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Linda mañana, se dice. Lástima que siempre debo levantarme alterado por las noticias de la guerra. Sin emoción, apaga el celular, se levanta de la silla del consultorio, abre un aparador y saca de él armas y pertrechos. Con paciencia, se coloca el arnés militar y el chaleco de primeros auxilios. Sale, cierra la puerta, se despide de los pacientes y de sus compañeros, que lo ven con los ojos desorbitados y se muestran incapaces de creer que su colega y amigo se ha convertido en un exterminador. Éste se echa a andar en la calle, y a ninguno se le ocurre detenerlo ni alertar a la policía. Mientras camina a paso medido y centrado, siente un aire gélido que le sacude el diafragma del iris. No está llorando. Me duelen hasta los huevos de pensar en esa historia de los enanos que han estado enjaulados y muriendo de hambre por décadas a manos de un gigante decadente y orgulloso. Pobrecitos, resulta que se han quejado de su condición y en la refriega le han cortado un dedo. Me parece a mí que si le quito la máscara al enano más corpulento me aparecerá la del gigante. Siente el golpe del primer vientecillo fresco que anuncia la llegada del otoño. Sabe de buena tinta que la llegada de la lluvia y el frío simbolizan una especie de embalse mental que le sirve de desembocadura para drenar el río de ira acumulada por el ajetreo del verano. El gigante responde aplastándolos como a cucarachas. —Kafka vuelve a quemar su libro—. Qué mala onda. Nadie hace nada para detenerlo o pedirle que tenga piedad con el resto de los enanos. En cambio, le muestran su apoyo público, lo inundan de dinero y cuando les preguntas por qué no lo condenan, te llevan al otro lado de la sala, te dan unas palmaditas, te dicen que así es la guerra y que si sigues preguntando puede que accidentalmente te caiga una maceta del cielo, quien sabe si no del balcón del vecino. Qué se jodan. Pero piensa también, esta vez de buena gana, que el tren de borrascas que vio posteado como un gif en un tuit milagroso, le traerá su tan ansiada paz. A pesar de todo, debo obligarme a creer en que la Humanidad importa como especie. O talvez no. Quizá ya es demasiado tarde. Con todo y sus dudas, se dice que no reculará. Está hecho, dejémonos de papadas. Qué se jodan, vuelve a repetir. Además, yo estoy nadando en la puta mierda. No quiere ponerse nervioso y vuelve a pensar en el otoño. Las lluvias, imagina, mantiene a los vagos en casa. Adiós calor antipático, adiós saturaciones de emergencias, adiós secano largo y horroroso. Sigue avanzando con el arma alzada que lleva bala en boca; en su recorrido, va escuchando murmuraciones bajas que vuelan a ras de suelo en las esquinas de su barrio, Montufar, que, en los últimos años, es señalado como el origen de todos los males que aquejan a la sociedad. El puto trópico, escucha decir a unos jóvenes junkies de pelo reverdecido, que, acalambrados, se gozan de inyectarse en público. Malditos insectos, malditas cucarachas, malditas moscas y malditas ratas. Lo repiten desplazándose a cuatro manos, balbuceando palabras ininteligibles, con sus caras desfiguradas y jaladas parecidas a las de un juego de terror mal pixeleado. Algunos bailan subiendo y bajando las manos mientras quiebran las rodillas al ritmo de la canción ochentera «Everybody wants to rule the world», como si fueran unos miserables NPC del juego de Skibidi Toilet. Pobres diablos, se dice. Están perdidos y ya arden en su propio infierno. No se diferencian en mucho de aquellos tontos que nunca aprenden que la religión, la política y el odio es la mayor de todas las drogas. Acabarán todos muertos. Si fueran inteligentes, se pondrían a hacer algo útil, que es lo mejor que saben hacer.

Un grupo de abuelos, o lo que aparenta ser un grupo de abuelos porque allí todos se ven tan deslucidos y viejos como unos nonagenarios, pide limosnas en la mediana de la calle y se entretiene punteando las nubes en el cielo; se retuercen como unos chiflados y sus vocecitas, apenas audibles, babean. Pero el hombre, entre babas y escupitajos, entiende que indican que será un ciclo distintivo. Algo huelen, comenta pensando en él. Los compadece. Corrobora que a falta de comida y de cuidados, no les queda otra más que pasar los días drogándose con opioides en los bordillos del bulevar. Se carcajean como unos necios, mostrando asquerosamente sus boquetes sucios, desdentados, perforados en unas quijadas tan largas como las de un gorgojo infeliz. Por curioso que parezca, también ellos se quejan de la plaga de ratas, de las malditas ratas que corren de aquí para allá, nerviosas, encima de las aceras, sobre la largura de los cables, en los recovecos de las ramas, desde donde saltan para esconderse en los matorrales y hurgar en los cubos de basura.

