–Qué triste –gime la señora, en sollozos, alejándose de la pantalla–. Ay no, mi sensibilidad. No puedo más.
–¿Pero quién es el culpable? –pregunta el hombre, mientras se sienta y toma té de una tacita de cerámica con grabados fabulosos de color rojo–. ¿Me perdí de algo? ¿Cómo fue que se puso en esa posición?
–¿A quién le importa su pregunta? –le recrimina la señora, levantándose del sofá; enseguida se encamina hacia el lavador de la cocina y ahí se echa a llorar sin sentido–. Tenga un poco de humanidad, señor –le pide; arranca una hoja de papel y se limpia las lágrimas con ella–. Sepa que el bebé es el que menos la debe.
–¡Pero si es solo una serie televisiva, mujer! –le responde, irónico–. Nada de eso es real. Venga, siéntese conmigo. ¿O me va a dejar aquí, solito, con las galletitas de mantequilla a medio probar?
–¡No se puede contigo, Ruperto!
***
El edificio se encuentra a dos cuadras de la Avenida Bravo Murillo, en Madrid capital. Los chicos fiu fiu lo critican por su apariencia rancia, elefantiásica, su tapetito blanco en la entrada, la figurita del torero en la pizarra de anuncios y por el olor a anís que impregna todo el ambiente. «Piso paco», lo apodan. A la mayoría de la gente no le importa su aspecto y pasa de largo sin siquiera voltear a verlo; es uno más que pulula en larga geografía arquitectónica de la antigua villa del oso y del madroño. Enfrente hay una tienda de ropa elegante y un restaurante chino que frecuentan centroamericanos porque la salsa de vegetales con sabor a carne agridulce tiene el mismo sabor del chop suey que preparan en su tierra. Puesta la vista sobre la avenida, ancha y recta, y con la llegada reciente de la primavera, se puede apreciar el paso urgente de una masa dispersa que camina desde Plaza Castilla, hogar de unos rascacielos futuristas, hasta la estación del metro de Cuatro Caminos. Con sus tintes grises por el color gélido de los abrigos invernales, parece esquivar a un tiovivo de jóvenes velocistas que se desplazan sin previsiones sobre patines eléctricos que la asaltan por todos lados como si fueran saltamontes. No es una masa de gente uniforme, aunque está compuesta en su mayoría por personas en la medianía de edad; pocos hay que son jóvenes. Un tsunami de voces ajenas, voces multiculturales, de paquistaníes, moros, latinos y asiáticos, les acaricia los oídos.
En el cuarto piso de este edificio viejo y de glorias lejanas, viven dos hermanas latinoamericanas –o «hispanoamericanas», gentilicio que los españoles de bien prefieren antes que el susodicho fabricado por los franceses, que, según cuentan con tono a leyenda y desprecio, ha servido para alienar a los pueblos de su otrora reino de ultramar–. Este dúo se ha instalado desde hace dos años en esta capital continental que conecta a la tierra con el cielo. De Madrid a la Gloria, exclaman. Y no faltan a la verdad. Hace algo de frío en la avenida, y Maricarmen, la menor de las hermanas de la familia Cálix, sube a su dormitorio, y se apuesta delante de una luminaria de anillo que le sirve para reducir las sombras y resaltar los detalles faciales de su rostro mestizo, mientras se graba frente a una cámara de celular empotrada en un trípode. Es su intento improvisado de un estudio de grabación. Montado en la pared, tiene un espejo rectangular que utiliza para detectar errores en su lenguaje corporal, que minimiza cuando hace bailes eróticos y se palmea las nalgas. ¡Un toque por aquí, otro toque por acá! Está urgida por generar impresiones para su cuenta y publica videos con regularidad en la plataforma digital de TikTok. Ha experimentado, pasados algunos meses de asombro, un logrado y sonado éxito. Le llueven notificaciones, likes, corazoncitos y estrellas. Ha recibido incluso algunos centavos como compensación por sus videos cortos, que le sirven para justificar sus mínimas y casi inexistentes contribuciones al presupuesto familiar y para darle el derecho, según ella, de hacer lo que le venga en gana.
Aupada por la juventud de sus veinte seis años, también comienza a creer que es muy lista. No suele prestarle atención –se diría que nunca lo hace– a las interpelaciones de su hermana mayor, Yolanda, quien se enfurece de encontrarla siempre retorciendo sus circunvalados cuartos traseros en medio de risas, buena vibra, vida cool y enajenamiento. Súper motivada, mi moy. Soy una máquina, se pavonea ante la furia de la Yoli. Le asevera que por fin la vida le ha hecho justicia. Todo mundo dice que tengo una guapura auténtica. No es por ningún lado una ilusión del cristal. ¿Te crees que soy cómo ésa del meme que se cree una princesa y sus videos están llenos de filtros? Ja, ja, ja. Nope. No soy como esa bruja. ¡Soy Maricarmen, ay, ay, ay, joder, La Patrona!
