Hace poco nos encontramos a cenar con el grupo de compañeros de la secundaria. No es que me sintiera menos pero sentía que aquel alumno ejemplar que yo había sido durante la escuela se había ido desvirtuando por algunos caminos pocos profesionales. Hoy no podrían acusarme de nada, tengo una vida familiar, un trabajo estable, soy psiquiatra y escritor, pero uno de mis compañeros me recordó cuando me fui de mi casa a vivir a una pensión de mala muerte por avenida Pellegrini. Me sentí acalorado. No supe bien qué responder. ¿Qué había ido a buscar a ese lugar? Tenía una casa hermosa donde vivía con mis padres y mi hermano. Tenía un buen pasar económico, pero me fui a la pensionsucha esa.
Esas son cosas que hacen los escritores, me dijo mi psicoanalista.
Esa fue la época en que yo regresé de Estados Unidos, viviendo en un colegio de internados, donde terminé la secundaria. Había vivido miles de aventuras y no quería caer otra vez en el letargo del ciudadano común. Entonces conseguí un trabajo como vendedor de celulares. Por aquellos tiempos los vendíamos por la calle. Vestidos de traje y corbata y una valijita. Eran los primeros celulares que salían al mundo. Por lo tanto se vendían como pan caliente. Todo el mundo quería ser protagonista de la nueva era tecnológica. Además de que implicaban toda una revolución en las relaciones humanas. Los padres podrían cuidar mejor a sus hijos, los amantes podrían mantener comunicaciones clandestinas de mejor manera. Los empresarios podrían llevar una relación más estrecha con sus clientes. Y siempre, siempre que necesitaras comunicarte con alguien por cualquier inconveniente ahí estaba el celular.
Hice plata. Averigüé el precio de la pensión y una tarde me mudé a una buhardilla en la terraza. ¿Qué escritor no vivió en una buhardilla en una terraza? Lo hizo Vargas Llosa, lo hizo García Marquez, lo hizo Vila Matas, Balzac y no sé cuántos otros. Yo no quería ser menos.
Los encargados de la pensión eran un tipo grandote, bigotudo, ex policía; la esposa, una gordita simpática, y su bebé de unos tres años. Después vivían ahí: un jardinero que tenía una gran biblioteca. Una prostituta que trabajaba en uno de los cabarets más importantes de Rosario. Un sordo mudo que todos los días mendigaba en los semáforos. Un vendedor de flores que andaba siempre con unos canastos llenos de flores hermosas y perfumadas. Y una parejita, ella era empleada doméstica y él bombero. Esa era la fauna del lugar.
La pensión asumí había sido una casona con muchas habitaciones y un patio central al cual se abrían todas, o bien había sido alguna especie de conventillo. Mi bohardilla estaba en la terraza.
Una tarde estábamos todos o la mayoría en el patio. Fátima, la prostituta, dijo que tenía un problema en el televisor. Qué si alguien podía ayudarla y me miró a mí. Ella debía tener cuarenta años. Un rato más tarde terminé en su habitación moviendo la antena del aparato hasta que la imagen mejoró. Cuando me disponía a irme me preguntó:
¿Querés tomar algo?
Claro, le dije.
Tenía una cama matrimonial, un gran espejo en una de las paredes con lucecitas en los bordes, un poster de Marilin Monroe, otro del Che Guevara y otro que parecía el anuncio de un espectáculo de revistas. Había también una heladera. Un mesa pequeña con algunos platos y vasos y cubiertos desparramados por encima. En una esquina una virgen de yeso pintada en celeste, blanco y amarillo. Una foto de Maradona sobre una mesa de luz junto a un velador triste.
Hablamos de la vida. Me contó de un viejo amor que nunca pudo recuperar. Me contó que se había hecho puta por gusto. Que a los 14 años ya se acostaba con medio barrio y que un día decidió empezar a cobrar. Me contó de un adolescente que había conocido y que le había chupado la concha como nunca nadie más. Me sentí provocado. En un momento la abracé. Ella me empujó.
¿Qué te pensás que por lo que hago por trabajo me vas a venir a apurar así?
No dije nada, o sí, algo, alguna justificación pero no me dio tiempo a demasiado porque me chantó un besazo que hubiera conmovido hasta la más dura de las rocas de la luna.
Terminamos tirados en la cama. Yo poniéndome un forro. Ella desnudándose. Empezamos a abrazarnos, y mimarnos, y besarnos y tumbarnos por la cama en una pose y otra hasta que nos juntamos en unos movimientos de mi parte, algo brutos, o exagerados, o violentos, y ella otra vez me separó de un empujón.
Sos un animal, me dijo.
Hubo un silencio. Yo me quedé completamente quieto. Angustiado. Después volvió a besarme y nos atrapamos uno al otro y terminamos juntos en un orgasmo desesperado y también perturbador.
