Aquella mujer sólo me quería de felpudo, pero era su felpudo. Como hubiera podido ser su gran amor; pero su felpudo. El caso es que cuando uno se cansó de serlo, se convirtió también, al unísono, en el causante de todas sus desgracias, en un proceso paralelo al hecho, por ejemplo, de echarle la culpa del propio polvo a la esterilla de un recibidor. Algo ilógico, pues precisamente estaba para ello, representando confundir las causas con los efectos. Así, de tal manera, las deposiciones de polvo con las que le afrentaba la vida eran responsabilidad de no haber sabido- ni querido- ser uno un buen felpudo. Pero un hombre no es un felpudo, por mucho que la imaginación femenina los asimile. Un hombre es algo más que un felpudo.
- Tú lo que necesitas no es un marido.
- Y qué crees que necesito.
Y cuando le iba a decir que un psiquiatra se me ocurrió atajar aquello con lo de "un buen felpudo", pero en el mismo lance lo cambié por lo de "un esclavo nuevo".
Para mis adentros, sin embargo, pensaba que todo aquello se basaba en parámetros amorosos erróneos bastante generalizados por los que un hombre era una especie de papelera de reciclaje y tener una mujer una sola coartada para seguir viviendo.