Yolanda resopla ante semejante ridiculez y embuste. Está cansada de verla recostada en su cama unipersonal y de tener que abogar por ella ante los vecinos que se quejan por el alto volumen de la música. De hecho, cuando Yolanda abre la puerta para increparla, unas ondas monótonas le chirrían en los oídos, «Chacalito, chacalita, jugando con quién estarás», y el ritmo caribeño de aquellas la enfurece todavía más por su mal recuerdo. Penetra en el cuchitril y la reprende, pero Maricarmen, embriagada de su propia galanura y de los comentarios que sus amigos de las redes sociales le declaran con tanto candor, la ve con asco, la ignora y hace como que se concentra en su lectura. Yolanda se deprime porque sabe que Maricarmen ni siquiera se esfuerza por descreerlos, sino que está convencida, con harta jactancia, de que todo lo que le dicen con bastante facilidad es la pura verdad. Amo todo de ti. Me gustan tus videos, y los he visto más de cien veces. No me canso de verlos. ¡Quiero más! Hermosa, gracias por compartir tu belleza y tu amor. ¿De dónde eres, bebita? Besos para ti, mis ojos de esmeralda. La risa de esta chica es tierna. Qué cuerpazo te cargas, mujerona. ¿Puedes tomarte una foto y enviármela? Estás rica, mami, eres un diez de diez, y te lo elevaría a cien de cien. Te he enviado cincuenta estrelliltas, gatita juguetona.
Yolanda capta con tristeza en los ojos de Maricarmen su gozo desmedido por los comentarios que sus fanáticos le dejan en una lista interminable, la mayoría repugnantes, porque no producen otro efecto que el de adormecerle el cerebro y anularle el juicio crítico, sumiéndola en un corolario de conformismo y fantasía existencial. Peor aún, la hace olvidar de la extrema pequeñez del piso alquilado por ella y del sufrimiento que debe sobrellevar para pagarlo. Sin embargo, a Maricarmen no le importa nada, y la llegada de Yolanda representa la materialización de su gran escollo en la vida, su mayor obstáculo, la de la “amargada” que siempre está allí para atormentarle. Apenas le lleva unos cuantos años y no cesa de corregirle día sí y día también. Está saturada de ella.
No más fiestas, no más hombres, no más inmadurez, por favor, Maricarmen.
–¡Apágala ya! –le exige Yolanda; nada le sorprende, salvo las acciones vomitivas que ha tenido que soportar estos años junto a su cabra loca, que es así como califica a Maricarmen–. Escúchame bien: No quiero que vuelvas a publicar idioteces –cierra el entrecejo porque advierte que ésta mueve las nalgas en tanga frente al anillo de luz para burlarse de sus sentencias moralizantes–. Ni que vuelvan hombres a esta casa. Qué vergüenza. Eso no está bien. Entiéndelo, por Dios. La reputación de una mujer es su mayor tesoro. Ten cerebro.
–Tú qué sabes –le espeta Maricarmen, al principio con indiferencia, pero luego con odio gradual–. Para que sepas: Cuando tú vas, yo vengo. ¿Los hombres, dices? –hace un gesto autoritario, como el de un amo hacia su animal adiestrado–. Los tengo aquí, mira, comiendo de mi mano –se echa reír irónicamente, como si fuera una mujer tan capaz que no se le puede comparar con otra–. Pero tú, mírate, hermanita, solo sirves para hacer de chacha ante el patrono. Eres una criada, y lo serás por el resto de tu vida. Ay no, qué horror. Eso no es para mí.
–Para tu información, y espero que lo recuerdes siempre –le contesta Yolanda, mordiéndose la lengua–: Soy pedagoga. Me preparé, y lo sabes, como también sabes a la perfección que sacrifiqué cientos de noches para lograrlo. Intenté hacer algo con mi vida cuando pude hacerlo. Pero tú, tú te saltaste el colegio y a duras penas acabaste la primaria.
–Pues no te ha servido de nada, madrecita. En cambio yo… Abre tu aplicación y sabrás quién es la reina.
