Es medianoche y en su cama de hospital doña Emilia reza en silencio. La interrumpe un chirrido metálico, son las ruedas de una camilla que transita por el pasillo. El molesto eco del bamboleo retumba, se acrecienta y luego se oye alejándose por el corredor. Queda atenta hasta que el sonido y los pasos de quien la guía son apenas perceptibles. En su cabeza flota una interrogante: ¿Será alguien que llega o que se ha ido? Cierra sus ojos, los aprieta con fuerza, busca escapar del profundo gris que cubre las paredes del recinto, de las dantescas sombras que se proyectan en él y la atemorizan; busca mitigar el dolor. Ya no sabe del tiempo transcurrido. Han sido tantos días con sus noches y está cansada, cansada del constante zumbido que produce el tubo de neón sobre su cabeza, de las agujas en su cuerpo y por sobre todo, de las feroces náuseas que le provocan los medicamentos. Su cuerpo débil acopia fuerzas y gira lentamente, al fin se dobla y acurruca e intenta soñar con lo que fueron sus mejores tiempos. Un malestar profundo se lo impide, sigue incómoda, vuelve a girar, sus huesos truenan. Todo su cuerpo es una crujidera de recuerdos. Sesenta años han pasado desde que sus brazos se convirtieron en cuna para arrullar a sus hijos, ochenta años desde que sus pies iniciaron el peregrinaje por esta tierra. Sus pies, hoy desnudos e inmóviles, ayer se calzaron con todo tipo de tacos y corrió, y bailó... no quiere llorar. No quiere.
Un espasmo en su estómago le recuerda el hambre y aunque le dan comida a diario nunca alcanza a terminar ni la mitad de su ración, el temblor en sus manos le dificulta llegar con la cuchara hasta su boca, algo que antes era tan simple. Y es que los auxiliares levantan su bandeja con indiferencia, prefieren cuerpos flacos y pequeños ya que les es más fácil manipularlos. Ella lo entiende. Se resigna.
Es tarde y no duerme, quiere estar despierta cuando llegue la muerte. En su cama de hospital doña Emilia reza en silencio. Sabe que va a morir, sólo ruega que sea pronto. |