Yo era chico cuando mi papá se suicidó. Tenía 12 años y lo recuerdo a mi padre como alguien amable que me llevaba a jugar a la pelota y remontar barriletes los fines de semana. Era médico. Tenía su reconocimiento en el pueblo. Muchos clientes, ganaba buen dinero, atendía gratis a los pobres. Todos lo querían.
Recuerdo la situación abrumadora, la multitud en el velorio, entorno al cajón. Nadie podía entender cómo y por qué un hombre exitoso y feliz se suicidaba. Yo tampoco por supuesto.
Tuve un sueño. Yo estaba parado al costado de una ruta, hacía frío, el cielo naranja (no podría decir si era amanecer o crepúsculo). Alguien me perseguía, yo tenía miedo, de repente se detuvo un camión y se bajó mi padre. Nos abrazamos. Subite, me dijo, escapemos. Y cuando me senté en el camión y me di vuelta para verlo manejar, me desperté.
Esa tarde recordé el sueño. Estábamos Fiorito, el Bobo Calvino, Merluza y yo al pedo en la esquina, fumando, mirando pasar la vida en el pueblo. No sé por qué empezamos a hablar de lobos marinos. Que tenían un estómago donde podían entrar 150 sardinas. Alguien dijo que Mar del Plata estaba llena de lobos marinos. Recordé el sueño de mi padre, la imagen de él manejando, su presencia benévola.
¡Vamos a Mar del Plata!, dije.
¿Cuándo?
Ahora, ya ¿Vamos?
Vos estás loco
Dale ¿Vamos?
¿A que no te animás?
Sí, boludo, claro
¡Dale!
Salimos corriendo para nuestras casas. Pedimos algo de dinero, una frazada, un par de mudas de ropa. Mi mamá no entendía nada, pero la pobre, desde que papá no estaba no sabía decirme que no. Al rato estábamos haciendo dedo en la ruta. La valentía es una virtud de la adolescencia, los adultos le dicen inconsciencia.
Una chata nos levantó y nos llevó hasta la ciudad de Rosario. Yo sentía la inexplicable certeza de que ese viaje me iba a dar respuestas sobre mi padre. Mi mamá a menudo me hablaba de él, yo no preguntaba mucho, pero ella sabía que yo me moría por saber más de él. Asi que cuando mirábamos televisión solía decir: este programa le gustaba a tu padre, o cuando comíamos: a tu papá le gustaba comer esto y lo otro.
En rosario nos colamos en el tren. Hasta la noche estuvimos escondiéndonos en los baños o debajo de los asientos cada vez que pasaban los guardas. La noche cayó cuando la luna le ganó la pulseada al día. Un hombre fumaba en el asiento donde estábamos. Era barbudo, mirada melancólica, como alguien que ha vivido mucho, a quien la vida le había dado suficientes palos en el lomo como para finalmente vivir satisfecho con poco, reconciliado con el trocito de paz al que puede aspirar cada tanto, aunque sea una vez al día, en algún momento. En un momento el hombre rompió el silencio y monologó sobre la vida frente a nuestras orejas atentas. Habló de los sueños, de la intempestiva realidad, de cómo el hombre tiene ideales, se empecina a negarse alcanzarlos y cuando los alcanza no los disfruta o los destruye. Habló de que los trabajadores tenaces sostienen al mundo pero que los locos son los que garantizan el progreso y las revoluciones. Que todas las revoluciones tienen el mismo fin, el poder de unos pocos. La vida es una experiencia íntima, dijo y siguió hablando y en algún momento él se quedó en silencio y nosotros dormidos.
En el medio de la noche me desperté. Fiorito dormía sobre el hombro de Merluza a quien le chorreaba un hilo de baba sobre el cabello de Fiorito. El Bobo Calvino miraba hacia fuera, las sombras de la pampa y la noche espléndida y estrellada. Me restregué los ojos.
Bobo, le dije. Le decíamos bobo pero él no lo tomaba a mal, tampoco era un insulto, era simplemente que lo llamábamos así y ya no sabíamos bien por qué.
¿Qué pasa, Ale?
¿Cómo es Mar del Plata?
Que se yo, Ale. Debe ser una playa grande con muchos lobos marinos. Dicen que hay un casino.