Yolanda está enfadada, siempre lo está con Maricarmen. Son tan diferentes, una es un faro de sabia realidad y la otra un foso oscuro de contrariedades. Los amigos de Maricarmen se confunden cuando tratan de relacionarse con Yolanda, pues enseguida comprenden que no son iguales, y que Yoli es sinónimo de preceptos y Maricarmen de libertad. Por lo que se avergüenzan de sí mismos y de sus malas maneras, ya que se ven proyectados feamente. Tienes mala suerte porque te tocó una resentida, le dicen a Maricarmen, en voz baja y entre risitas. Yolanda es para ellos y para su hermana, un aborto de la Naturaleza que no disfruta de la vida. Es aburrida y pesimista, casi una autista que solo piensa en cómo sacar cosas básicas adelante. «Carece de humor y vive una existencia llena de inhumanidad». Maricarmen le achaca una falta de imaginación indecible y asegura que su hermana mayor solo sabe ver las cosas como son y no como deberían ser. No tiene ideales, añade. Es una simplona sin brillo. Ni siquiera cree que tenga sentimientos como un ser humano «normalito». Pero le desagrada que Yolanda siempre tenga que ir un paso adelante de sus sentimientos. Yolanda desea con toda su alma que Maricarmen vuelva al redil. Apela a la historia de sacrificio de sus padres y de sus hijas, una historia un tanto cansina para los tímpanos de su hermana menor.
–No hemos salido de los trópicos para venir a hacer el tonto aquí en España –le reprocha–, sino a trabajar, y duro. Por favor, recuerda que mis hijos, y también tus hijas, viven en la precariedad y esperan lo mejor de nosotras –se detiene un momento; observa que Maricarmen sonríe y se coloca unos audífonos en las orejas para no seguir escuchándola–. Muy bien. ¿Qué parezco un disco rayado? No te olvides de todo lo que nuestra familia tuvo que pasar para que ahora podamos vivir en Madrid. Ten presente la imagen de tus dos pequeñas hijas, de Johana y Valkiria, que mamá y papá cuidan por ti, aun cuando saben que ambas son el fruto de padres diferentes, cosa que no han querido decírtelo, pero para ellos es una deshonra, silenciosa, dentro de la comunidad. Por favor, apiádate. Renunciaron a sus pensiones para pagar nuestro viaje.
–Déjame en paz y no te metas en mi vida –le escupe Maricarmen, resistiendo las recriminaciones–. Sé lo que hago. Así que márchate. No quiero seguir discutiendo contigo.
–Estás en mi casa –le indica Yolanda–. Puedo dictar lo que se puede hacer y lo que no, incluso echarte si así yo lo quisiera. Por favor, compórtate.
–¿Me estás echando del piso? –la enfrenta Maricarmen, haciendo un lado el aro de luz–. Atiende, hermanita, que te ves bien chula con tus colmillos de loba rencorosa. Pues bien, sácame de aquí. Ya sabrán mis padres la verdad, y se darán cuenta del tipo de persona que eres: una hija egoísta y perversa que solo piensa en sí misma y que no se tienta el corazón para arrojar a la calle a su retoño más adorable. ¡Me largo ya de esta pocilga! Espero que tu conciencia te perdone.
Yolanda entonces exclama, deteniéndola y cogiéndole las maletas:
«Basta ya, basta ya, Maricarmen, por favor. ¡Me estás volviendo loca! ¡Déjate de nonadas y compórtate! Te lo diré por última vez: Para la próxima, por ti, no meteré las manos. Te doy por avisada.»
«Cómo si me importara», murmura Maricarmen, desafiante.
Triunfadora, vuelve a la cama y enciende su celular, en tanto que Yolanda recibe una llamada y se pierde del lugar al tiempo en que va tartamudeando, «Sí, señora. Como usted diga, señora. Voy para allá, señora». Maricarmen recibe casi en simultaneo un mensaje por la plataforma. Su amiga Silvia la está invitando a una salida. Le promete que habrá una sorpresa «especial» para ella. Maricarmen, como es previsible, no se ha hecho de rogar.
Esa noche nieva durante las Fiestas de la Primavera en el barrio de Vallecas, por lo que las discotecas están a reventar y no cabe ni un alfiler en los bares peruanos. «¡El Excelso Mega Apura Bar-Discoteque te invita al Gran Regreso del Legendario Grupo Sólido y La Pri!», grita el Dj en medio del giro hipnótico de luces multicolores. Suenan los primeros acordes, y los bailarines salen a ocupar la pista. El ambiente se transforma en un regodeo tremendo en medio de la energía y las risotadas histriónicas que solo las almas latinas son capaces de liberar. Tres mesas de billar yacen en una esquina, quietas y abandonadas, en espera de que algún Efrén Reyes haga vibrar sus troneras. Maricarmen acude acompañada de Silvia. Está emocionada. En su interior, lo sabe todo, porque ha esperado poco tiempo para verlo. De hecho, ha estado en «contacto íntimo» con él de manera virtual durante estas dos semanas, y no ha parado de hacerle «sexting». Han acordado verse en ese bar sin que Silvia sepa el drama que se urde de fondo. Él le había dicho que haría el esfuerzo de «salir de Andorra», país en el que se ha autoexiliado «para no pagar impuestos en una España comunista, porque para un patriota como él cooperar con el enemigo es inadmisible».
