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Con veinte años, el año ochenta, mandé una carta a mi tío que vivía en París donde descaradamente me auto invitaba. Me contestó mandándome una matrícula, por un año, en el Instituto Alianza francesa. Vendí mi moto que hace poco me la había regalado mi padre y compré el pasaje de ida y vuelta, según eran los requisitos para obtener la Visa.

Cuarentón profesional de la informática, vivía en un barrio acomodado. Mi tía, título ganado por ser la esposa, cuando se exiliaron hace siete años, se dedicó a cuidar niños, luego a acompañar a damas ricachonas de tercera edad en sus viajes por Europa. Había recorrido desde china a Machu Picchu.

En el diario mural del instituto se publicaba para los estudiantes franceses y extranjeros un listado con trabajos temporales y su tarifado. Lavado de autos, jardinería, paseo de niños o perros, aseo a casas, chofer, gasfíter, etc. Se pagaba por horas. Me inscribí. Con dos a tres horas diarias a fin de mes me alcanzaría para comprarme una moto.

En casa les mostré el listado e invité a mi primo, tres años menor, a trabajar juntos. Sentado en el sofá agarró el cojín y se tapó la cara. Mi tía, me trató de flojo y dirigiéndose al niño dijo

- Mon cheri, tú única obligación es estudiar

Como el ambiente quedó tirante, mi tío a solas en la terraza me habló de lo habilosa e inteligente que era mi tía. Así que no valía la pena desafiarla. Saldríamos perdiendo.

A los pocos días me comunicó

- Si vas a trabajar primero parte por casa.

Planificó pintar el cielo de la cocina que lucía opaco y amarillento, Me dejó pintura y brochas. Temprano comencé a pintar y a propósito dejé en la esquina detrás del mueble de cocina, un cuadrado de veinte centímetros sin pintar para contrastar lo amarillento y sucio que estaba con lo blanco que lucía ahora.

Al llegar se instaló al centro y comenzó a inspeccionar. Un aire de suficiencia desproporcionada. Resalté que el piso estaba limpio lo mismo los muebles y que la pintura lucía pareja.

- Parece que no pintaste, sigue igual.

Le indiqué la esquina sucia para contradecirla.

Roja como tomate se retiró a su pieza.

Como dijo mi tío, no debí desafiarla.

Esperó el sábado. Después de almuerzo, todos sentados reposando, ella decidió empapelar el departamento. Con una huincha midió el largo de las paredes. Anotaba. Para el pasillo de la entrada no midió con huincha sino que abrió los brazos, supuso que sus brazos abiertos era un metro y contó mientras caminaba por el perímetro. Uno, dos, tres, cuatro, Cinco. Ya, un metro más por si acaso. Listo. Seis metros. Anotó. El resto sentados en el sofá nos miraban. Sacó unas cuentas y dijo siete rollos de papel tapiz. Yo mudo, no la contradije.

Las paredes de la sala y el comedor eran rectangulares. No así la entrada al departamento. Tenía unos pilares extraños. Cuando dije que parecía la entrada a un túnel minero, nadie río, seguramente pensaron que me estaba negando a empapelar.

Ojalá nos demoremos una semana. Indicó cuáles serían las áreas donde se empapelaría. Apuntó con el dedo cada una de las junturas, los rincones, los marcos, el dintel, tanto de la puerta principal como la de la cocina, dando hincapié que debía respetarse el dibujo del papel mural. Que lo revisaría y si el tramado presentaba falla lo arrancaría. Debía ponerlo de nuevo aunque estemos todo el mes en eso. Usaba ese lenguaje hostil para intimidarme.

Le dije que al hacer coincidir las figuras del papel, habría pérdida considerable de papel. “No importa”, siguió con el lenguaje hostil, “compramos más, pero no debe notarse las junturas”.

Mi tío mudo contemplaba, seguramente pensando “no la desafíes”.

El mismo lunes, después de su trabajo llegó con un carro de supermercado con los rollos de papel, las bolsas con el pegamento y un par de baldes para preparar la goma, como le llamaba, compró una regla metálica de un metro, brochas, espátulas, rollos de cinta adhesiva, guantes, masilla y varias cosas más.

