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A propósito de zapatos que surcan las calles por el impulso voluntarioso de quien se los planta, rememoro situaciones ya acontecidas hace mucho. Fueron tiempos difíciles en que el dinero se hacía escaso y pese a poseer un trabajo, el sueldo apenas alcanzaba para cubrir las necesidades básicas del grupo familiar. La alimentación de mis hijos se hacía más importante que las torturas de mis pies por lo que, de tanto andar en tales menesteres, la suela de mis zapatos dio paso a un forado escandaloso que apenas disimulaba. Aprendí por ello a caminar sin despegar casi el pie del suelo para evitar que el agujero fuese visto por los demás y delatara mi miseria. Algún cartoncillo piadoso aplacaba en parte ese asunto, pero pronto, se desgastaba por el roce y mi pie sufría las consecuencias. No creo que haya sido el único que vivió situación tan lamentable. Recuerdo que más de alguna vez me fijé que un personaje un tanto acomodado usaba unos zapatos roñosos que deslucían con su vestimenta. Y otros que se ufanaban de haberle puesto el zapatero una media suela al suyo para prolongar su vida útil. Al margen de todo y saliéndome casi del tema, rememoro el caminar en fila india de Ringo Starr, George Harrison, John Lennon y Paul McCartney cruzando Abbey Road, éste último a pata pelada, acaso sin el ánimo que esta acción levantara las más diversas teorías. Todo lo develó él mismo, años después, aduciendo que caminó descalzo sólo porque sus zapatos le apretaban demasiado. Desenfado inimitable, por supuesto y sólo digno de esas excentricidades que hacen gala los famosos. En mi caso e inserto en esta sociedad de apariencias, no podía darme ese gusto. Pero un buen día, un dinerillo extra me abrió las puertas para acabar con esta situación. En pleno centro de la capital ingresé a la primera zapatería que avizoré y sin regodearme demasiado, elegí un par que me resultó cómodo. Salí de allí sintiéndome dueño de todas las veredas, disfrutando de ese andar libre de vergüenzas, tanteando el piso y figurándoseme esponjoso, cual si fuese una extensa alfombra tendida para mi caminar. Los zapatos viejos fueron a parar al primer basurero que encontré al paso, deshaciéndome también de ese estigma que me empequeñecía.
Supe de alguien que, si bien no “hizo tierra” con sus plantas, sí fue víctima del uso indiscriminado de un par de botas lustradas casi todos los días para disimular esa vejez que le sienta tan mal a todo calzado que sufre las deformaciones por su recurrente uso. Si uno los contemplara de manera independiente al uso que prestan, los imaginaría cariacontecidos, ceñudos, casi delatando sus penurias de cuero curtido con tal mal destino.
Pues bien, la dueña de esos botines maquillados día a día para que aparentaran una lozanía perdida hacía mucho, era una humilde alumna de un colegio comunal en que se mezclaban los más pudientes con los que andaban al tres y al cuatro. Martina se repetía con su misma blusa y falda y dos pares de calcetas que se turnaban para embutirse en las mentadas botas. Otras compañeras lucían mejores prendas y las miradas punzantes de algunas se clavaban en la vestimenta archirepetida de Martina. Darío, un chico greñudo y de modales desenfadados, poco tardó en hacerla blanco de sus bromas.
-¡Hola, Botitas! -la saludaba con una sonrisa picaresca. Y a ella le hervía la sangre por la humillación, sintiéndose más pobre que los demás, siendo que eran tanto o más humildes que ella misma.
La rabia parió el odio y las burlas no hicieron más que acrecentarlo.
-¡Botitas! ¡Botitas!- escuchaba y temblaba de furia, de vergüenza, y comenzó a odiar ese calzado que parecía constreñirles sus pies como cosa viva coreando las burlas del muchacho.
Le rogó a su madre que le comprara otro par de zapatos porque estos ya le incomodaban, pero nada consiguió. Otros gastos se hacían necesarios y después de todo – dijo su progenitora- esas botas están bastante buenas.
Dolida, desesperanzada, se resignó a su destino. Al final de cuentas, a veces uno se acostumbra a todo, hasta a las burlas de los demás, a esas miradas de reproche, a las risas sofocadas.
-¡Hola Botitas! -escuchó una vez más y luchó consigo misma para aparentar indiferencia. El muchacho persistió en sus burlas, carcajeando de manera grosera.
Y mientras abría su cuaderno, aguardando el ingreso de la profesora, sintió el aliento del muchacho en su oreja similar al revoloteo de un insecto.
-¡Botitas! ¡Botitas! ¡Botitas!
Sobre el pupitre, el cuaderno abierto ofrecía la tarea dibujada con letra pulcra. A la derecha, descansaba un lápiz de mina con su punta recién aguzada.
Y Martina, luchando consigo misma para aparentar una indiferencia que hiciera desistir de sus burlas al rapaz, clavaba sus ojos al frente sin tener conciencia de lo que veía, sino palpitando ese rumor naciente que comenzaba a bullir desde sus entrañas y desde allí a sus extremidades.
-Botitas! ¡Botitas!
Y no supo o quizás lo intuyó porque fue la tolerancia la primera víctima que quedó despaturrada dentro de esa lucha estéril consigo misma para que ese bullir diera forma al estallido similar al de la erupción de un volcán. Y fue su brazo el que reptó como si sus venas se transformaran en ascuas que asieron ese lápiz afilado para alzarlo y descargarlo con furia sobre el ojo izquierdo del que avivaba tal catástrofe.













Texto agregado el 11-11-2023, y leído por 213 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
14-11-2023 Una reacción esperada, nadie tiene derecho de reírse de algo que muy bien puede pasarle a cualquiera y más aún, en la vida supongo, a la mayoría les sucede alguna vez, porque los pudientes a veces no nacieron así y los que sí nacieron así, pueden caer, la vida es una rueda que a veces nos eleva y otras nos tira de cabeza y cuando esto sucede no siempre hay un par de zapatos extras. Muy bueno!! Saludos. ome
12-11-2023 Pensar que algo tan cotidiano como los zapatos puede disparar tantas historias; alegres o tristes. A mi me trajo el recuerdo de un zapato, (mi zapato) que lanzamos al árbol para sacar frutos y tuvimos que lanzar el otro para rescatarlo el cual también quedó arriba :/ Volviendo a tu relato, es tan humano, tan evocador y con un final terrible que se avizora. Saludos, sheisan
12-11-2023 Hace tiempo, arrodillarme ante el altar de mi iglesia, originó un regalo de parte de una mujer, que fue dolor, en vez de agrado. Te felicito. peco
12-11-2023 Ja ja, me encantó. Es el puro impulso de librarte de un mosquito que no te ha dejado dormir. Buen relato, Guidos, me gusta esa descripción de la impotencia que va escalando a rabia y que termina reventando con toda su lava. Lo peor es que recordé algo que me contó un amigo. Dice que, de niño, le gustaba una niña del cole y que (no sabe todavía por qué) ¡terminó embarrándole un chicle en el cabello! Abrazo, un gusto Dhingy
12-11-2023 Impresionante todo y un final…! MujerDiosa_siempre
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