–¡Mira, mira! –le señala su amiga–. ¡Es él, ahí está! –y ambas corren hacia una esquina del bar.
El chico bebe de un whisky barato. Ellas lo abordan. Están frenéticas.
–¡André! –exclama la amiga–. ¡André! ¡Soy Silvia! ¿Me recuerdas? Ella es Maricarmen, la de TikTok, la muñeca del video que tanto te gusta.
El chico las ve con indiferencia. Parece decir que no le caen bien estas dos. Su porte es enhiesto, pero fresco, como el de esos artistas puertorriqueños, como el de un J Balvin. Les aclara, en su primera reacción, que es español; «nacionalizado», piensan ellas, por su perfil latino. Lleva la cabeza rapada, cubierta por una gorra de beisbolista venida a rapero, y viste a la última moda, del tipo gánster afroamericano. Se rasura la barba al puro estilo de los jeques árabes y lleva las cejas afeitadas con un leve corte a dos rayas. Las convence de que es un individuo próspero y pujante. Con los labios estirados hacia el frente, se gira para verlas como si fueran poca cosa. Maricarmen, por el contrario, viéndole tan adorable en carne y hueso, tan apuesto y tan diferente a lo que ella haya podido ver antes en su vida, lo considera un campeón y se enamora enseguida de él.
–Te quiero en mi cama –le dice André, directo y sin ambages, con leve tono de reguetonero–. Ven, que el coche nos espera.
–¡Ufff! –exclama Silvia, haciéndose a un lado, mientras se sopla con las manos y se tapa la boca–. Te dejo, amiguita –agrega, despidiéndose con una mueca picara–. Tú sabrás. Así que adiós.
Maricarmen ni siquiera escucha las palabras de Silvia y tiene su mirada puesta en André. De pronto, se da cuenta de la situación, y, con algo de rubor en las mejillas, retrocede sonriendo por la brusquedad de la propuesta. Descubre que hay un halo de vergüenza entre la realidad física y la pantalla de vidrio de un celular que no puede suavizar el furor de los acontecimientos, porque éstos se suceden demasiado rápido en tiempo real y no le dan el espacio suficiente para que puedan absolverla del castigo si llegara a cometer un error. Si meto la pata, me jodo. Apenas lo conoce, pero la proximidad digital hace que piense que se conocen incluso de vidas anteriores. Eso la serena. Mientras camina de la mano de André, se va convenciendo de que su condición de temeraria cumple con el estereotipo marcado en los canales digitales y que se cataloga como algo propio de las pillerías juveniles de siempre. ¡Mi juventud me perdonará!, se justifica pensando en que conoce el sexo de André, y éste el suyo, por lo que subirse a su coche, encerrarse en un piso anónimo y acostarse con él no es un asunto de extraños ni de pueblerinos, sino un trámite que tiene por fin el de acabar un proceso inconcluso. ¡Es la emoción de sufrir lo desconocido y de sentir lo clandestino! André también conoce la mente de Maricarmen. La ha estudiado por dos semanas. Conoce el mal estado de las paredes de su habitación, las sabanas descuidadas de su cama, la vejez de su chifonier y, sobre todo, su gran necesidad de atención. Sabe que trabajar su buena juventud puede rendirle buenos frutos. Con la actitud y el tono de un caballero hidalgo le pide que se mude con él, un youtuber exitoso que gana hasta cinco cifras mensuales sin hacer mucho esfuerzo, pues está más que seguro de que juntos harán un buen equipo. Antes de subirla al coche, le dice que ha rentado un piso en Palmeras, Tetuán, que será para ellos su nuevo hogar, «su guarida de leoncillos», y que desea que ella haga todo lo posible por retenerlo, incluso si él se viera obligado a salir del país por cualquier urgencia. Maricarmen no objeta ninguno de estos inconvenientes, y, en cambio, está más feliz que nunca. Por fin le ha acertado a la diana y percibe en el horizonte la concreción de sus sueños más secretos y beneficiosos. Su mundo es una explosión de billetes y rosetones, de caramelos rojos y corazoncitos verdes.
Al día siguiente y a pesar de su encuentro precoz, Maricarmen abre los ojos y se encuentra sola en la cama. André le ha dejado una nota donde le dice que ha tomado algo de dinero de su bolsillo y que se lo devolverá en cuanto llegue a Andorra, porque un asunto muy grave ha saltado a la vista sin previa comunicación. También le pide, escrito en una letra casi ilegible, que sea paciente con su regreso, «el cual será su primera prueba», y que se comprometa a pagar el alquiler del piso. Para tal efecto, le deja un número de cuenta bancaria para que pueda pagarlo sin dificultades. Por último, le ruega que confíe en él, que nunca será capaz de engañarla. Te amo. Siempre serás todo para mí. Maricarmen, al leer tan truhana declaración, en contraste, siente que vive dentro de un cuento de hadas y está tan radiante, que ha anulado todo resquicio de inteligencia. Vuelve al edificio de la avenida Bravo Murillo, recoge su equipo de grabación y lo guarda en una valija, mientras echa lo mejor de sus prendas en un maletín y se larga de la vida de su hermana, a quien no le informa de nada y continúa sin contestarle el teléfono.
