Las siete de la mañana. Era un día de perros. La lluvia helada caía desde el alba. La clínica de salud en el área de urgencias médicas estaba desierta. Era atendida por el médico de base y una enfermera.
—Enfermera. Dijo con voz grave el médico.
—Dígame.
—Por favor ponga agua a calentar.
—¿Para?
—¿No le caería bien un café calientito? Se hace uno y de paso me lo hace a mí.
—Hágaselo usted. Soy enfermera, no su sirvienta.
Si llegaba un herido lo atendían en profundo silencio, sin dirigirse la palabra. Tenían meses y solo se hablaban si era necesario, por ejemplo, cuando pasaba el señor director, ambos bromeaban y sonreían.
Ese día, el tiempo no estaba de buenas, y el médico menos, el desprecio de la enfermera había colmado su importancia personal. «solo le daré un susto a la enana». Ella también estaba de malas. Casi para llegar a la clínica pasó velozmente un auto y levantó una cortina de agua que la empapó.
Le dieron ganas de orinar. Los baños estaban hasta el fondo del servicio, a un lado del botiquín de instrumental y medicinas. Lo que más le molestaba era pasar frente al médico, que era mal encarado. Bigotudo y con el pelo siempre parado. Pasó sin mirarlo. En el wáter aprovecharía para cambiarse las medias y los zapatos.
Cuando quiso gritar, la mano cerró su boca; hábil, bajó su ropa interior «¡Vas a saber lo que es un hombre! Te quitaré la cara de seria que siempre tienes conmigo. Veras que de hoy en adelante me respetarás, sonreirás; y dejaremos de ser comidilla» El agua arreció, truenos lejanos. Dentro, el forcejeo fue substituido por caricias y besos. No llegó urgencia alguna.
A diario, sobre el escritorio del médico, aparecía en el florero un clavel rojo y en la mesita de ella, escondido entre la papelería un sobre y dentro, una barra de chocolate. Tomaban café en silencio, pero había un parloteo con los ojos que era un jardín en floración.
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