Hay días malos que se disipan después de una taza de café y hay otros días, los que nadie quiere recordar, que se mantienen intensos desde el primer minuto en el que comienzan. Los días de Panchito eran siempre intensos. Apenas abría los ojos el olor de la pobreza entraba en su nariz. No era tan mal olor: huevos fritos con aceite barato de cártamo y café de olla. Las noticias con voz estridente en la radio y su mamá con su típico rostro de resignación eterna le agregaban un toque de originalidad a esa vida gris sin perspectivas. No importaba qué tan duras vinieran las penas, su madre miraba la situación con ojos acostumbrados y le daba gracias a Dios, ¿gracias de qué?, que le den gracias los tontos, pensaba Panchito, mientras desayunaba sentado en una mesa de metal de la Pepsi. Hacía calor. No le gustan los días calientes. En días con mucha calor los clientes no son tan pacientes y se ponen agresivos, y en su negocio el único que se debe poner agresivo es él; los clientes deben cagarse de miedo. Los primeros segundos cuentan: eso distingue a un profesional de un principiante. Ya desde que te acercas al cliente y le hablas, todo debe tener su ritmo y su tiempo. Debes reconocer si el cliente necesita un trato duro o solo basta con acercarse y mostrarle la calibre 38 medio escondida debajo de la camiseta. Hay que tener ojo de experto, porque si le hablas duro a alguien que se asusta fácil tienes reacciones inesperadas, como que el cliente salga corriendo, que grite, que llore, que tiemble, en fin, de todo, menos lo que tú quieres: que te aflojen rapidito y sin problemas la plata y el celular. Si te pones suave con algún hijo de Rambo y te planta la cara te ves en la necesidad de meterle una bala para que se eduque. Por eso hay que conocer al cliente y darle la atención adecuada. La vida en el asfalto gris y lineal de las calles no es fácil, pensó Panchito en un ataque de inspiración. Tomó su último sorbo de café, se puso la camiseta de trabajo, se metió la calibre 38 en la cintura del pantalón y se acercó a su madre.
—Ya me voy, mami, deme la bendición.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...
—Amén— respondió Panchito, dándole un beso en la mano derecha a su madre.
Salió de la rústica construcción de láminas de asbesto a la que llamaba hogar. Sabía que su viejita lo observaba con esos ojos de resignación eterna y le pedía perdón a Dios, por eso no volteó a verla antes de irse.
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