¿No tenés miedo?
No, o sí, un poco.
Yo también.
Nos quedamos en silencio. Un rato. Mirando por la ventana con la nariz pegada al vidrio.
Acompañame, me dijo el Bobo
¿Adónde?
Vos acompañame.
El Bobo salió al pasillo y después me guió afuera del vagón. Se escuchaba contundente el ruido metálico de la ruedas sobre las vías. El Bobo empezó a trepar hacia el techo del vagón.
¿Adónde vas, Bobo?
Al techo
¡Estás loco!
Sí, estoy loco, pero vos también. Seguime.
La chapa del techo estaba fría. Nos aferramos al borde con las manos. Soplaba un viento fuerte.
El Bobo de repente apoyo una rodilla, se soltó del borde y de un esfuerzo se puso de pie. El viento sacudía su remera. Abrió los brazos. El tren avanzaba y el Bobo Calvino como un ángel o un Dios parado en el techo de aquel vagón que parecía el único vagón de la noche y el mundo.
Copiame, Alejandro, dale, me dijo.
No me animo
Dale
Tuve muchísimo miedo, pero al verlo ahí, al Bobo, me envalentoné y no me importó nada de nada. Me paré junto a él. Abrí los brazos.
El viento amenazaba con arrancarnos en un remolino atropellado y arrojarnos a las vías pero nada importaba.
¿Tenés miedo?, preguntó el Bobo.
Miré hacia el cielo oscuro y estrellado.
No, dije.
Dios existe, Ale, me dijo. Entonces lo abracé por las espaldas. Me puse a rezar y él también lo hizo.
La mañana nos encontró haciendo lo que todos hacen en el tren, mirar por las ventanas. Mirar casas en medio del campo, vacas, siembras, molinos. Súbitamente vimos aparecer desde la parte delantera del vagón y desde atrás a dos guardas y dos policías. Nos zambullimos debajo de los asientos pero la escena terminó con nosotros expulsados y viendo el tren alejarse, llevándose su ruido metálico, dejándonos al costado de la vía en medio de la nada.
Nos sentamos sobre los rieles y mientras ellos discutían como seguir, yo me quedé en silencio, abrumado por una sensación de desamparo, anhelando que mi padre apareciera con un camión a llevarnos. Recordé el momento en que encontramos a mi padre colgado del baño. En el momento que lo descubrieron yo no estaba en mi casa. Cuando llegué mi madre y mi hermana lloraban sin consuelo. Mis dos tías dijeron algo sobre mi padre, pero esas cosas que se dicen que no dicen nada. Quise ir al baño e intentaron atajarme pero me escabullí. Abrí la puerta, ellas me gritaban, y entonces lo vi a mi padre colgando como un caballo noble y muerto.
Decidimos caminar hacia el sur, lo que creíamos era el sur por la ubicación del sol y las vías. Hacia calor. Nos quitamos las remeras y caminamos. Después de unas horas nos ardía el lomo. El Bobo Calvino era muy blanco y se había puesto colorado como un cerdo. Pasamos junto a algunas casas pero no nos animamos a acercarnos. Pero cuando el sol se plantó en el centro del cielo indicando el mediodía nos empezó a picar el bagre. Hablamos de asados, de fideos y papas fritas. Más allá de una tranquera, al final de un camino de tierra, rodeada por unos árboles, había una casa. Decidimos ir.
Golpeamos las manos. Había patos, gallinas, y unos cerdos se veían en un chiquero más allá. Tres perros nos toreaban así que estábamos más cagados que el techo de un palomar. Al final salió un tipo de la casa. Apareció abriendo la cortina de tiras verdes con el brazo. Estaba en musculosa blanca, pantalón corderoi y ojotas. Tenía el pelo revuelto con mechones blancos junto a las sienes. La nariz era redonda, grande y roja. Abrió la boca, inmensa, y gritó:
Bienvenidos, muchachos, los esperaba.
¿De qué carajos habla?, preguntó Fiorito por lo bajo.
¿Qué se yo?
A lo mejor nos conoce.
¿Còmo nos va a conocer, pelotudo?
