pero lo que la gente quería era cumbia. Tócame una cumbia, le gritaban, pero Jacinto Gutierrez Lopez los ignoraba. La cumbia es para la perrada, pensaba, y tocaba un blues de Muddy Waters. El día terminaba con el sombrero vacío y la boca seca. El blues no deja para comer, le dijo su tío. Vives en una pequeña ciudad de la costa, sobrino, acá lo que la gente quiere es gozar, quieren su cumbia y su aguardiente. Dales cumbia y ellos te darán de comer.
Jacinto conocía la fórmula del éxito, pero no podía defraudar el recuerdo de su padre, que en paz descanse, al que le gustaba el blues y que se lo mostró como el más preciado tesoro en la historia de la música: el blues es alma y verdad, le decía su viejo. Cuando su padre murió envenenado, igual que Robert Johnson, Jacinto entendió la profecía de su destino. Tomó la armónica de su padre y la sopló escuchando los vinilos que le habían quedado como herencia hasta sacar las primeras notas. Cada vez que tocaba en las calles del centro tenía la esperanza de que el diablo se le apareciera y le diera el éxito a cambio de su alma, como a Sonny Terry, pero lo que se aparecía era la policía y ellos lo que querían era darle un par de patadas a cambio del poco dinero que tenía en el sombrero. La vida de un bluesero no es fácil.
Entonces un día sucedió lo que tenía que suceder: Jacinto se estaba muriendo de hambre. Así que, en una tarde caliente y húmeda, se colocó la armónica en su reseca boca y comenzó a tocar una cumbia, y no cualquier cumbia, sino la tremendamente sabrosa cumbia sampuesana y la tocó con tanto dolor que esas notas largas removieron las vibras de todo transeúnte que las escuchaba. Cuando terminó esa primera cumbia el sombrero estaba gordo de monedas y billetes y había gente a su alrededor... ¡tenía público! Así que la segunda cumbia que tocó fue la cumbia cienaguera y ahí fue el comienzo de su carrera a la Aniceto Molina. Jacinto formó un grupo de cumbia bluesera y no se pudo quejar del negocio. Aprendió la lección que el blues te transmite detrás de sus doce compases y los gritos de “oh baby”: no hay mal que dure cien años, ni estúpido que lo aguante. |