En el convento.
Mariela era una niña traviesa que siempre andaba buscando algo, cualquier cosa que le permitiera sentirse una princesa. La verdad era que vivía en un convento, desde que nació fue abandonada por su madre.
No, su madre no era una mala madre, pero su destino estaba marcado por una enfermedad que muy pronto se la llevaría y no quería que su hija creciera en una familia que, aunque de su misma sangre, jamás la quiso aún sin conocerla.
Victoria sabía que las monjas, quizá la querrían más que ellos y sólo le dejó una carta para que su hija la leyera al cumplir quince años donde le explicaba el porqué de su abandono.
Y los años fueron pasando, las monjas querían mucho a Mariela, era una niña dócil y estudiosa, aunque a veces por Navidad hubiera querido estar con sus padres a los que no llegó a conocer.
Esa Navidad las monjas iban a festejarla con muchos niños y a la vez el cumpleaños de Mariela, unos alegres y otros muy tristes al no poder estar con sus respectivas familias por miles de causas diferentes, pero Mariela siempre tenía un gesto o una palabra de amor para con sus hermanos, como solía llamarlos.
Los quince años de Mariela estaban muy cerca y al estar enterada de la carta que recibiría se sentía más feliz que nunca.
El día llegó una mañana de sol, primaveral y hermosa.
La madre superiora la llamó, la felicitó y le dijo que ese día le harían un lindo cumpleaños para que disfrutara con sus amigos en el mismo convento.
Mariela se sentía ansiosa quería agradecerles a todos por todo lo que hicieron por ella durante esos quince años, pero necesitaba leer la carta de su madre y así lo expresó.
La madre superiora lo entendió y se la entregó.
Debido a los nervios casi no podía abrir aquella carta que nadie sabía su contenido, lo descubriría ni bien pudiera abrirla.
La carta decía lo siguiente…
-Mi querida hija, hoy es tu cumpleaños número quince y no te imaginas cómo quisiera estar contigo, ver tu carita angelical y tu sonrisa que la ilumina. Sé que tienes muchas preguntas y voy a tratar de contestarlas. Primeramente, debo decirte que fuiste una hija que siempre deseamos, tu padre y yo, pero que mi familia no estaba de acuerdo con que nos casáramos y nos echaron de la casa al saber que te estábamos esperando, fuimos a vivir con tus abuelos paternos, pero parecía que la suerte no estaba de nuestro lado, ellos eran muy ancianos y pronto nos dejaron, tu padre, Ernesto, sufrió tanto por la pérdida de sus padres que enfermó y antes de que nacieras también voló junto a ellos. Estoy muy enferma y no sé hasta cuando voy a resistir, pero voy a tenerte, aunque sea lo último que haga en la vida. Los médicos me dijeron que debo estar preparada y lo estoy, en esta carta te cuento que todo lo que era de tu padre y mío ahora es tuyo, un abogado se encarga de todo lo referente a tu herencia, las monjas tienen una carta poder para que cuando cumplas la mayoría de edad te entreguen lo que te pertenece y continúes tu vida donde quieras, sólo quiero que seas feliz y que sepas que siempre voy a estar a tu lado. Mírame en cada flor, en cada pájaro, en cada amanecer y me veras, te dejo una foto de cuando yo tenía la edad que tienes ahora y sé que me reconocerás en cuanto la veas. Tus abuelos maternos no saben de tu existencia y si es que aún viven ya deben haber pagado con creses el mal que nos hicieron, no les guardes rencor, el rencor solo atrae lo malo, el perdón es el que te debe llenar el corazón para poder ser feliz. No te olvides nunca ni de mi ni de tu padre, te envío una fotografía para que nos recuerdes y sepas que nunca dejamos de amarte, sé feliz, estudia, forma una familia y piensa que jamás nos vamos a ir de tu lado. Tu madre que te adora, Victoria.
Mariela con lágrimas en los ojos guardó la carta de su madre junto a su pecho e imaginó verla con tanto amor que de pronto elevó sus ojos al cielo y los vio, Victoria y Ernesto parecían flotar en una nube. Esa misma tarde, un mandadero trajo un paquete al convento, un hermoso vestido digno de una princesa le fue entregado para que lo luciera en sus quince años.
Victoria el poco tiempo que tuvo antes de morir había arreglado con sus abogados lo que debían hacer y ese vestido era esencial que lo tuviera, ella misma lo había usado en sus quince años, cuando todavía sus padres no la habían abandonado a su suerte.
Ese fue el broche de oro de aquel cumpleaños donde Mariela se sintió segura, amada y acompañada por sus padres. No podía pedir más y con esperanza continuó su vida hasta el día que tuvo que abandonar el convento. Las monjas le contaron que tanto su madre como su padre tenían una rara enfermedad muy contagiosa, pero que ella tuvo la suerte de no tenerla y de haber crecido sana y fuerte como un verdadero milagro.
Algunos años después, la niña se convirtió en mujer y formó su familia diciéndose a sí misma que jamás olvidaría su vida, la que le dieron en aquel convento donde el amor era el pan de cada día, así como tampoco olvidaría a sus hermanos a los que ayudó y amó.
Omenia
13/11/2023
|