El Vengador Anónimo
Santiago, estación Los Héroes; ocho treinta de la mañana.
Las puertas del vagón se abren ráudas frente a sus narices. Él va y el mundo viene. Una repentina ráfaga de viento se cuela y le alborota el pelo. Como un recién parido es expulsado del vagón por la frenética multitud. Es Horario de río tormentoso en la estación de combinación, el de tarifa más alta. Aquel en el que todo el mundo transita en modo oveja. Por eso es arrastrado como una pluma por la fuerza irresistible del torrente humano. Así se las arregla, hasta quedar plantado sobre la escalera mecánica que lo conecta con la otra línea. Por delante lo aguarda la segunda mitad del viaje.
Post estallido, pandemia y plebiscito; Santiago no tolera matices; el gris es el tono oficial y hacerse el huevón la consigna. La vida es plana como el sonido del diapasón, sin otro paradigma que el miedo y las liquidaciones de fin de temporada. Las plazas lucen vacías.
En los audífonos que lleva suena Soundgarden. En su conciencia retumba Rashmaninov.
Vuelve a casa convertido en una viscosa mancha. Digamos que es invisible o apenas perceptible para el resto. Lleva la mirada grisú y el ceño fruncido. Ya no es un joven como otrora, sino más bien un veterano con aspecto de chicle masticado. Pensándolo bien, los años que tiene en realidad ya no los tiene, se fueron sin remedio y aquello le genera angustia. Se le nota en el ánimo y en su aspecto deplorable. También en su apego al alcohol. Eso sí, nada preocupante o que pueda inquietar al resto. Al fin y al cabo en todos lados el metro es así; como el bar de la Guerra de las Galaxias.
Minutos después, pese a la inercia de sus torpes y lánguidos movimientos, logra frenar el paso centímetros antes de la línea demarcatoria del andén. Un paso más y hasta ahí llega el viaje. Por un instante la idea lo seduce. Mira sobre sus hombros y observa el cardumen humano que se desparrama como mancha de aceite por toda la estación. Está ansioso por llegar a casa y no disimula ese deseo.
Mientras Santiago de Chile parte otra jornada del calendario, él trata de recordar insistentemente la víspera. Algo sucedió tras el after office, pero no puede recordar qué. Puede sentirlo, o de algún modo intuirlo. Sin embargo se rinde, no logra recordar.
Acomodado en el segundo tren; vuelve a girar la vista a su alrededor. No logra entender cómo a esa hora y pese a no haber descansado mucho, siente una extraña sensación de alivio en el cuerpo. Acusiado y dócil a pesar de sí mismo lanza un suspiro al aire. Siente el relajo instalado en el pecho como si se tratase de un poncho de lana; o para el caso, un chaleco antibalas.
De pronto recuerda que estuvo en el baño de aquel boliche cuando perdió la conciencia por el whisky y la coca. Luego se ve caminando por las calles vacías mientras amanecía. Bufea como animal herido. Hasta ahí alcanza a recordar. Teme haber valido menos que una palada de caca.
Cuatro estaciones después, el vagón traslada menos gente. Para no caer dormido observa al resto de los pasajeros. Una pareja se despide le dice y le da un beso en la mejilla; ella responde con otro en la frente. le dice sonriendo. Luego deshacen el nudo de un abrazo y ella se suma a la cola que baja del vagón. Nadie más parece despedirse de nadie más. El tren avanza, y el persistente traqueteo no cesa.
Aburrido y ansioso por llegar a casa, se abstrae observando el reflejo de su rostro en el vidrio de la puerta. Mira sus manos: están magulladas. Sobre las mangas de la camisa unas manchas le preocupan. Súbitamente la imagen del hombre del bar aparece por primera vez en escena. Sujetando un vaso le habla con vehemencia. Por el ruido ensordecedor le grita. Dice que su nombre es Antonino. Habla de malditos comunistas y la bandera. Poco a poco el recuerdo es más nítido, sin embargo todavía fragmentario e incoherente. Fantasea con las luces del túnel que le impiden recordar más. A estas alturas la resaca ya está declarada.
Nueve cuarenta y tres, paradero dieciocho, salida de la estación terminal.
Para los santiaguinos el día comienza, para este fantasma concluye. La calle repleta es escenario del diario peregrinar a la meca. Un sinnúmero de espejismos correctamente vestidos dan vida al laboratorio que es Chile.
En el camino compra sopaipillas y las engulle de pie. Lejos de amainar, su inquietud aumenta. Como chispero, le van apareciendo imágenes de la noche anterior. Otra vez el hombre del bar hablándole iracundo, pero esta vez sobre Dios, la patria y la familia. Sus canas platinan con las luces y sus ojos azules se tornan blancos por el efecto lumínico. El resto de los presentes beben piscolas y fuman ansiosos. Recuerda luces estroboscópicas y el reguetón desatado en los parlantes. Todos gritan y bailan como en un paseo de curso. Ahí está de nuevo el veterano del bar pero esta vez cabeceando ebrio y puteando a los simios que, según sus dichos, habían destruido la plaza Baquedano y el país.
Desatado y colgado de su hombro para evitar caer; el hombre del bar no para de alardear -balbuceante y traposo- del reciente triunfo en el plebiscito de octubre. En sus ojos hay malicia.
En la calle que lo lleva a su casa, hurga ansiosamente en los bolsillos buscando el manojo de las llaves. El sol comienza a aplastar la leve bruma y su tranco se aploma. Quienes pasan por el lado lo observan con desconfianza. Lo hacen de soslayo rehuyendo su mirada. Otros derechamente atraviesan la avenida para evitarlo.
-Santiago, comuna de San Miguel, diez veintidós de la mañana, pasaje San Nicolás ciento setenta y ocho.
Tras arribar reposa en el living de la sala. Antes de ponerse a revisar los mensajes en el teléfono, abre la mochila en busca de cigarrillos. Con sorpresa, del fondo de uno de los bolsillos, alcanza a percibir la textura latiguda de una masa infame; de un guiso de podredumbre. Piensa que se trata de vómitos o de comida regurgitada, pero no. El asunto es mayor. Una súbita arcada contrae su esternón y le eriza el espinazo a más no poder. La taquicardia asola el pecho y uno de sus párpados cae derrumbado.
Descontrolado se incorpora y vuelve a hacer un esfuerzo por recordar la esquiva víspera. Su mente transformada en laberinto le niega salida a las dudas.
Bien entrada la mañana del día siguiente y cuando el sol ya no perdona a nadie, destapa una cerveza y reposa su cuerpo sobre el camastro. Con el transcurrir de los minutos vuelve a concentrarse en aquellos horribles ojos desmembrados que ahora reposan inermes sobre la palma de su mano. Con un lápiz los remueve y gira insistentemente tratando de hilvanar una línea de tiempo. Exaltado recuerda al hombre del bar, ¿Antonino?...¡¡¡sí eran sus ojos!!! Por el color no cabía duda.
- Cao Carvajal
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