Caminaba Lagartija por la selva del Amazonas, en las ramas de los árboles. Era un camaleón, pero tan flaco, que lo llamaban Lagartija. A Lagartija le gustaba el jazz de Ornette Coleman, sobre todo la pieza de Lonely Woman. La escuchaba todo el día. Le fascinaba el entramado de las trompetas y los saxofones estridentes sobre el tapete del bajo y la batería. Se juntaba a disfrutar del sol de la tarde con su amigo Pedrito, un oso perezoso que tenía una vibra muy positiva de la vida. Ambos sabían que tenían los días contados, porque en el Amazonas o te comen otros animales, te cazan o terminas a fuego lento en la hoguera de algún grupo de garimpeiros. Cosas normales e inevitables en el ciclo de la existencia. Pues bien, Lagartija caminaba por el Amazonas en busca de su amigo Pedrito. Llevaba sus audífonos conectados a las orejas, escuchando, lógicamente, a Ornette, por eso no percibió los pasos del escorpión Tityus, que ese día estaba de mal humor y con el aguijón húmedo. El escorpión cogió de la cola a Lagartija y antes de que el camaleón pudiera reaccionar le inyectó todo el veneno con la peor saña posible, después se largó.
Lagartija yacía en el suelo templado del Amazonas, vomitando los últimos estertores de su existencia. A lo lejos vio a Pedrito. El oso perezoso se masturbaba en ese momento, sentando en la rama de un árbol de guarumo, mientras masticaba una enorme hoja verde, tan jugosa como el aguijón del escorpión. Hermoso cuadro plástico, pensó Lagartija: yo, muriéndome con la música de Coleman, y mi mejor amigo disfrutando de la felicidad absoluta bajo el sol.
Antes de morir, Lagartija se preguntó quién iba a llegar primero: la muerte... o Pedrito.
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