Todos los hombres rezan.
Incluso los más ateos, como tú. Todos los hombres rezan y sacrifican. Reza el borracho cuando se envenena a sus dioses de la negación. Sacrifica su salud y su vida. Lo mismo rezan los que, como tú, encadenan cafés y tareas del trabajo sin cesar. Reza el que se atasca en un desamor a sus diosas de recuerdos y dolor y pérdida. Lo mismo el enamorado exultante que se consume y ofrece su alegría. Reza el estudiante a los dioses de la sabiduría y el conocimiento lo mismo que el agricultor reza con su arado o su tractor a los dioses de la vida y la tecnología. Reza todo aquel que repite ritualmente una conducta. Reza el atleta a los dioses de la épica y la fuerza. Y rezas tú cuando pausas en la noche a encender incienso en el pequeño altar que hiciste a una foto con tu hijo, como se hace a un muerto. Ante ese altar cada noche, siempre cansado y siempre fracasado, te tomas un café intenso mientras contemplas y perdonas todo lo que te ha quedado por hacer. Y miras fluir hacia abajo por la magia de la física el humo espeso de aroma a sándalo.
Un altar como de muerto. Funerario para la familia que quisiste ser, abortada ya dos veces, y prometedor de la que es y de la que querrías que sea; una de tú y él, ya que ellas están siempre solamente por un rato. Te conjuras ante él, con tu café intenso y el chiquillo ya acostado, a hacer un último y digno esfuerzo y a mañana hacerlo mejor. Por ti; por él; por las que se quedaron por el camino y las que se apearon en marcha tras haber injustamente alterado tu destino. Te conjuras como en el gimnasio para una última repetición más, para alcanzar un fallo del músculo de tu esfuerzo diario, de tu templanza y tus emociones bien encauzadas, que empuje tu crecimiento. Te conjuras para, como Beckett, fallar mejor.
Pero en realidad por eso tienes un altar: porque el objetivo no es lo que importa. El objetivo no es el objetivo. El objetivo es la conducta. Porque rezas ¡Tú, tan ateo! Porque nunca dejas de rezar.
Porque todos los hombres rezan.
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