Al día siguiente, solo y tranquilo, tomé el block de dibujo que compré, dibujé las vistas de cada uno de los paneles con sus respectivas medidas, tanto figuras planas como en perspectiva utilizando punto de fuga. Tres hojas para los paneles principales y otras tres para el complicado pasillo y cada hoja con su título. Después de revisar varias veces las medidas estiré los royos en el piso y los corté según el plano. Al reverso colocaba el número del corte respectivo. Luego corte las tiras, muy preocupado de hacer coincidir la trama. No vaya a quedar un cuadrado fuera de lugar.

En la tarde regresó mirando las paredes. Iba a alegar que aún no tenía nada hecho cuando divisó los dibujos sobre la mesa y la ruma de cortes arrinconados. Se acercó con mucha cautela, como si los dibujos mordieran, al no entender nada se retiró a su dormitorio. Luego el resto se acercaron a contemplar la perfección de los dibujos. El tío observó mudo la cantidad de royos sobrante. Comentó ya con la tía en su pieza

- Parece que se le pasó la mano en el cálculo de los rollos

Al día siguiente me dispuse pegar solo los pliegos de las paredes del salón. Dejaría el pasillo pendiente para que no quede a medio hacer.

Llegó con la misma disposición contemplando el tapiz sin hacer ningún comentario. Seguro que aun recordaba el plantón de la pintada del techo.

Se agachó y raspó con la uña el borde del junquillo. Se desesperó porque no lo encontraba. Le advertí que el pegamento aún estaba fresco.

Al día siguiente se encontró con el pasillo listo. Caminó y retrocedió varias veces, se despojó de su impermeable y se arrodilló nuevamente raspando el borde del junquillo. Revisaba las terminaciones, no encontraba las junturas entre los pliegos, buscaba sin resultado un cuadrado que no coincidía con el del lado. Después se sumaron el resto. Los tres circulaban por el pasillo. Hablaban en francés y lo único que entendía era c’est joli, c’est joli.

Después de comer volvieron a la inspección. Mi tía presionó en cierto lugar con el dedo gordo

- aquí había un cuadro, donde está el agujero
- no lo va a encontrar, lo rellené con masilla.

Mi primo preguntó

- ¿Y cómo lo hiciste con el interruptor?
- Simple, lo desatornillé, perforé el papel y luego atornillé. Lo mismo los junquillos. Los desclavé y el papel pasa por detrás.

Miré a mi primo implorando silencio, pero fue imposible

- Ha, para eso son lo junquillo. Esconde el borde.

Mi tía se acostó temprano, con jaqueca.

El sábado siguiente apareció con la famosa madame Violette para mostrarle cómo quedó el trabajo. En el almuerzo me comunicó que me había conseguido trabajo. Ese mismo domingo siguiente fuimos al de la madame a confeccionar un plano para cotizar. Su departamento era tres veces mas amplio. Calculé cuarenta horas. Cinco horas diarias, ocho días hábiles. Con el valor hora según el instituto me alcanzaba para una moto nueva. Solo medí el perímetro y ya en casa preparé un plano general en la hoja del block con las horas, los días y el precio final.

En la comida me comunicó que habló con Madame Violette y que me esperaba en la semana. No debía demorarme más de tres días.

Al decirle que había calculado ocho días, cuarenta horas, me trató de fresco, si apenas me demoré tres días. Y además flojo. De nuevo apareció ese fantasma de la flojera.

Se la pasó pateando la mesa de centro, desarmando el tablero de ajedrez, botando lo cojines de los muebles, refunfuñaba que era una falta de respeto, que me creía, que ella muchas veces cuidó niños gratis.

Mi tío me miraba. Seguramente pensando “te dije”.

La situación no dio para más. Adelanté el regreso para fin de mes dejando veinte días para conocer los principales lugares turísticos de Paris. Mi primo nunca me acompañó. Cuando lo invitaba se tapaba la cara con el cojín.

Nunca más supe de ellos. Mis familiares, principalmente los de mi tía, me recuerdan como el flojo.

Texto agregado el 04-11-2023, y leído por 67 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
06-11-2023 Hizo bien el protagonista de tu relato en alejarse de aquella familia. Hay que ser mas selectivo a la hora de entregar nuestro esfuerzo. Saludos, sheisan
 
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