Nos quedamos boca arriba, desnudos -yo no me había sacado las medias-, respirando agitados, con los brazos y las piernas colgando desde la cama. Ya era de madrugada, se escuchaban grillos afuera en el patio de la pensión.
Después Fátima me contó que trabajaba en el cabaret Las Vegas, San Martín y Tucumán. Que bailaba en el caño. Que no se acostaba con quien sea.
Lo mío no es cualquier cosa, dijo. Lo mío es arte.
La escuché con mucha curiosidad.
Te voy a mostrar algo, me dijo.
Se levantó. Pude ver su hermoso cuerpo desnudo. El pelo oscuro y lacio. Abrió un placard y sacó una caja. Era como un cofre, de metal, con piedritas transparentes y de colores engarzadas. Lo abrió. Sacó collares de perlas, y cadenitas con dijes de diferentes formas y tamaño.
Oro puro, dijo. Mucha gente me amó, mucha gente de plata.
Siguió sacando aritos, pulseras, y después sacó un rosario de plata que me contó que se lo había regalado un cura que era cliente de ella. Era un gran hombre, me dijo. No entendía el celibato, no lo soportaba. Me daba bendiciones y me hacía creer en Dios y en la vida cuando ya nada parecía valer la pena. Después se murió. Un accidente de auto. Se llevó por delante un camión yendo para una ceremonia en Luján. Algunos dicen que fue un suicidio.
Después me mostró una foto de ella. Era del cumpleaños de 15. Estaba junto a los tíos. Mis padres estaban peleados esa noche. Por eso no fueron. Mi papá la cagaba a palos a mamá. Mamá siempre lo perdonaba y le daba otra oportunidad. Yo no. Una vez le pegué con una silla y supo que conmigo no se jodía. A mí me encantaba coger con cualquier tipo que se me cruzara. Cuando empecé a cobrar me independicé. Me fui a la casa de una amiga. Mi amiga hacía lo mismo que yo. La madre había muerto de cáncer de útero y el padre estaba siempre borracho. Era un borracho bueno. Tomaba un tetra detrás del otro sentado en un sillón, frente al televisor encendido. Cuando el alcohol lo tumbaba se acostaba a dormir. Después se levantaba otra vez a mirar televisión y tomar. Mi amiga a veces le cocinaba algo.
Después me mostró una foto de los padres. En la foto ellos estaban abrazados y riéndose. Fátima agarró una ollita que había por ahí, un encendedor, y prendió fuego la foto.
Esto es una mentira, dijo. Nunca se quisieron. Eso no era amor.
¿Mis padres se querían? Las parejas después de los veinte años de casados parecían estar más por inercia que por amor. Me dio pena lo que dijo Fátima de sus padres.
Una vez trabajé para un psiquiatra, me dijo. Me traía pacientes deprimidos y se iban felices. Después algún colega moralista lo denunció y no apareció más.
Yo quisiera ser psiquiatra. Necesito analizar el quilombo que tengo en mi cabeza.
Sos lindo vos, me dijo. Me dijo un beso en la mejilla y se acostó de lado en la cama. A los minutos se quedó dormida. Yo también me dormí.
Me desperté al amanecer. Cuando las primeras luces empezaron a filtrarse a través de las persianas de la pieza de Fátima. Miré todo alrededor. Me rasqué la cabeza. Creo que también me palpé el cuerpo. Me vestí y salí al patio.
En el patio había un gato negro. Al verme elevó su cola y su pelaje se erizó. Yo me quedé quieto mirándolo. Era un animal hermoso. ¿Cómo alguien podía pensar que ese animal tan maravilloso traía mala suerte? El gato se metió entre unas macetas de helechos y desapareció.
Subí a mi pieza y tirado en la cama, mirando el techo, sonreí. Una sonrisa amplia de felicidad. Lo que había vivido no había sido algo común y yo estaba en busca de esas cosas. Cosas extraordinarias. Mi papá había tenido una vida extraordinaria, mis tíos, los amigos de mi papá. Yo, con 20 años, necesitaba mi historia. Ahora estaba en ese reencuentro con muchachos de la secundaria y me sentía extraño. Yo que había sido un alumno ejemplar. Nunca había dejado los libros, pero los había atravesado de manera pocos convencionales. Cuando mi amigo me recordó aquella época en que dejé mi vida acomodada para irme a vivir a una buhardilla en una pensión, sentí vergüenza, después no, después sentí orgullo, me di cuenta de que mi amigo tal vez no me entendería, de que tal vez ninguno de los que estaban ahí, ingenieros, arquitectos, técnicos, médicos, astrónomos, me hubieran entendido. Hice tantas cosas porque solo quería vivir para contarla.
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