La primera palabra fue como un designio. Quizás no fue ni siquiera una palabra sino el rezago de una ronquera. Me ha pasado muchas veces que algunas personas han hecho el gesto inequívoco de detener alguna conversación que rebasa los lindes de los buenos modales. Ha sido un fruncir de cejas, una tos, un tic aspaventoso. Sea como fuese, la tremolina ha cesado para poner atención a este personaje que en su silencio expectante promete el mandoble de alguna perorata que aterrice y atempere la situación. Pero ha sido una falsa alarma, el deseo oculto acaso de los disputantes para que alguien frene aquello que va directo al descarrilamiento. El hombre permanece silente contemplando a su vez con ojos de borrego a los que les ha generado tal expectativa. Y nada sucede. Pero algo se ha enfriado en el intertanto porque se ha desviado el eje de la disputa y en el fondo de cada uno queda dando vueltas ese discurso que no fue, ese freno autoritario que permitiría enriquecer el disminuido acervo de cada cual, no surgido de esos labios.
Una noche en que compartían ciertos amigos, uno de ellos, el que menos hacía alarde de intelectualidad y a propósito del brindis que abriría los fuegos, hizo resonar su voz autoritaria entre sonidos de cristales y trasvasije de licores:
-¿Sabían ustedes porque se entrechocan los vasos antes de un brindis?
Los demás interrumpieron los prolegómenos y sorprendidos, enfilaron sus miradas hacia el que prometía agrandar su conocimiento. Aguardaron expectantes para escuchar algo interesante, un bocadillo inmaterial que les dejaría un sabor a ganancia. El silencio duró breves segundos hasta que el más ansioso no soportó la espera y tras aferrar su copa con el traslúcido cabernet ribeteado de pequeñas burbujas, instó:
-¡Ya pues! Dilo de una vez, ¿Por qué se chocan los vasos, copas o jarros?
Y el que prometía aportar con una píldora del saber, un conocimiento gratis, acaso una historia que hablaría de pactos y traiciones, reinados pendiendo de un sorbo confiado, los contempló a todos con sus ojos pícaros y contrapreguntó:
-¡Ya pues! ¿Quién de ustedes sabe por qué cresta se entrechocan los vasos? Porque yo no tengo idea.
La risotada fue general, pero en el fondo, cada cual recurrió a sus muñones de conocimientos y tras corroborarlos con sus celulares, supieron cuál era el verdadero objetivo de tal acto. Pero, de todos modos, esa clase didáctica quedó flotando en la mente de todos, irrealizada, ilusoria, imaginada como una lección que se perdió estrangulada en sus propias expectativas.
Por lo mismo, cuando ese hombre abrió su boca y los demás pudieron observar esa dentadura incompleta que le birlaría eses a su pronunciación o las arrastraría como si fuesen un lastre, aguardaron casi atemorizados que, pese a lo mondado de sus palabras, un fuego discursivo arrasara con sus convicciones. Ya parecía un designio el que hubiese levantado su dedo y hubiese dicho: -Lo sabrán. Algunos creyeron escuchar esto. Otros, sólo un quejido que arrugó su frente y achinó sus ojos. Los más, aseguraban no haber escuchado palabra alguna sino un ronquido que hablaba de pulmones envenenados por la nicotina. Sin embargo, todos y cada uno, aguardaron que el pobre tipo despaturrado en el pasto con su barba entre cana y amarillenta, proclamara a los cuatro vientos una verdad indiscutible. En rigor, el tipo tuvo un pasado próspero, perteneciendo a familia de alcurnia. Quiso ser sacerdote, pero algo rompió sus expectativas, probó en la política y se desilusionó de los manejos y la corrupción. Se arruinó cuando los vicios pudieron más que su temple y poco a poco fue transformándose en el guiñapo que era hoy. De todos modos y porque algún barniz de prestancia aún flotaba sobre sus despojos, algunos le respetaban y le brindaban alguna sonrisa, un cigarrillo, a veces un sándwich de jamón.
Por lo mismo, ese halo de respeto también creaba expectativas y los que aguardaban esas palabras sabias permanecían en su sitio sin perder las esperanzas.
El hombre entrecerró sus ojos restregándoselos con la manga de su abrigo, raída prenda que presentaba un historial desastroso. Y abriendo su boca por fin, exclamó:
-Lo sabrán. Y dio a conocer todas sus razones para irse despeñando poco a poco en un vacío insustancial. Algunos lo sospechaban, otros lo habían escuchado en corrillos. Esta vez era su propia voz la que le daba forma clara a lo que los demás enhebraban a pedazos. Conocieron de sus amores, de sus convicciones, de sus triunfos y dolorosas caídas en el tinglado movedizo de sus expectativas. Todo parecía crear una brecha en sus objetivos de tal forma que su espíritu claudicó a cada paso hasta rodar ya sin freno a la miseria que hoy lo resignificaba.
Nadie se movió de su lugar y por el contrario, se arracimaron delante suyo para comprender cuanto puede caer un hombre cuando sus valores se dislocan.
Fue larga su perorata, dificultosa, lenta, haciendo paréntesis de tanto en tanto para fumar un pucho o empinarse una botella de licor barato. Poco importaba porque el auditorio no se saciaba. Algunas mujeres sintieron como las lágrimas rodaban por sus mejillas, eran las madres, las novias, acaso la materialización imaginada de esa esposa que nunca existió y que ahora anhelaban auxiliar a ese pobre ser. Los hombres guardaban silencio, pero la tensión los traicionaba. Llegaron a congraciarse con ese vagabundo, entendiendo cuán fácil puede ser la caída.
Cuando el hombre terminó, la masa humana que lo escuchaba se desperdigó, ya con una sombra en sus corazones. Era algo que latía al unísino, angustiándolos, creándoles un sollozo seco que se deshacía en espasmos.
Al final de cuentas, casi todos concluyeron que hubiese sido preferible que todo hubiese sido una ilusión, sólo la expectativa de un discurso, una tos, un carraspeo, sólo la promesa incierta de algo que pudo no haber sido.
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