Su marcha inevitable las ahuyenta, no con buen suceso, porque vuelven a apoderarse de las calles. Los ancianos descubren que va vestido de blanco y calza zapatillas deportivas; no tardan en darse cuenta de quién es. ¿No es ése el médico del hospital del centro?, murmuran con sigilo. No parece que vaya a curar a nadie. Más bien parece que va decidido a cobrarse una deuda impagable. Va como uno de esos hombres con los que no se juega, como ese tipo de jodidos que son un peligro para aquellos que se atrevan a retarlos. Como Clint Eastwood, su ojo gacho y su cigarro en la boca. No se ve alterado sino decidido. Joder. Ahora lo entiendo. Se me enchina hasta la piel. Observan que va abriéndose paso a través de las hojas y del excremento que inundan el empedrado de un caserón que engulle la naturalidad del barrio por su mal estilo megalítico y brutal. ¡Uy, uy!, exclaman. En tiempos como los de ahora en que la canícula de San Miguel espesa los malos humores, hay que andarse con tiento, porque todo mundo sabe que el Santo Arcángel se carga una buena espada anti-demonios. Seguro se cansó de tanta mierda y va a partirles la madre a todos esos hijos de puta del Pelucas Bailey. Y lleva el permiso de Dios.

No parece llevar prisa. Descubren además que el Médico musita algunas palabras, algunos rezos, como conjuros, y que habla consigo mismo mientras transita ataviado con su bata médica, un estetoscopio colgado del cuello, y, extrañamente, una Mini Uzi con un cañón de 254 mm y 600 tiros, que esconde atrás de la espalda; igualmente, lleva un chaleco repleto de granadas y empuña un machete largo. No por gusto los ancianos han empinado el entrecejo, sorprendidos, cuando lo ven circular como un justiciero temido. El Médico ha escuchado sus guasas y los saluda con cortesía. Se les acerca. Como no tiene nada en común de qué hablar, toca el tema del clima. Toda esta plaga, les dice, es señal de que habrá un invierno seco. No habrá un mataplagas natural. Da para ponerse a pensar en que no pinta para nada bien que vayan ya siete estaciones calurosas y nadie haga nada por corregirlo. ¿Por qué nadie hace nada en mi discurso?, se pregunta de pronto. Los viejos, asustados de ver aquel hombre armado hasta los dientes, repiten lo último que dice: Sí, sí, o sea, no, no. No pinta para nada bien, le dicen. El médico se ríe de su simplicidad. ¿Creen en el calentamiento global? ¿En Parravicini, Nostradamus o Walter Mercado? Parravicini dice que en el 2030 los polos se derretirán y los océanos inundarán las costas y no quedará más que Mendoza en Sudamérica y Utah en el Norte como ciudades prometidas a la americana. Lo vi en un documental argentino. Los ancianos no hallan qué decir y con sus bocas chimuelas le responden: Eso, eso. Uno de ellos parece cómo golpeado por un rayo en la memoria, y se atreve a preguntarle. ¿Usted es el padre, verdad?, y señala hacia el otro lado de la calle, hacia la mansión. Las he visto con usted en su consultorio. ¿No es cierto? El Médico vuelve a reír. Aquí van unas cuantas monedas, papaítos. ¿Puedo pedirles que no se espanten ante los hechos que verán pasar? Es un gusto haberlos conocido. Pierda cuidado, doctorcito, le responden, pierda cuidado.

El Médico se para frente a la compuerta; es enorme, azulada y carcomida por el óxido. Se alza como una defensa natural para el palacete. La resguarda el “guachimán”, un sicario al que llaman Daimón y que viste una remera a juego con unos pantalones de mezclilla rotos. No es el típico calvo lleno de músculos al que temía enfrentar, sino un jovenzuelo lánguido que fuma droga de una pipa amarillenta y encostrada. Parece que oscila entre dos mundos, el de los muertos vivientes. Con tanto dinero, piensa el Médico, y tan grandísima brecha de seguridad, hay que ser realmente tacaño o creerse la mamá de los pollitos. Daimón lo ve llegar y no se le ocurre otra cosa que masticar la idea fácil de apalear a un hombrecillo de mirada encorvada, semblante humilde y porte bofo. Habla fuerte, pero no articula bien. Está malhumorado, y el Médico capta que está aburrido hasta las putas bolas de hacer el “banderas” en aquella esquina, a la que detesta tanto como a su jodida vida. Odia nadar entre aquellas putas jeringas, que patea sin piedad porque no le dejan ver más allá de su presente; también odia lo que le depara el futuro, porque sabe que deberá pasar el resto de su vida como Caronte, cobrándole unas monedas a un sinfín de infraseres, so pena de rendirle cuentas a su patrón El Pelucas, que lo mantiene esclavizado día a día inyectándole pequeñas dosis de metadona y fentanilo. Niño infeliz, se dice el Médico. Su continente está lleno de odio. La cosa en sí de su existencia gira alrededor del odio y de este lugar fétido. Su cadena es larga y pesada, odio, odio, odio, odio a estos putos toxicómanos que me acompañan. Odio a estos malditos dormilones. Odio a estos malditos hedonistas. Odio a estos malditos neuróticos. Odio a todo aquello que se me ponga por delante. El Mundo no necesita amor sino desprecio.

