En la cocina teníamos acción. Había un clima de caricias ocultas bajo la mesa. A la mirada solo se veía a una pareja que disfrutaba de una cerveza. Desde ese sitio, su mamá siempre estaba al alcance de la mirada.
Juana, la madre, padecía de una limitación auditiva. Ella tenía afición por las películas programadas para la televisión y se hundía en el mullido sillón, de tal manera que solo se le veía su cabello entrecano.
Bajo la mesa, ella subía su pie por mis piernas hasta llegar a mis ingles y frotaba y frotaba hasta que conseguía alterarme, se retiraba y volvía, se retiraba y seguía. Así que después de una hora los ojos me brillaban, como un reflejo de lo que por dentro ardía.
La mamá la llamó con una seña. Interrumpimos el juego y ella se recargó en el filo del mueble quedando su cuerpo en forma de arco. Su cara pegada a la mejilla de su progenitora. Algo le contaba. Vestía una falda rabona, dejando ver sus pliegues y el borde de su ropa interior.
Me situé detrás de ella, mis yemas la rozaron, su piel blanca se hizo de gallina. La recorrí desde el hueco de su rodilla hasta el ángulo de su muslo. Me hizo una seña con el entrecejo de su frente de que me calmara; eso aumento mi deseo y recargué mi cuerpo sobre el de ella. Con la mano quiso apartarme. Topó con mi dureza. Cerré los ojos y aprete mi boca y cuando creí que me daría un pellizco, empezó a deslizar su mano. Abria sus piernas y las cerraba imitando a las alas de una mariposa. Ella seguía escuchando, casi impertubable, con su mamá.
Después de las nueve, la mamá decidió ver otra película porque se le había ido el sueño. Aún con la efervescencia acepté que lo mejor sería despedirme.
Sin que se percatara tomé un almohadón de la sala. En la oscuridad del pasillo iniciamos con frenesí una nueva ronda de caricias, la ropa caía una a una sobre los escalones. Cuando apoyaba sus rodillas escuché la voz de quejido: ¡Ya súbete! ¡y por favor no maltrates el almohadón!, que es el que hace juego con el color de la sala. |