Querida Raquel:
Amar, lo que se dice amar, no es cosa de niños. Contigo lo aprendí. Esperabas de mi algo más allá que mis ambiciones de rockero diletante en garitos de mala muerte; algo más que una falsa conciencia política derrochada en interminables reuniones por los cafés bohemios de la ciudad, donde la quimera de cambiar el mundo se ahoga en la realidad incontestable; algo más que mi sueldo suculento e inamovible de funcionario vitalicio; algo más que las palabras apasionadas de un ardor primero y efímero; algo más que esta abúlica vida mía que ha desembocado en un mar de silencios recíprocos. Abandonarme, entiendo, fue tu única alternativa.
No habrá otra mujer en esta casa. Ninguna tendrá la capacidad de arrancarme del pecho estas estacas que son mis secretos sólo a ti confesados: la muerte elegida de mi hermano Miguel al que nunca perdoné; la depresión posterior que estragó a mamá y de la que nada quise saber y cuya precipitada solución fue arrinconarla en el geriátrico; el hijo tantas veces solicitado por Eva y que me negué a tener reprochándole inmadurez para ser madre; soy el hombre que siempre actuó para su propio beneficio y para huir del compromiso y del dolor de vivir sin sospechar que lo hacía llevándolo como sombra aferrada a mis pies.
Pero no sólo fui egoísta. Fui alguien también insospechadamente peor. Alguien que te despreciaba adrede, que sabía cómo postrarte. Alguien, brutal y taimado. Ante un atisbo de iniciativa tuya buscaba razones para tacharlo de conato fruto de la improvisación y la ingenuidad. Para ocultar mi propia desidia te reprochaba falta de imaginación en el día a día de manera que sintieras siempre que nada bastaba. Use el silencio para hacerme el ofendido. Me divertía despertar tu miedo a la incomunicación; ese miedo que precipitaba en tí preguntas necias y forzadas con las que luego yo te ridiculizaba sutilmente delante de los amigos. Y así haciéndote indefensa preparaba la antesala de los juegos de sumisión con los que me desfogaba contigo en la cama. Era inevitablemente cíclico este proceso. He sido un monstruo.
¿Cómo podré ahora resarcirte? ¿Cómo? Por favor, perdóname. He cambiado, te lo juro. Atrás queda la soberbia que me deparaba mi marcado carácter intelectual que nunca sirvió para nuestra felicidad mutua y que solo usé para empequeñecerte y sentirme con una vergonzante ventaja que en el fondo impedía un viaje parejo. Perdóname, amor. Tú, siempre mostraste las cartas sobre la mesa; yo trampeaba con las mías. Pero ese desigual juego ya acabó. Te lo juro.
Mañana por la tarde, a las seis, te espero en la plaza. Todo volverá a ser como al principio. O todo será cómo tuvo que haber sido…
* * * * *
Los ojos del amigo se mantuvieron clavados en la pantalla del portátil hasta apurar la última palabra escrita. Luego le miraron a él exultantes.
—Eres el puto amo, Manuel, puro caramelo ¿Dónde aprendiste a escribir así? La tendrás en unas semanas chupándote de nuevo la polla. Fijo.
—Eso espero —dijo cerrando la ventana emergente que parcelaba el texto. Fue a su correo y adjuntando el archivo empantanado en el desorden del escritorio envió el mensaje.
—Me voy, cabronazo. El sábado, habrá fiesta con las amigas guarras de Leo en el Centinela. Así que no te confundas mañana con Raquel aunque te lo ponga a tiro; quiero verte allí. Dale recuerdos de mi parte.
—¿Recuerdos tuyos? Mejor, no —Y el amigo soltó una carcajada antes de trasponer la puerta del apartamento.
Manuel se levantó entonces de su butaca de escritorio y fue a la cocina. Era ya de noche. Cogió una cerveza de la nevera y volvió frente a la pantalla del ordenador. No iba a cenar. El silencio invocaba misteriosos sonidos arrancados calle afuera. Hizo click y otra ventana emergió. Él siempre porfió a sus amigos que todos esos muslos impúdicamente abiertos rezumaban auténtico placer. Algunos dudaban de esa autenticidad.
Se hurgó en los calzoncillos con ansia irrefrenable.
15 de noviembre de 2023
David Galán Parro |