El Médico advierte en sus curveados labios que la intención de Daimón es la de asaltarlo, sacarle las tripas y hacer lo que sea para detenerlo. Da la impresión de que antes quiere jugar con su miedo.

—Ah —lo recibe el espilocho Daimón, haciendo muecas y ademanes de simio; en su mente urde una estratagema, lo quiere todo, el arma, los cartuchos, el machete, las granadas y el alma; el adormecimiento mental lo hace incapaz de darse cuenta del peligro que enfrenta—, carne fresca, qué rico.

»Mi doc, ¿qué te trae por aquí?

»Hey, hey, le señala, apuntándolas con el dedo índice. Deja tus cosas ahí, en el suelo.

»¿Drogas, mi doc? Tengo las mejores. Te harán alcanzar el centro de la Vía Láctea»

El Médico no le contesta. En cambio, se engancha la culata de la Uzi a lo largo de los hombros. Anticipa que es un disparate que un ser tan intrascendente como Daimón sea capaz de hacer tanto daño, especialmente a los niños, y a sus hijas queridas. Se enrabia consigo mismo y con todo aquel que tenga un rol de autoridad. Fija su mirada en él, hasta que logra incomodarlo. Su espíritu le dice que levante el arma y le reviente los sesos a balazos. Eso estaría bien, recita. Pero soy un hombre razonable, ético, que está obligado a compadecerse incluso de los entes más oscuros e irracionales. Por el contrario, racionalizar es la clave para que no me vuelva loco y evite con ello cualquier desborde de pasión innecesaria y temprana. Espera, espera un poco más. Después de todo, es un jovencito ignorante que ha desperdiciado su vida para nada.

—Tú ya sabes, mi doc —continua hablando Daimón—. ¿Has venido por un vuelo, por un high trip? ¿Buscas problemas? Los tienes conmigo, claro que sí, mi champ. Vamos, venga, la plata y todo lo que tienes.

Un par de niñas se le acercan, le besan el cuello y le suplican por unos cuantos gramos. Daimón les avienta unas cachetadas que les rompe la nariz, porque interfieren con su trabajo de traficante y matón, y se ríe de ellas por ser una basura lambiscona y débil. Se enorgullece ante el Médico de su poder viril. Las chicas resisten. Porfis, Daimón, puedo darte lo que quieras. Una de ellas le hace la mueca de chupar la banana, sin prestarle atención a la figura del galeno que tienen enfrente, quien las ve con ojos de ternura y decepción. El Médico es su padre.

—¿Marilyn? ¿Helena? —les llama el Médico, riendo tristemente y con los labios trémulos—. ¿Están bien? ¿No las han maltratado? ¿Me reconocen? Soy su papaíto, y he venido a pedirles perdón. Todo ha quedado atrás, niñas. Les prometo una nueva vida. Viajaremos juntos hacia el Norte. He venido por ustedes, a recogerlas. Su madre se ha preocupado mucho.

—¡Papaíto lindo! —exclaman sorprendidas, felices de sentirse encontradas—. ¡Papaíto lindo, papaíto lindo, papaíto lindo…!

Las chicas por fin lo reconocen y corren a abrazarlo, mientras él les extiende los brazos, pero se alzan de una manera tan torpe y extraña, que caen de frente contra el borde de la acera y se rompen algunos dientes. Están intoxicadas.

El Médico suspira con suavidad, las levanta y las lleva al otro lado de la calle, a unos metros del sitio en el que duermen los ancianos; les recoge el cabello haciéndoles unas colas de caballo. Les alcanza un pañuelo, les besa la frente y les dice: Pórtense bien, niñas. Enseguida vuelvo. Están caen dormidas casi en el acto. El Médico se dirige hacia la mansión del Pelucas Bailey y enfrenta de nuevo al guachi Daimón. Con tono respetuoso y tranquilidad cívica, le pregunta:

—¿No recuerdo haber escuchado su nombre, joven? Bueno, no importa. Ya habrá adivinado mis primeros motivos. Mírelas. ¿Está usted de acuerdo con verlas así, perdidas? Pues yo no. Les debo mi amor de padre. Hoy estoy dispuesto a redimirme. Debo informarle que vengo por su jefe, el Pelucas Bailey. Así que, amablemente, por el bien suyo y el de los demás, le pido que me deje entrar a esta residencia. Como puede ver, mis acciones están justificadas, por no decirle que mi conciencia me llama a ejercer una labor de higienización social necesaria.