André la llama a diario, por un par de minutos, y le dice que no ha podido pagarle porque sus cuentas están siendo intervenidas debido a un pequeño gatuperio. Pero con gran sentimiento le encaja la frase que Maricarmen está ansiosa de escuchar: Te amo, y me haces mucha falta. Después le confiesa, muy molesto y a la vez apesarado, que un amigo se halla en apuros y debe ayudarlo. Pero le ha surgido un problema, el propio André no puede auxiliarle. Así que le pide a Maricarmen que cargue con una misión: Depositarle trescientos euros para el fin de mes. Esto no incluye el pago de arrendamiento de su «guarida de leoncillos».
–Cuando llegue, seremos felices, mi cielo –acaba manifestándole–. Por el dinero no te preocupes, ya he sacado setenta mil euros en efectivo y serán tuyos. Solo te pido que ayudes a mi amigo el dominicano. Es tan precaria su situación que vive de la caridad en las instalaciones de la Cruz Roja. Quiero que sepas que, alguna vez, él me salvó la vida.
Maricarmen no tiene ni un euro. Jamás ha tenido un empleo en su vida. Pero se compadece de las desgracias de aquel hombre desconocido y se siente obligada a ayudarlo, principalmente porque quiere quedar bien con su novio y que éste no quede malparado ante su camarada. No puedo ser mezquina. Le debo tanto a André, mi nueva vida y este nuevo sentimiento, esta nueva fe en un porvenir brillante y espléndido. Ahora siente que le duelen las tripas. Tiene hambre. Pero no tiene qué comer. Piensa en llamar a su hermana Yolanda, y está a punto de hacerlo, cuando le cae una llamada de su amiga Silvia.
–Necesito un trabajo –le dice Maricarmen, cortante–. De lo que sea, chica.
Silvia logra conseguirle un empleo de sirvienta para los fines de semana. Le pagarán seiscientos euros si todo marcha bien. Eso sí, le dice la patrona, debe permanecer en casa las cuarenta y ocho horas completas y dejar todo listo como si hubiera trabajado la semana entera. Maricarmen acepta. Es tanto el trabajo, que no le queda tiempo de hacer sus tiktoks ni tampoco de alimentarse, y no es capaz de recuperarse durante los días de semana por el estrés del recuerdo que sufre de la señora que la fiscaliza con gran ojo. Cada vez se siente más enferma. Le aterran los sábados y los domingos. Lo peor es que su perfil en la plataforma está perdiendo seguidores de manera alarmante. Se deprime. Está muy delgada. Se queja de un dolor en los riñones que ningún analgésico ha podido calmar. Incluso vomita de repente. Está tan mal que su única esperanza es la de refugiarse espiritualmente en el sueño de André. Y, por esto, a pesar de todo el sacrificio y el dolor, el dinero que ha logrado ganar en los últimos tres meses, ha sido para depositarlo en la cuenta bancaria de su amado, que sigue sin poder salir de Andorra, aunque con discursos ardorosos le confirma que sigue luchando por nuestro futuro perfecto y seguro, en el que vivirán como reyes y a su capricho, en medio de coches de alto nivel y residencias monumentales. Maricarmen se siente como una santa que no renuncia a sus votos. Se da fuerzas recordando que cuando era niña solía escuchar a la gente modesta decir que todas las cosas buenas conllevan un gran sacrificio. Hoy lo asume como suyo. Confía con absoluta seguridad en André, si bien es cierto que lo ha visto en persona una sola vez en su vida y se le entregó incondicionalmente. ¿Acaso importa? ¿Acaso el mundo no es de los audaces? Está positiva y presiente que André saldrá victorioso, como un Cristo montado en Caballo Blanco que baja en su Segunda Venida. Puede sentirlo en el fondo de su corazón, y esa intuición, a una mujer, jamás le falla.
Pero este mismo arrojo por André comienza a jugar en su contra. De pronto, quiere estar a su lado, o al menos en un pueblo más próximo, para que puedan estar juntos y concretar su ilusión de trabajar en lo que aman de verdad, el entretenimiento digital. Lo habla con él, pero éste le dice que aguante un poco más. Su furor, no obstante, se va apagando día con día. Comienza a rondarle la idea horrorosa, infumable, de que la vida se le está escapando en limpiar aquella casa oscura y con olor a viejo. Aparte, el dolor en los riñones es insoportable. No lo aguanta más. A finales del cuarto mes, se acerca a la habitación de la señora y le dice que renuncia, sin más. Se lo comunica a Silvia, a quien le explica sus razones, para que no se disguste con ella.
