Destino compartido.
Durante muchos años ahorré todo lo que pude para poder realizar el sueño de mi vida, tener mi propio negocio.
El día que lo logré, fue uno de los días más felices.
Al fin era la propietaria de una panadería, como la que habían tenido mis padres y que tuvieron que vender por distintas circunstancias.
De ellos aprendí todo lo que se de repostería y el resto lo haría un viejo amigo panadero de oficio.
No era una panadería de lujo, simplemente era una panadería de barrio, pero me sentía orgullosa de ella. Lo tenía todo planificado, el pan que no se vendiera se podría aprovechar para hacer pan rallado así no tendría pérdidas, lo único que no podía aprovechar eran los bizcochos, pero haciendo menor cantidad, según el día, no sobrarían y si sobraban los repartiría entre los indigentes del barrio. Así fui ganando clientela día a día, lo único que me molestaba era que en la esquina del negocio se amontonaba mucha gente, pero no era por la panadería, aunque muchos de ellos eran clientes. Con el tiempo me enteré del motivo de esta aglomeración de gente, una boca de drogas estaba justo allí, en un pasadizo que llevaba a sus clientes a uno de los apartamentos que había en el fondo del edificio y que tenía salida hacia otra calle.
Eso era lo malo, lo bueno, por lo menos para mí era que las personas que llegaban en sus flamantes coches, se habían acostumbrado a venir a la panadería a comprar mis facturas.
A los pocos días de haber abierto el negocio, poco antes de cerrar, un hombre entró al local, cuando fui a atenderlo se me acercó y me pidió si tendría alguna moneda para ayudarlo.
De más está decir que ese fue un gran susto, no lo esperaba, pero me repuse, saqué del bolsillo del delantal unas monedas y lo mismo hizo mi compañero y se las dimos. El hombre agradeció y al retirarse se detuvo en la puerta para decirnos que estuviéramos tranquilos que mientras él viviera en el barrio, nadie entraría a robarnos, estaba muy agradecido por aquellas monedas y diciendo esto se retiró.
Nunca había pasado por una situación igual y no sabía si estar contenta o asustada.
Lo habíamos bautizado, el hombre de las monedas y de vez en cuando aparecía, no todos los días, a veces nada más, le dábamos unas pocas monedas y se retiraba. Un día me enteré que era ladrón, todos lo conocían, no era mala persona, pero ese era su oficio y como no solía robar en el barrio a nadie le importaba, había estado preso muchas veces, pero siempre volvía, tenía mujer y dos hijos chicos los cuales jugaban en la puerta de la panadería y a los que solía darles los bizcochos sobrantes del día.
Cierta vez, hablando con mi compañero comentamos que hacía varios meses que no veíamos al hombre de las monedas y esto nos extrañó, pero luego nos olvidamos, sus hijos tampoco jugaban más en la vereda hasta que un día apareció y me atreví a preguntarle el motivo por el cual no lo habíamos visto durante tantos meses a lo que me contestó simplemente que había estado preso.
Casi sin querer inicié una conversación con aquel hombre de cara curtida por la vida y de mirada furtiva. Esta vez le pregunté por qué no cambiaba de vida y él simplemente me contestó que sus padres eran ladrones, su mujer también y que sus hijos también lo serían y se retiró como lo hiciera antes, sin despedirse y dejándome con una sensación de angustia e impotencia pensando en aquellos chiquillos que no tenían culpa de haber nacido donde nacieron y que su destino ya por ese hecho estaba marcado.
Al día siguiente lo volví a ver en la calle tratando de que sus hijos entraran a la casa, nunca conocí a la mujer, luego supe que estaba presa en la cárcel de mujeres y que los niños cuando no estaban sus padres se quedaban en la casa de la abuela paterna. Aquél fue un día trágico para todos, la policía rodeó el edificio en busca de pasta base y otras drogas y el hombre de las monedas tratando de proteger a sus hijos respondió disparando contra los policías y matando a uno de ellos, el compañero también disparó y no sólo el hombre de las monedas cayó, sino que uno de los hijos, el menor también recibió una bala que terminó con su vida mientras el hermano inmóvil junto al cuerpecito inerte, miraba sin ver.
Hoy puedo verlo por las calles, con la mirada perdida, tirado en la calle donde dormía invierno y verano con el cuerpo de un viejo el rostro indefinido y con la muerte rondándole a sus quince años. Había compartido el destino con su familia y sin remedio esperaba su propio fin.
Omenia
4/11/2023
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