—¿Te has golpeado la cabeza, tío? —le responde Daimón, moviéndose como hacen los jóvenes liosos cuando se ven confrontados—. Vienes a mi casa, me ofendes y me causas un disgusto. También me dices que vienes a matar a mi jefe. ¿Te estás escuchando? Has perdido el juicio, tío. ¿Y todo para qué? ¡Por amor a unas putas zorras que a nadie le importan! ¡Hombre, no me jodas!

—Yo no lo jodo, joven —le contesta el Médico—. Ya le he dado a conocer mis motivos. Precisamente otro de los antes mencionados es la de volver a ese ideal griego de formar una juventud sana y atlética. Una mocedad que pueda estar libre de los efectos nocivos de lo que se almacena, distribuye y vende en este edificio. Considero que destruirlo es imperioso, indispensable y un compromiso moral para corregir esa desviación malvada que se ha normalizado en el imaginario popular como un ejemplo a seguir.

—Tú sí que no necesitas ninguna mierda para elevarte —se carcajea Daimón; rápidamente se suman otros toxicómanos para hacer también de defensores—. ¡Un traductor, un traductor, aquí, aquí, hey, hey! ¿Pero de qué hablas, tío? Nanay, nanay. ¡Alto ahí! ¿Quién te crees? ¿Denzel Washington? ¿Rodrigo Duterte? ¿Nayib Bukele? Vamos, acaba de entregarme todo lo que cargas contigo y deja ya de joderme la vida. Tú ni siquiera sabes para sirven esos cachivaches. Quiero el arma, el machete y los chalecos explosivos. ¡Y los quiero ya!

—Creo que no me he explicado bien —le responde el Médico, sereno—. Ante todo, civilidad y respeto al prójimo. Son valores que no deben olvidarse nunca. Valores, escuchó bien. Y sepa usted que solo las personas capacitadas y responsables pueden estar a cargo del manejo de este tipo de armamento. Gente adulta y mentalmente sana. Eso, para empezar, ya que usted es casi un niño, irresponsable, a todas luces. Después, mírese, nadie sabe si usted está vivo o muerto. Da hasta lástima. ¿Qué ha pasado con sus padres? ¿Y con los suyos? —acaba preguntándole a los demás que lo rodean.

Al escuchar esto último, el matón hace la finta de abalanzársele. Los demás le hacen señas como de garras de tigre. El Médico no se sorprende. Usted me recuerda a Pedro El Escamoso, pero en drogas, le espeta. Está muy flaco, sucio y con el pelo colocho lleno de piojos. No tiene ni veinte años y ya le hace falta toda la dentadura.

—No me fastidies, tío —le grita Daimón, adelantándose, furioso de escuchar el sermón.

Desenfunda un yatagán y le lanza, sin previo aviso, unos cuantos cuchillazos, que el Médico esquiva con la rapidez de un acto imprevisible, cortándole de un solo tajo el brazo con el filo brillante del machete bananero.

—¡Pero qué hijo de puta! ¡Diablos, diablos! ¡Me lo has arrancado de cuajo! ¡Oh, mierda, mierda, mierda! —grita adolorido, horrorizado, haciendo gestos de niño caprichoso que ve cómo su brazo ha sido cortado y yace frío y sin vida tirado como un juguete en el suelo.

El doctor limpia el machete y lo roza sobre un bordillo de la acera, acicalándolo del exceso de sangre. Unos espesos chorrillos caen de la empuñadura. Se le acerca.

—Consecuencias, joven —le dice el Médico—. Ahora ha quedado manco, como el Maclovio. ¿Sabe usted de quién es la culpa? Suya, señor mío, suya. Porque al Tunco Maclovio lo dejaron sin brazo por amor, y a usted por imbécil. Hay una diferencia. Admito que en el fondo siento la tentación de culpar a sus padres y maestros por no haberlo educado bien, pero como médico y padre de unas hijas descarriadas reconozco que hay personas que ya nacieron siendo estúpidas y no se les puede cambiar. Es harto difícil. Reconozco que es como cargar una cruz, con la excepción de que ya me cansé de hacerla del Cirineo. No se discuta más. Probablemente lo estoy aburriendo con mi discurso. Espero en Dios, si es creyente, que haya aprendido una lección valiosa, aunque dispénseme por habérsela enseñado de la manera menos deseable. Lo siento. Venga, que voy a curarle la herida.

—¡Tu puta madre! —gime Daimón, casi desmayado por el dolor, aterrado de la presencia perversa del médico, sufriendo de ver que del esqueje de sus huesos sale un gran chorro de sangre que salpica su cara y la de algunos de sus junkies, que salen corriendo, vomitando del asco; se siente tonto, traicionado por una realidad nueva y la llegada de una lógica común menos que esperada, en fin, se siente un desvalido mental—. ¡Loco hijo de puta! —le grita—. ¡¿Qué buscas?! ¡Qué, qué, qué…! ¡Déjame en paz!

