Por la luz parecían las cinco de la tarde. Era mediodía. El departamento olía a vejez. El ventilador gemía. Cerca de los cuarenta grados. La voz gritona de un comercial.
—¡Buenas tardes! La señora que miraba la televisión no se dio por enterada y desde una de las recámaras se oyó una voz estropeada.
—Pásele doctor, es por acá.
Estaba recargada en la cabecera de la cama, con el pelo revuelto, blusa holgada color de rosa, short de mezclilla deslavado y recargada la espalda sobre los almohadones.
—Siéntese médico, disculpe el desorden.
Se sentó en el borde de la cama, le sonrió. Era el mismo ventilador —el que gemía— Tenía el rostro de una muñeca de trapo. La reconoció por el lunar que ensombrecía una parte del ala de la nariz. Anteayer en un auditorio, al finalizar su ponencia se acercó para solicitarle si la podría repetir en una estación de radio. Él le dio su tarjeta y quedaron de comunicarse. Cuarenta y ocho horas después, estaba frente a ella.
— ¿Qué le sucede?
— Me da pena haberlo molestado
— No se preocupe.
— Pero también me apena. Mire en que fachas me encuentra.
—Está enferma.
-Sabe, tengo un dolor intenso en la mitad de la cabeza, me punza, otras me late y cuando hay mucha luz o ruido siento que la cabeza me explota. Tengo asco.
La exploró. El ojo, oído, garganta. corazón, abdomen. desprendió una hoja del recetario y escribió con claridad lo que tendría que tomarse.
A punto de marcharse observó en su cara un rictus de dolor. En silencio la inyectó. Esperó para comprobar el efecto. Quince minutos después se aflojaron los músculos de la cara. Al cerrar el maletín, ella estalló en sollozos.
—¿Te volvió el dolor?
—No doctor, es que ayer hice un coraje.
—La escucho.
—Le quito el tiempo, no me haga caso, debe de tener más pacientes. No quiero entretenerlo.
—Para su descanso, usted fue mi última paciente. Ahora solo está el amigo. ¡Cuénteme!
—Anoche hice coraje con mi novio. Estaba molesta de que llegara tarde a la cita. No me bastaron sus disculpas. Lo dejé con la palabra en la boca y tomé el primer taxi. ¿Qué piensa?
— Debiste escucharlo.
Sollozó. Una lágrima caía y él la interrumpió con el pulpejo de su dedo. Ella se aferró a su mano y la depositó sobre su pecho. Un calor que se hizo frío recorría su brazo. Tamborileo los dedos como si le diese un tic. Fue como si accionara el interruptor de la luz; el pezón se erectó y él retiró la mano con rapidez. Ella parecía no darse cuenta.
—¿No siente que tengo calentura?
Tomó la mano de él y la sitúo sobre su frente. Él la recorrió hacía abajo buscándole los pulsos del cuello y registró con el tacto un corazón en huida. Bajó su cabeza y cerró los ojos para concentrarse en el pulso. Cuando él volteó la cara se encontró con los labios de ella. Poco después sudaban y las ropas estaban a uno y otro lado de la cama. El golpeteo de sus cuerpos era intenso. El desvencijado colchón con base de metal y resortes, crujía haciendo un ruido mayúsculo. Exhausto y recuperándose volvía a escuchar el ventilador.
Cuando él se vestía le preguntó:
—¿Vive sola?
—No, con mi mamá.
—¿Dónde está?
—Está viendo la televisión. —Se quedó frío. Y con voz baja le dijo:
¿escucharía?
—No.
— Pero, hicimos mucho ruido.
— No se preocupes, mi mamá está sorda y cuando se pone a ver películas viejas nadie la saca.
Ella le dio un beso y su mano acariciaba la nalga, al mismo tiempo le preguntó: ¿Vendrás en la noche por si me vuelve la migraña?
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