Dos días después, bajo el viento de las noches maduras madrileñas, Silvia llega al piso de Maricarmen. Ha pasado un día sin que ésta le contestara el teléfono. Lo primero que le choca al ingresar, es el tremendo desastre en que se ha convertido aquella habitación, y lo segundo, el de encontrar a Maricarmen desmayada al lado de una mesa maltrecha. Está muy golpeada. Atacada de los nervios, llama a emergencias. Nadie puede comunicarse con André porque la única que tiene su número de teléfono es Maricarmen y su celular tiene pantalla de bloqueo. Silvia contrata una ambulancia y la deja en el hospital. Avisa a Yolanda, que se hace presente, alarmada, con lágrimas en los ojos.
–A pesar de los golpes que recibió de la tunda, su condición es estable. Por suerte, su embarazo de cuatro meses no se ha visto afectado –le dice el médico a Yolanda, que no cabe del asombro. ¿Embarazo? ¿Qué? Padre mío–. Aquí está la cuenta: Son dos mil euros, que incluyen el traslado y la atención hospitalaria.
Yolanda cierra los ojos, pero no puede evitar el llanto. Está decepcionada, profundamente decepcionada. «Cabeza de pollo», alcanza a exclamar. Ve a Maricarmen tirada en aquella cama que apesta a alcohol y se pregunta en qué momento se le ocurrió traerla consigo. Silvia se acerca y le dice que ha encontrado una nota en el piso. Es una carta de amenaza, donde le piden que lo abandone enseguida.
«¡Somos la Brigada Anti-Okupa! ¡Fuera con las perras y los gorrones de nuestro edificio!»
Yolanda coge a Maricarmen y la lleva a la vivienda de la Bravo Murillo. Está endeudada, hasta la coronilla, y, aunque enfadada, se apiada de su hermana y de su hijo. Concluye que, después de todo, es su sangre, lo único que tiene en España. «Pobre», se dice. «Vivía como pordiosera en un piso invadido. Lo siento tanto», se culpa, con los ojos llorosos. «Soy peor que la mierda, como familia. No debí dejarla sola, creyendo que aquello debía ser una lección de vida». Esta vez reza para no equivocarse, por lo que Yolanda toma la decisión de ayudarla a que finalice su embarazo. Asume como suyo al hijo de Maricarmen y está dispuesta a criarlo. Mejor aún, piensa, Maricarmen hará de él un buen hombre y quizá sea él quien las saque de la pobreza de este agujero. Se afianza en la idea de que su sobrino sea cuidado por su madre hasta que tenga edad de entrar al colegio. Eso compensará todo el terror sufrido por su hermana la cabrita loca. Para tal fin, trabajará el doble, incluso hasta la muerte si fuera necesario.
Pero Maricarmen tiene otros planes. Lo primero que hace es ajustar cuentas con André, que justifica sus mentiras aseverando que lo expresado por Silvia es falso. «Conspiran contra nuestra felicidad, mi cielo». Ella le informa que está embarazada de él y que lo llamará Andrés en su honor. André guarda silencio, por un rato. Detrás de un bufido de desprecio, sin que pareciera importarle demasiado, jura comprometerse con el envío de quinientos euros a la semana, para «el mantenimiento del futuro niño». A cambio le pide que le remita videos picantes para apalancar su perfil digital. ¿Estando así de embarazada, gordo? Aunque no lo creas, amor, hay cientos de hombres que adoran ese tipo de fetiche. A Maricarmen tampoco parece interesarle más el dolor del pasado. Ha decidido perdonar. Así descarga su incertidumbre que la joroba y siente que ha vuelto a la vida. Hasta sonríe más menudo. André le ha mandado una captura de pantalla donde consta el envío de dinero a su nombre. Pero Maricarmen no los recibe aún. André insiste en que ya se lo ha remitido y le muestra pruebas fotográficas que lo respaldan. Maricarmen se enfada con su banco, porque afirma que le están robando. André también se indigna y amenaza con demandarlos por estafar a la gente humilde. Cada semana, por los siguientes cinco meses, pasará lo mismo: El banco le ha robado a Maricarmen. Ya a punto de parir, le dice a André que le ha robado un aproximado de diez mil euros por remesas no pagadas y que no puede actuar debido a su condición de ilegal. André grita de la furia por la pantalla del móvil. ¡Esto es intolerable! Le asegura que volverá a España con el único objetivo de demandar a todo el sistema bancario español. Desnudaré a esos comunistas ante la opinión pública. Le abriré los ojos al pueblo.