—Cálmese, cálmese, por favor —lo aplaca el Médico de modo paternal, tratando de acercarse y sanarle la herida—. Ya le he dicho lo que busco. Venga, hombre, no se haga el rogado. Déjeme vendarle.

—¡Aléjate de mí, monstruo! —exclama, retrocediendo; se resbala y pega de bruces en el pavimento; se topa con su brazo y la visión de éste como si fuera un pedazo de basura le produce náuseas y desesperación—. ¡Auxilio, auxilio!

—Tranquilo, tranquilo —lo calma el Médico, acercándosele, con las manos en lo alto, en señal de confianza—. No se ofusque, mi amigo. Punto número uno: Antes aprenda de sus errores. Punto numero dos: No sea terco. Punto número tres: Me presento, soy el Médico Don Nadie, sí, el mismo que atiende en el hospital del centro, y, por lo pronto, necesito que se mejore, que se levante de allí y me lleve adentro. Usted será mi guía, mi lazarillo. Abra ese portón por mí y deje que me encargue de hacer una profilaxis ejemplar del sitio.

—Primero muerto antes de…

¡Pum! Un leve remolino de humo sale de la boquilla de la Uzi. Un convoy de balas le ha atravesado justo en la frente. Punto número cuatro: No me contradiga, le dice, mientras lo ve a los ojos, inexistentes ya, y al agujero sangriento que le ha deshecho por completo su fisonomía. Está de suerte. Ni siquiera sufrió. Siempre he tratado de conducirme con justicia en la vida, no como usted, guachimán del infierno, al que no le importó nunca que muchos niños hayan muerto en medio de una agonía larga y dolorosa, como les está pasando a mis hijas. —¿Verdad que sí? —les pregunta a los viejos que lo ven actuar desde el otro lado de la acera; sus hijas siguen desmayadas. —Sí, sí —le responden y añaden—: Aparte, era un tipo malo. Amaba matar gente inocente solo porque le daba la gana. Mató no una sino varias chicas que lo despreciaron por homicida. Ese hijo de puta no volverá a despertarse jamás ni a maltratar a nadie.

No se olviden de su puto padre, les dice. También él tiene que ver por su mala conducta. Alza el brazo, levanta el dedo gordo en señal de okay y se despide. Comienza a buscar el carnet de identificación entre sus pertenencias. Rodolfo. Rodolfo, se dice cuando lo encuentra; hace una cruz en el aire y reza: Bueno, qué Dios lo tenga en su santa gloria, hijo mío. ¿Ve cómo la desobediencia y el irrespeto a los mayores causan problemas? Pero usted era ya un hombrecito que conocía al dedillo lo que era el bien y el mal. Así que no se escude. ¿Ah, el sistema?, dice. Puede que sí. Mírese. Maldito sistema. No se preocupe. Hoy lo reiniciaré, hoy le haré reboot. Si me lo permite, debo dejarle.

El Médico abre el portón después de pasar la tarjeta por el escáner. Cierra el pasador con absurda delicadez. Antes escucha una voz grave que grita por el intercomunicador: ¡Acaben con ese mal parido, pero ya, para ayer! El Médico mueve la cabeza de lado a lado, sonriendo campechanamente. Con pasos lentos, avanza como si pidiera perdón por allanar aquella propiedad. Antes de llegar al pórtico del edificio, limpia las hojas y la basura que cubren el patio. No está bien vivir en medio de la mierda, se dice, aplanando los pliegues del pantalón. A veces creo que padezco algún toc como el de los alemanes. Pero lo de aquí se trata simplemente de higiene y orden. Siente que esta acción justifica su entrada, reconfortándolo de tal modo que piensa que si el dueño lo llegara a increpar, sabrá decirle que su allanamiento no fue solo por placer sino por ayudarlo a mantener el decoro, aunque esto signifique que haya ingresado para matarlo. El lugar está repleto de suciedad, hay montañas enteras de mierda y basura, y apesta como en un crematorio municipal. En su rostro no hay ni una gota de molestia por lo que ve y huele, solo un sentimiento y una necesidad de hacer algo meritorio para desinfectarlo todo.

