MI AVIONCITO VERDE



Treinta años después, ganado por la nostalgia, regresé a la casa de mi niñez en la que fui feliz, abandonada desde que mi familia se mudó al país donde ahora resido.

Tuve que abrirme paso entre las tinieblas de telarañas para ingresar a mi cuarto de juguetes y buscar el avioncito de madera que me regaló mi difunto tío Juan, como recompensa por haber ayudado a su hijo (mi primo Ernesto) a pasar de año en la escuela.

Pero después de unos minutos, no hallaba a mi juguete, aunque me alegró ver las pelotas de cuero desinfladas, la bicicleta cubierta de óxido, el desteñido disfraz de Batman colgado en un maniquí sin cabeza, el solitario autódromo polvoriento de carritos que partieron sin volver, los soldaditos de bandos enemigos entreverados en armoniosa paz, la guitarra sin cuerdas que fracasé en aprender a tocarla.

Ya me estaba impacientando por no encontrar a ese avioncito verde con el que me imaginaba de pequeñín con sobrevolar el famoso Coliseo Romano del que tanto hablaba mi anciano padre, cuando me sorprendió que el amplio patio vecino a mi cuarto de juguetes, estuviese oscuro en pleno día. Entonces me asomé allí y lo encontré…

Como yo, él también había crecido y me esperaba. Dichoso subí sobre su aún recia humanidad de madera verde y de inmediato despegamos…

Nada mejor que un veraniego domingo de cielo despejado para espectar desde lo alto al Coliseo Romano, que a mi paso evitó que me asustara, pues postergaron el espectáculo de arrojar a varios presos a los leones.