La noche en que los dolores de parto abaten a Maricarmen, llueve como nunca. Pero todo sale como se ha esperado, y Yolanda se siente orgullosa de que el pequeño Andrés haya nacido el más sano y llorón de todos los niños de la sala. Maricarmen, ahora una madre satisfecha, ha urdido un plan que suena a cliché: irá de forma clandestina a Andorra y buscará a André para darle una sorpresa; no obstante, desconoce la dirección del lugar. Se las ingeniará con su arte femenino. Tratará de engatusarlo en la próxima conversación. Pero André es muy listo y lo capta en el aire; le garantiza, en cambio, que será él quien, personalmente, irá a ver a su hijo. Maricarmen lo espera en los tres meses siguientes y comienza a sospechar que André evita el deseo de encontrarlos. Se convence, no obstante, de que André vive para su proyecto. Pobre, pasa mortalmente ocupado y no debe atrasarse por mi terquedad de verlo. Hay algo, no obstante, que huele mal en el aire y que no cuadra con la actitud de André. Se irrita, y lo enfrenta, apoyándose en una suposición.
–Sé que me has estado mintiendo todo este tiempo –lo sondea Maricarmen, más con el propósito de ganar una declaración de penitencia que con el afán de encontrar alguna verdad.
–¿Dime qué razones tengo para mentirte? –le pregunta André con criterio.
–No te has hecho cargo de mí ni de tu hijo, ni siquiera durante el embarazo.
–No soy un bellaco –la contradice André, que se hace el enfurecido–. Te he enviado miles de euros, y no es mi culpa que tu banco no sirva y te robe.
–No es cierto –le objeta Maricarmen–. He sido yo la que te he mantenido, por meses, haciéndote llegar remesas desde esta misma cuenta bancaria y nunca surgió ningún problema para que tú los retiraras. Me has engañado.
–La realidad es que estoy harto de ti y de tu maldito hijo –le espeta de pronto André, sintiéndose descubierto.
Maricarmen abre tanto los ojos, que casi se cae de la cama, como si la hubieran golpeado con el puño invisible del desengaño. Siempre lo supe, se dice con lágrimas rondándole por el rostro. Él es mi reflejo, mi maldito reflejo. Finalmente esa llamita de miedo que ardía en los abismos de su racionalidad, y que ella ha tratado de apagar a punta de ilusiones, negándola, emerge con toda su conflagración para arrasarle el alma y todo su mundo soñado. Aun así, quiere creer que André es un hombre rico y que aquella farsa que se le desvela de frente no es más que un fallo de la realidad. Aprieta los ojos y se dice que con su poder mental la borrará y construirá un nuevo escenario, uno más acorde a sus esperanzas, pero el semblante de André le dice que eso jamás va a pasar.
–Es tu hijo, y no lo puedes negar –le reclama–. Procederé legalmente contra ti.
–No, no lo es –la desaíra André–. ¿Has hablado de abogados? Niña tonta, recuerda que solo estuve una noche contigo. No solo eres crédula sino estúpida –acaba por decirle mientras le cuelga la llamada.
Cuando Yolanda se da cuenta de todo este drama que ha pasado como por un túnel clandestino frente a sus narices, se enfurece. No puedo creer que seas tan tarada, le dice. ¿En qué mundo vives? Tienes que meterle abogado y hacerlo responsable de sus fechorías. Hazte una prueba de ADN. Maricarmen niega con la cabeza, constantemente. No quiere hacerle daño a André. Se odia por ello. El niño comienza a llorar por el frío. Llora como nunca lo ha hecho. Maricarmen se muerde los labios. Se le ha acabado la paciencia. ¡Cállate, niño del demonio!, le grita. Yolanda corre a cogerlo y la recrimina. Él no tiene la culpa de tener una madre como tú de cabeza hueca. Maricarmen se echa a llorar en la cama con el teléfono en la mano. De pronto, le cae una notificación. André le ha dado un me gusta a una publicación de su amiga Silvia. Maricarmen se siente perdida. Le dice a su hermana que está dispuesta a regalarle el niño, Te lo daré en adopción, y que si lo rechaza, se lo regalará a la primera mujer que encuentre en la calle.
–Lo siento, pero tú debes hacerte cargo de este principito –la sentencia Yolanda–, tal como mis papás lo hicieron contigo. Ante todo, eres una madre, luego una mujer cualquiera.
Maricarmen escucha aquello con horror. Ya ha sentido esta sensación horrible dos veces con anterioridad, en casa de sus padres, y solo ha sanado cuando se ha deshecho de sus obstáculos en un intento por alcanzar la felicidad plena. No soy una madre, no soy una señora, se dice. Soy una joven, una joven que tiene toda la vida por delante. Llora, sigue llorando, mientras Yolanda se aleja con el pequeño Andrés.