Ni él sabe a ciencia cierta por qué ha tomado la decisión de convertirse en un limpiador social, o en justiciero, como les llaman en las Películas del Oeste. Cree saber que ha sido por las ansias de liberar a sus hijas de la droga, pero en el fondo sabe que ni matando a un millón de Pelucas eliminará su adicción. Tiene que haber algo más. A veces cree que se trata de un gen recesivo, de una configuración defectuosa y hereditaria. Sabe que tiene que ver con una incomodidad interna que ha estado allí desde siempre, un resabio psicológico que no ha podido encontrar su salida a la laguna. Hasta ahora. Por eso he aparecido aquí, sin que haya tenido la voluntad inicial de hacerlo, en esta casa maldita, empujado por un campo invisible que me escuece, como se escuecen los cuantos en la nada. Quizá la realidad sea que, agotado por tanta emergencia en el hospital, donde ha visto llegar a miles de jovencitos ahogados en sobre dosis y bestialmente muertos a causa de todos los efectos del narco, la calamidad de estas visiones le haya provocado una deshumanización mental colocándolo al mismo nivel de su némesis. Quizá haya sido por el hastío de estas rutinas largas y exprimidoras. O por la indiferencia de la sociedad. Talvez por la normalización campante de la barbarie. Quizá en el fondo es un verdadero asesino y por fin ha cobrado valor para salir del closet. No lo creo. En todo caso, debajo de cada gran explosión, hay un gran detonante. Para el Médico, ha sido el silencio. Pues sí, la culpa la ha tenido el silencio. Hoy ha llegado el puto día en que le ha reventado los putos huevos. El monstruo ha caído justo en medio del seno de su familia, con la intención crónica de devorarle a sus hijas. Ha decidido que no lo permitirá. No más. Por eso ha salido de su consultorio, armado a más no poder, caminando solo por el bulevar, mientras ha venido mascullando: Si ustedes quieren seguir guardando silencio, callados, sin denunciar, lo acepto. Para mí está bien. Solo espero que no me estorben. Acepto que te sople a ti, padre de familia, que te sople a ti, vecino, te sople a ti, Policía, y a ti, Ejercito, y a ustedes, líderes comunales, y a ti, Alcalde, y a ustedes, sacros Ministros y a usted magnánimo Señor Presidente. Muy bien. Muchos de ustedes sacan ganancias de ello. Pero yo no. Muy bien. También acepto que les valga verga hasta que no la sientan bien metida. Entonces me llamarán loco, lobo solitario, menos justiciero. Lo acepto. Sigan en silencio. Pero yo no más. Sé quién es el culpable e iré por él.

Justo en el vestíbulo sale una mujer a recibirlo. Contornea su cuerpo y camina con los brazos de revés como lo hacen los junkies allá afuera. Danza como si estuviera poseída por demonios cristianos o por geniecillos mahometanos rencorosos. Al verlo venir con la Mini Uzi, saca una Kalashnikov del espinazo, lo apunta, en tanto que comienza a cantar una melodía ingenua pero perversa:

«Morir de amor/ es la mayor apología del dolor/ dar tu vida por mi error/ morir de afecto / ven ayúdame a limpiar tus pecados en mi aliento…»

Antes de que siga con su canto meduseo, el Médico la corta a pedazos con una ráfaga de plomo. Los ojos de la mujer se abren tanto que no puede creer lo que le está pasando. Protesta, protesta de furia y rabia. Había fracasado una vez, creyó haberlo superado, y vuelve a fracasar, esta vez a perpetuidad. Antes de morir, se acuerda de ella misma, acostada en su cama, pasando horas escuchando música, «Lucy in the Sky with Diamonds», aislada, con los audífonos a todo volumen para evadirse de la locura de su madre. Es de noche, mamá me toca la puerta varias veces. Hija, ven, ayúdame. Voy a morir. ¿Tienes cocaína? ¿LSD? ¿Alcohol? ¡Lo que sea, maldita niña! ¡Abre, abre! Pienso que en el fondo la adicción de mi madre puede esperar al día siguiente. Cuando amanece, está muerta. Se ha caído de la baranda y se ha quebrado las cervicales. Es mi puñetera culpa.Ahora que está ahí despedazada a tiros, siente dolor, pero es un dolor físico, para nada poético, aun así menos doloroso que aquella hemorragia del corazón. Es horrible y por ello casi que le ayuda a alcanzar la paz. Vuelve a ver el rostro arrugado por la desesperación de su madre. Nunca pude pedirte perdón, mami. Quiero decirte que te amo. Eres la única persona a la que he amado en este mundo. Por lo que grita, pidiendo al cielo una oportunidad de redimirse. Nadie la escucha y exclama con desesperanza, ¡No, no, no, no, no, ¡no!

—Pobre niña —le dice el Médico, viendo el sufrimiento dramático de la mujer—. No conozco tu historia. Pero lo que sí sé es que te regocijabas del asesinato de inocentes, mientras glorificabas su tortura con tu canto mefítico. Hasta que te tocó morir a ti, sin el perdón de nadie. Cuánto lo siento. Ahora lo sabes. Entiendo que la solución que buscaste para tu vida, resultó ser otro engaño descomunal. Estoy consciente de que eres culpable de tus homicidios, pero no de tus adicciones ni de tus desgracias. Solo recuerda ahora que te recibirá San Pedro que el único medio para el amor y la paz es la empatía. No tu forma de escape, que desahogabas en el amargura de otros. Una pena.

