MI AVIONCITO VERDE
Once años después de vivir en el extranjero, mis padres y yo regresamos a nuestra ciudad para celebrar mis dieciséis años en la casa de unos tíos.
Un día antes de la fiesta, aprovechando que mis familiares salieron de compras, al mediodía me escapé a la casa que fui muy feliz de pequeño (distante a medio hora de camino) abandonada desde que nos fuimos del país, llevando mi cámara para tomar fotos a sus ambientes más añorados.
Pero apenas ingresé a ella, me fue imposible hacerlo, por el laberinto descomunal de telarañas que se apoderaron de toda la casa. Lidiando con ellas con una escoba vieja, me abrí paso para ingresar a mi cuarto de juguetes y busqué mi avioncito verde de dos tripulantes que me regaló una tía muy querida. Pero después de unos minutos, no hallaba a mi pequeña nave, aunque me alegró ver las pelotas de cuero desinfladas, la bicicleta cubierta de óxido, el desteñido disfraz de Batman colgado en un maniquí sin cabeza, el polvoriento autódromo de carritos listos para partir, los adustos soldaditos de escuadras enemigas, entreverados en armoniosa paz.
Ya me estaba impacientando por no encontrar mi avioncito, cuando me sorprendió que el amplio patio, vecino de mi cuarto de juguetes, estuviese oscuro en pleno día. Entonces me asomé allí y felizmente tuve el coraje de no espantarme cuando lo encontré.
Como yo, el avioncito también había crecido y parecía que me esperaba. Dichoso subí sobre su recia humanidad de madera verde, y sabiendo él a qué lugar yo deseaba viajar, despegamos…
Pocas horas después, mis padres me buscaban preocupados por todas partes sin poder hallarme. Estaban a punto de acudir a la policía para denunciar mi desaparición, cuando se les ocurrió ir a nuestra casa abandonada. Justo bajaban de un taxi, en el momento que yo salía de ella.
-¡Venancio, hijo mío! ¡¿Por qué no dejaste encargado al abuelo que venías para acá?! ¡El susto que nos diste!- dijo mi pobre madre, con expresión de alivio, abrazándome fuertemente.
Al día siguiente de la fiesta de mi cumpleaños, mis padres y yo preparábamos las maletas para el viaje de regreso. Como aún había tiempo para ir al aeropuerto, ya no pude más ocultar lo que me pasó con mi avioncito y le pedí a mi padre ir a la casa abandonada para mostrarle algo.
Cuando llegamos allá y entramos al patio, me sorprendí que la nave volvió a su tamaño normal: ya era el avioncito de antes. Le confesé a mi padre, que él me llevó a Roma y que sobrevolamos el famoso Coliseo Romano que tanto deseaba conocer. Le mostré fotos de elefantes defendiéndose con sus trompas de las feroces embestidas de unos tigres y también de bárbaros gladiadores, con sus espadas en mano, enfrentándose en cruentos combates. Pero luego que él se repuso del asombro, me dijo que yo le estaba bromeando, que era imposible que eso sucediera ahora, que seguro yo habría conseguido fotos de simulaciones o recreaciones hechas recientemente de aquellos horrorosos eventos que se daban en la Roma antigua. A pesar que le juré, por lo que más quería, que todo era cierto, él seguía firme en su incredulidad. Quise mostrarle algo más para que terminara de convencerse, pero, luego de meditarlo a profundidad, finalmente lo deseché por su bien.
Pensé que tuve suerte que él no sufriera un percance al ver esas terribles fotos y me asusté al imaginarme lo que le podría haber pasado si le mostraba la prueba contundente. Me felicité de mi decisión, porque quería tenerlo bien sano a la hora de viajar con toda la familia dentro de poco.
Entonces, salimos de la casa abandonada, llevándome mi avioncito verde y dejé, confundido entre mis viejos juguetes, el reluciente casco de acero, con su bonito penacho rojo, que me lo obsequió un soldado del imperio romano, muy agradecido por pasearlo un buen rato en mi avioncito verde.
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