En mi infancia siempre me cuidé del diablo. En cada rincón oscuro me acechaba con sus ojos rojos y su lengua húmeda. Si me portaba bien me dejaría en paz, pero si me portaba mal o nombraba a Dios en vano saltaría sobre mí. Eso es lo que me decía mi madre. Para ella existía el mundo de los vivos y el terrible mundo de los muertos. Los entes del mal están entre nosotros, me decía, y solo esperan a que algún pecador abra la puerta con sus malos actos para entrar y apoderarse de su alma. Mi madre era una católica devota. En las paredes colgaban imágenes de la vírgen María, rostros de Jesús, oraciones y crucifijos. Era adicta a rezar el rosario. El diablo odia las alabanzas a Dios nuestro señor, me decía, por eso debes orar en todo momento. Ella lavaba ropa ajena para ganar dinero. Somos pobres, pero bendecidos, afirmaba.
En mi barrio los niños íbamos a la escuela y después jugábamos en la calle toda la tarde. Nuestros padres estaban ocupados con la cruda realidad y no tenían tiempo para estar con nosotros.
Siempre intenté portarme bien para que el diablo no me atacara, pero en mi curiosidad infantil quería verlo para saber si en realidad era tan espantoso. En las noches, sin embargo, evitaba mirar hacia los rincones oscuros: no quería correr el riesgo de encontrar sus ojos malvados. Si ves sus ojos ya es demasiado tarde, aseguraba mi madre, porque eso será lo último que veas antes de que salte sobre ti y te lleve al infierno.
Un día vi al diablo, al mediodía, cuando jugaba con Rosalía. Ella iba sentada en un viejo triciclo y yo la empujaba. Mi madre lavaba ropa y la madre de Rosalía no la llamó para comer. En su casa a veces comían, a veces no. Corría por la calle cuando una furgoneta se detuvo a nuestro lado. Se abrió la puerta de un golpe y vi los ojos del diablo. Cogió a Rosalía de un brazo y la subió a la furgoneta de un jalón. El triciclo quedó tirado en el suelo. Rosalía me miraba con terror detrás de la ventanilla. Ninguno de los dos gritó. La furgoneta arrancó y se alejó bajo los intensos rayos del sol. Mi madre tenía razón: no me llevó, porque me había portado bien.
|