El Médico finalmente entra en la antesala de la casa y sigue caminando con su paso medido hacia el salón. Escucha la voz de una radio portátil que dice: «Quiero la cabeza del maldito bastardo, Sísimite». La ubica en lo alto de un candelabro y advierte que un viejo de dientes derruidos y nariz de brujo salta para aniquilarlo. Posee un grito peculiar que irrita los oídos, en una frecuencia molesta, como el tinnitus. Tiene la apariencia atávica de un espectro, cuya peculiaridad consiste en que tiene colocados los calcañales hacia el frente y la planta de los pies retorcida hacia atrás.

El Médico le dispara antes de que caiga al suelo. Éste se retuerce, cruzado por otra ráfaga mortal de veinte tiros. Pero continua vivo y ve a los ojos del Médico con estupefacción. Se da cuenta de que su maroma ha sido una necedad. Debí esperarlo sentado en el sillón y dispararle justo antes de llegar a la sala, como hizo papá aquella noche en que mamá llegó del bar en altas horas de la noche. Nunca fui tan listo como él. Jamás lo fui. Además, tengo psicosis y no puedo evitarlo. Siento angustias en el estómago si no logro cometer una estupidez, si no siento que evado mi responsabilidad. El Sísimite se ha dado cuenta de que está mala ejecución desnuda lo que ha sido su proceder en la vida y en sus pensamientos. Todo es una mentira, se dice. Pura adicción. No ha sido nunca el listillo que creyó ser desde siempre. Ni siquiera era un sicario preparado porque un pinche médico de profesión lo ha asesinado sin gracia. Merecidamente, soy un memo. Es duro saberlo. Exhala una sola vez y muere.

El Médico recorre el salón. Sabe que el jefe, el mero torón, el Pelucas Bailey, lo espera en la habitación de arriba, a tres pisos de distancia. Deberá ir a por él, no sin antes matar a cada uno de sus matones. No será fácil, pero tampoco imposible. Coge su Mini Uzi con la mano izquierda y el machete bananero con la derecha. Su bata apenas está manchada de sangre, aunque tiene unos pocos lunares en los muñones. Tratará en lo posible por mantenerse inmaculado, porque la pureza de corazón debe verse siempre reflejada en el exterior como un recordatorio para aquellos arteros de que la buena voluntad existe, a pesar de sus balandronadas. No soy un santo, pero la perfección está en los detalles, se dice. Viejo adagio.

Abandona la sala y ve las escaleras por donde ascenderá hacia el cuarto piso. El sonidito de un click, le advierte que comienza la recepción explosiva. Muchas sombras le salen al paso, con tal virulencia, que se parecen a esas almas que sufren a montones en la oscuridad de un abismo. Pero van organizados como los Storm Troopers, una línea de disparo detrás de la otra. El Médico conoce la estrategia de cómo contenerlos. Arranca unas cuantas granadas del chaleco y las hace estallar. Pedazos de carne saltan y chocan contra las paredes y los objetos. Hay humo y polvo por todos lados, ayudándole a camuflarse, apuntar y disparar a mansalva. Descerraja hacia lo alto, a los lados, abajo, inclinado, recostado, a media altura, a la carrera como en los ejercicios de los equipos de Armas y Tácticas Especiales, derribando y pateando cuerpos destrozados. Coge las cadenas del candelabro y cuelga cadáveres de sicarios en los barandales del segundo piso, más por placer inhibido que para efectos propagandísticos. Después rompe una pared y remueve de ella unas paletas de madera con las que empala más cuerpos. Lo hace sin ningún aspaviento, con el rostro serio y templado, pero un vahído orgásmico acaba por delatarlo. Unos calambres lo electrizan, fluyendo como si fueran el líquido caliente de una jeringuilla, y pronto se siente liberado de cualquier compás moral. Joder, se dice. Pura adrenalina, papá. Se desata. Por ello, a medida que avanza, va decapitando cadáveres sin parar, hasta que el brazo le empieza a doler del cansancio. Une las cabezas con un lazo y forma eslabones largos, que arrastra mientras alcanza a llegar al cuarto piso. Parece un niño que carga un peluche peludo y rojo en Nochebuena. Una vez allí, busca la estancia del Pelucas Bailey, la encuentra, derriba la puerta y se lo avienta. El Pelucas le responde con un gritito de espanto y con una ráfaga de tiros.

—¿Qué buscas? —pregunta el Pelucas—. ¿Por qué estás aquí? ¡Sal de mi casa si en algo aprecias tu vida!

