Un día antes de morir, mi hermana Luisa nos dijo que quería tomar una ducha. Los tres la escuchamos, pero no reaccionamos. El cáncer había devorado los músculos de su cuerpo: solo huesos y piel. Ella nos miraba con ojos enormes que sobresalían de las cuencas. Sus labios resecos susurraron otra vez en un tono ronco y gris: quiero tomar una ducha. Entonces, cuando María, mi otra hermana, colocó una silla debajo de la regadera, mi cuñado y yo entendimos la intención. Nos pusimos de acuerdo y levantamos la sábana en la que yacía el cuerpo flácido para cumplirle su deseo. Esa mujer tan fuerte, tan valiente, la mujer que me sacó de más de un problema, a la que yo siempre le pedía consejo, la primera persona en la que pensaba cuando necesitaba apoyo de cualquier tipo, la mujer que admiré y por la que me sentía protegido aunque ella viviera a miles de kilómetros de distancia. Nunca se rindió y logró graduarse como ingeniera en contra de los pronósticos. Desde niña se enfrentó a mis padres para que no nos golpearan; luchó contra la pobreza en la que crecimos para ir a la escuela; salía a la calle a vender productos de limpieza y soportaba humillaciones hasta venderlo todo. Mi ejemplo, mi orgullo: un contraste absoluto. Yo, el llorón, el soñador, el bueno para nada, el conformista, el nostálgico, el vago; no tuve que hacer ningún esfuerzo para que ella me quisiera y aceptara. La cargaba en una sábana: su mortaja. Sentía cómo se desvanecía en mis brazos y me pregunté si llegaríamos al cuarto de baño con su etéreo cuerpo o con el polvo de sus restos.
La sentamos con cuidado en la silla de madera y por primera vez vi el cuerpo desnudo de Luisa. La cercanía de la muerte hace olvidar cualquier tipo de tabú. María la enjabonaba con cuidado, Gustavo sostenía el cuerpo frágil y yo enjuagaba. Recordé aquel día cuando era un niño de nueve años y acompañé a Luisa a vender sus productos de limpieza de puerta en puerta. En una calle yo me quedé atrás, cansado de tanto caminar, y vi que de la nada un enorme perro se lanzó sobre ella y la mordió en las piernas, en los brazos, en todos lados. Luisa gritaba y me pedía que la ayudara. Yo quería patear a la bestia que destrozaba a mi hermana, pero no podía moverme. Solo miraba la escena con una sonrisa nerviosa. Un anciano salió con un palo y golpeó al perro hasta que huyó. Vi su ropa manchada de sangre y quise pedirle perdón, pero ella me dijo que no llorara, que no temiera, que todo iba a salir bien.
Después de la ducha la acostamos otra vez. Luisa había concluido su último intento de voluntad propia. Yo la miraba con la misma impotencia y terror de aquel niño de nueve años, pero esta vez lo que la destrozaba no era un perro, y ella tampoco me diría que todo iba a salir bien.
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