Maricarmen necesita salir rápido de sus problemas. No tengo la paciencia necesaria para hacerme cargo de un niño, aunque éste sea mi hijo. Es que no me gusta, no me gusta, va diciéndose como una adolescente en tanto que camina por la avenida hacia la embajada de su país tropical. A diario, hora con hora, ha seguido enviándole mensajes de textos a André, hasta que lo desespera y la desbloquea de la aplicación de mensajería. Podemos intentarlo de nuevo, le ruega por escrito, como si fuera nuestra primera vez en aquel bar peruano. Ya no habrá nada ni nadie que nos detenga. André le envía una foto rellena con corazoncitos. En ella, aparecen él y Silvia, abrazados, tomándose juntos un daiquiri. También la besa con ardor.
La visión de esta imagen resulta ser el final de su raciocinio y de todas sus fantasías que todavía se niega a abandonar. Ha hecho el ridículo, supremamente, y le han visto la cara de tonta. Está furiosa, sin que pueda soportarse a sí misma y sin siquiera ver el camino por donde transita. Su instinto le dice que solo debe alcanzar la puerta de la embajada. Lo logra. Tiene el rostro colorado, que evidencia un grave deterioro psíquico. Sentada ante el cónsul, solicita el viaje de vuelta a su país.
«Quiero la deportación», le dice al funcionario que no puede creer lo que escucha. «Quiero la deportación de mi hijo Andrés Cálix».
Justifica su acto haciendo valer su derecho de nacionalidad. El funcionario ve como legítima la solicitud, dado el estado mental de la madre y el orden legal de los documentos del niño. Le extiende un título con la fecha de la expulsión voluntaria. Maricarmen lo lee y le toma una fotografía, que envía a André padre con la siguiente leyenda:
«Quiero verte sufrir, quiero verte recorrer medio Mundo en busca de tu hijo.»
También se la envía a Yolanda, a quien acusa de haberle provocado su infelicidad en España.
«Por tu culpa, mi hijo vivirá en el Tercer Mundo, sumido en la violencia y la miseria».
Está hecho. Y Maricarmen se ha borrado de la faz de la gran ciudad. Yolanda se asoma al balcón de la Bravo Murillo para sacudirse el vahído amargo de la oscuridad del cuarto. Hay una aurora de tristeza en la terraza. No fui capaz de manejar la situación, a pesar de mi cordura, paciencia e irrestricta ayuda, reflexiona. Siento una lástima tremenda por mi sobrino, el menos culpable de todos. Pobre. Le tocó la peor madre del planeta. He llegado a entender que hay cosas que no se pueden cambiar, y he de consolarme con aquel escrito bíblico que manda a que el hombre y la mujer abandonen a los suyos para que forjen su propio destino. Nada de esto es mi responsabilidad. Yolanda sonríe, amargamente, cuando ve, a lo lejos, la salida del colegio de unos chicuelos que corren despreocupados por una pequeña plaza hendida al lado de la avenida, que hoy está repleta de autos. Le recuerdan a los suyos. Qué privilegio es el estado de la niñez, se dice. No existen en ella pasiones malsanas ni pensamientos retorcidos. Oh Dios, ya pronto tendré a los míos conmigo, en este piso, en este país y en mis brazos. Los amo tanto. Los haré felices, cueste lo que me cueste. Alza la vista. No hay viento, ni sol. Escucha un sinfín de voces cuyo idioma no logra entender. Entra al salón y cierra la puerta de su piso con doble candado. Agradece al cielo el final de aquella toda locura. El pequeño Andrés está ya bajo el cuidado de mi madre, piensa, satisfecha, a la vez que se toca el corazón, alejando con ello un pequeño temor. Por suerte, tuve la oportunidad de avisarle a mamá que el niño salía deportado para determinado aeropuerto. No sé si algún día perdonaré a mi hermana. Hoy no puedo. Suspira. Ya no espera ver nunca más a Maricarmen. Jura en su interior que no la desea ni siquiera de cerca, que no vuelva, pero un sonidito la aturde, un tik tok, y descubre que le tintinea en su celular. Es un mensaje de texto escrito con una frescura cínica:
«Hola tú, hermana. ¿Tal pareciera que estás enojada conmigo, vale? ¿Qué te he hecho para que me ignores? Espero que no te hayas olvidado de mí, mi moy. Sabes, quisiera presentarte a mi novio y pedirte de paso si podrías prepáranos una cena en tu casa. Te la pagaré sin falta y te lo contaré todo cuando arribe con mi monumento de hombre. Se llama Juan; trabaja haciendo envíos a domicilio. Te encantará. ¡Hey, felicítame! ¡Ya tengo más de dos mil seguidores!…»
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