CUENTO CORRENTINO
-¡Mocoso, atrevido!- ¿Sabes quien soy yo?-
-Y aunque le esquivaste bien al poncho, hace de cuenta que lo pisaste-
-¡Pero che* patrón! ¿Y yo que le hice? ¡Si recién nomás que estoy llegando!-
-¿Te parece poco?-
-¡A mi nadie me pisa el poncho ni me roba a la guaina!-
-¡Para nada don Rudecindo!- ¡Ella y yo no queremos y en cuánto me afirme, rumbeamos pal’ casorio!-
-¿Con vos? ¿Con vos que ni siquiera tenés donde caerte muerto?-
-Y desde cuando esa fama patrón- Soy hombre de trabajo y jamás calzo un arma, y no vaya a creer que me le achico-.
Era difusa la luz que alumbraba y Riquelme habría grande los ojos, como si buscara algo con que defenderse.
Adelaida, con temblequeos , como si le hubiesen echado el mal de ojos, se quedó pegadita al cuerpo de su hombre.
Nunca se supo quien apagó la última luz que quedaba.
Sólo se veían bultos que corrían atropelladamente..
Después de largos momentos que parecieron interminables, alguien con una yesca logró encender las candiles; los que alejados de todo su entorno, volvieron a bailotear al compás de la brisa, como si siguiera el ritmo cadencioso de un chamamé cang* que como fondo acompañó todo lo acontecido.
Don Rudesindo, en un rincón de la pista, no podía sostener su vida con el viejo poncho, con el que hiciera tanto alarde.
Se escapaba por el rojo agujero recién estrenado en medio del pecho.
Llegaron las autoridades, con un grito de advertencia: -¡Qué nadie se mueva!- Y lo primero que hicieron fue revisar a Riquelme, que ni un alfiler portara y además estaba lejos del ya casi cadáver.
Lo llevaron a la salita, donde nada se pudo hacer y un viejo, a modo de responso,
balbuceó -¡Y encontró, nomás la horma de su zapato!-
Riquelme montó su caballo y abrazadita a sus espalda iba la Adelaida, mientras que con sus enaguas, limpiaba la sangre de su cuchillo.
CHÉ MI
CANG: TRISTE |