Esto último lo dijo con una vocecita más de auxilio que de amenaza, en tanto que le deja ir otra ráfaga por si se atreve a allanar la habitación. Desde afuera, el Médico puede oler el nerviosismo de su bestia negra. Resume a frío, humedad, vejez anticipada, temor e incertidumbre. No puede compadecerse de él. Siente cólera, siente ira, siente desprecio, siente que es injusto que este «torón», este diablo omnipotente y omnisciente, que tanto daño le ha hecho a la sociedad y a su familia con sus prácticas abusivas de terror y actividades nocivas, esté temblando del miedo como una chiquilla. Como un puto marica. Esperaba una mayor oposición, incluso una lucha cuerpo a cuerpo, como hacían los grandes hombres de la Antigüedad, como Ajax y Héctor que se lanzaban rocas gigantes, y no las quejas y preguntitas sin sentido de este mariquita que dispara como una loca mientras se caga en las panties. De pronto, por instinto o por automatismo, el Médico mete una mano a la bata como cuando opera en su consultorio. La saca del bolsillo y le echa un vistazo. Un líquido espeso, mezcla de pólvora y sangre, se la ha puesto negra. Esto lo despierta de la pesadilla. Su bata médica tampoco está blanca, sino roja, completamente roja, salpicada de sangre. Un cansancio irregular le ha caído de presto. También siente remordimiento. Cierra los ojos, pero estos se le abren porque no pueden contener la gran cantidad de lágrimas que se le descargan de los lagrimales. Acaba de descubrir algo terrible de sí mismo. Los labios le explotan de emoción. El Pelucas sigue pidiendo explicaciones pero el Médico no puede hablar. Tiene el corazón herido, y duele.

Así se siente cuando vuelves del viaje, se dice. Decepción. Desolación. La nada. Me he convertido en un asesino, como él. He faltado a mi juramento, me he faltado a mí mismo, como hombre racional y cívico que soy. Lo peor de toda esta desgracia es que quiero más. Y eso sí duele.

Ha acabado con toda la organización criminal. El Pelucas Bailey lo espera, allá, débil y tembleque, escondido debajo del escritorio, en el fondo de la habitación. Puede matarlo con una granada. O aniquilarlo con la precisión alta de la mirilla. Puede hacer tantas cosas ahora que se siente un dios de la muerte, ahora que por su cuerpo fluye el dulce néctar de la maldad y la tortura, el que finalmente le anestesia aquella incomodidad interna y perenne.

¿Cómo puede surgir lo bueno de lo malo?, se dice el Médico antes de dar el último paso, con su bata blanca cubierta de plasma humano. Las dudas lo asaltan. Después de todo, es un médico y no un asesino. Vuelve a cuestionarse. Cómo puede entonces surgir la verdad del error. La luz de la oscuridad. La libertad de la esclavitud. La felicidad de mis hijas de la muerte de este cobarde. Aquel sabio mofletudo nunca se equivocó: No es imposible. Me confieso. Han sido mis intenciones morales y las inmorales ocultas, mis instintos primarios, los que han constituido mi auténtica justificación para proceder con terror y sangre y salvar con ellos a toda una generación de jóvenes. Soy, en este punto, el espíritu vivo de la Naturaleza. Soy a la vez un ratón y un lobo, un enano y un gigante, agua y fuego, un grano de arena y una montaña, primavera y otoño, un dador de vida y de muerte. Soy incontenible. Soy irresistible. Soy derrochador. Soy inmedible. Soy justicia. Soy Ley. Soy Orden. Soy Injusticia. Soy Fuerza. Soy Desorden. Soy Ojo por Ojo, Diente por Diente. Estoy en todos lados. Soy la cosa en sí misma.

El Médico entra a la habitación. «Híncate», le dice. «Cierra los ojos, Pelucas Bailey. Morirás tal como la viviste. Ahora di adiós.»

Texto agregado el 20-10-2023, y leído por 276 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
25-10-2023 Se me hizo largo, compa, pero interesante el cierre. Ese combatiente que termina sucumbiendo a lo mismo que combate. La violencia también puede generar adicción. La paradoja de combatir lo malo cayendo en la maldad. Tiene sentido. Te señalo "espectro fantasmal" me sonó redundante, quizás sea una frase hecha, si es así, no consideres el comentario. Buen cuento. Dhingy
23-10-2023 Lo intenté, pero no me sedujo el inicio. Abrazo. sendero
22-10-2023 Demasiado forzado un matón no daría tiempo a que Papa se reúna con las niñas. Unas niñas adictas no volverían con papa cuando están en fase de craving, van a hacer lo que el matón diga. Las escenas de acción necesitan mas descripción. No esta mal pero se hace un tanto pesado de leer. luisgerminalmunozsalvador
21-10-2023 En la sala de un hospital a las 9:43 nació Simón. Es el verano del '56. eRRe
 
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