Tengo un vecino que se llama Kai. Es un alemán que tiene la piel roja por su adicción a broncearse todos los días en el solarium. Hace un par de años tuvo cáncer de piel y tuvo que desisitir de tal hábito, pero cuando se curó volvió a meter su cuerpo blanco insípido en un tubo de rayos ultravioleta. En un par de días tenía otra vez la piel color tomate maduro y una sonrisa resplandeciente. Necesito mi dosis de solarium, de lo contrario estoy de mal humor todo el día, me dijo. Kai tiene una perra peluda a la que ama más que a cualquier otra cosa en su bronceado mundo. Soy su vecino desde hace más de veinte años y siempre he visto a la misma perra, sin importar que se haya muerto dos veces. Cuando recién me mudé conocí a Lisa, la perra, ya vieja, que caminaba lenta y con ojos fatigados. Un par de años después Lisa había rejuvenecido de tal forma que parecía un cachorro y doce años más tarde la misma Lisa renació de nuevo para ser la joven perra Lisa que conozco hoy en día. Kai se compra el mismo perro cuando se le muere el que ya tenía: mismo color, mismas facciones, mismas manchas; un clon absoluto, y lo llama Lisa, sin importar si es perro o perra. Así vive mi vecino, intentando no cambiar nada en su vida, o lo mínimo posible. Es por eso que tiene dos pistolas en su casa, para evitar que algún intruso le transtorne su rutina, me dijo alguna vez. Hace unos meses me invitó a tomar unas cervezas en su departamento. Acepté la invitación y al entrar me sorprendí de la cantidad de helicópteros a escala con motor de gasolina que tenía en la sala. Cada helicóptero cuesta quizás más de veinte mil euros y son su orgullo. Mi papá me llevaba a volar helicópteros en mi infancia, antes de que se suicidara. Ese es el único buen hábito que recuerdo de él, me confesó. Al calor de las cervezas hizo lo que hacen los alemanes cuando están borrachos o cuando hablan un idioma extranjero: habló sin inhibición lo que calla con tanto celo en la vida diaria. Me dijo que no confía en los extranjeros, porque llegan a su país a cambiarlo todo y no se adaptan, pero que conmigo no tiene problemas porque soy su vecino y además soy cristiano y latinoamericano, lo que le hace la cosa más fácil para aceptarme. Su problema real es con los árabes, gente rebelde y musulmana que quiere transformar Europa con su religión y quiere imponer sus reglas. No tiene nada contra los musulmanes, pero no los quiere en Alemania, ni en Europa. Son cada vez más y hay que hacer algo en contra. No dije ni comenté nada. Al final de la tarde me fui a casa sin ganas de tomar otra vez algo con él, ni siquiera un café.
Hace unos días Kai pegó una bandera de Israel en su buzón, una bandera de buen tamaño para que la pudiéramos ver todos los vecinos. No me extrañó esa acción. Entre los alemanes de derecha con tendencia nazi se ha vuelto una buena costumbre apoyar a Israel y ser solidario en absoluto con ese país, demostrándolo como lo hace el nuevo rico con sus extravagantes muebles decorados en oro puro. Estos alemanes sacan la bandera de Israel, se pintan los colores en el rostro, protestan contra el antisemitismo como perro cancerbero en celo, en fin, que no dejan pasar una para manifestar cuánto aman a los judíos. Es un intento de lavar su imagen de asesinos de holocausto, de querer demostrarle al mundo que ya no son los malos de la película, que han entendido el mensaje. El odio lo precipitan ahora contra los árabes. El horno y la cámara de gas siguen presentes en sus mentes; lo único que han cambiado es la víctima. |