Caminamos hacia el tipo. Se dio cuenta que le teníamos miedo a los perros y los espantó. Nos hizo pasar a la casa. Nos sentamos a unas sillas de madera y paja. Sobre la mesa un mantel cuadriculado en azul sobre blanco, un cuaderno, una botella de miel, dos carreteles de hilo, una lapicera.
El hombre nos ofreció agua y bebimos. Después sacó una bondiola y pan. Comimos arrebatados. Volvió a decir que nos esperaba. Que él podía comunicarse con los marcianos y que ellos le habían dicho que iba a ser visitado por seres que le enseñarían los secretos de la vida. Nosotros no entendíamos nada. Pero teníamos tanto hambre que seguimos comiendo hasta terminar con la bondiola entera.
Tenían hambre, muchachos, dijo el tipo.
Vamos a Mar del Plata, dijo Merluza.
¡El mar! El océano es el origen de todas las preguntas.
Entonces sin pensarlo dije:
Mi papá se suicidó cuando yo tenía 12 años.
Un silencio.
Profundo.
Un perro entró en la casa jadeando ladró un par de veces y se fue. El hombre se cubrió la cara con las manos y se largó a llorar.
Nosotros lo observamos mientras él lloró unos cuantos minutos a lágrima suelta y con espasmos. Después sin decir nada se puso de pie, fue hasta la habitación y volvió con un revolver. Lo colocó sobre la mesa.
Todos los días de mi vida pienso en volarme la tapa de los sesos, dijo.
Entonces tuve la necesidad visceral de preguntarle, de interrogarlo, por qué alguien desearía matarse? por qué mi padre siendo buen tipo, querido por todos, exitoso había decidido colgarse. Pero no hizo falta preguntar, el tipo se sinceró y habló de un odio feroz enquistado como una cuña en su carne, en su pecho. Era odio hacia alguien que lo había despreciado, que lo había rechazado y olvidado. Describió una imagen, unos ojos y una risa despiadada y él con hambre y frío. Pero concluyó diciendo que nuestra llegada era un mensaje de que no debía suicidarse.
El Bobo Calvino interrumpió el encuentro mostrando unas ampollas descomunales en la espalda y los hombros que le ardían como si le estuvieran apoyando un fierro caliente, dijo. Ese fue el principio del final. El tipo se olvidó de lo que estaba diciendo y casi saltando de su silla dijo que nos llevaría al hospital. Y lo hizo. Nos despedimos con gestos de amabilidad y agradecimiento y nos metimos en el hospital. Al Bobo Calvino lo llenaron de trapos húmedos y después lo sumergieron en una pileta llena de agua. Llorisqueaba del ardor. Fiorito, Merluza y yo terminamos sentados en la sala de espera, en íntimo silencio, sabiendo que después del Hospital nos volveríamos a casa.
Al rato un médico nos llamó, era de edad avanzada, con la mirada certera de alguien con experiencia, el temple de alguien que conoce del dolor humano como ningún otro. Nos dijo que Calvino iba a tener que pasar la noche internado. Y de una cosa a otra terminó siendo un conocido de mi viejo. Cuando lo nombró estalló en una carcajada de alegría y exclamó que claro: sos igual a él, dijo. Esa sola frase me estremeció y no sé por qué pensé en mi suicidio. La imagen de mi mismo colgando una cuerda de una viga en un galpón lleno de heno. Él médico no sabía que mi padre se había suicidado y yo tampoco se lo dije. Me contó de una noche en que entre él y mi padre fueron a recojer un pibe de 14 años a quien le había cortado las piernas un tren. Fue un relato lleno de sangre, gritos, y un chofer de ambulancia emocionado y contento por la aventura.
Llegamos de vuelta al pueblo unos días más tarde haciendo dedo de camión en camión. Entramos en la calle de nuestras casas como victoriosos soldados de una revolución perdida. Orgullosos, harapientos, con ganas de comida de mami, ducha y cama tibia. Cuando entré en mi casa y vi los ojos de mi madre supe que el viaje me tenía preparada las respuestas a las preguntas sobre mi padre justo sobre el final. Mi madre me abrazó. Muy fuerte. Me llevó a la mesa, me trajo otra remera, me sirvió un plato de sopa con calabaza y una pata de pollo. Empecé a dar sorbos con la cuchara y fue entonces cuando apareció desde la pieza con una pila de cuadernos azules. Los puso sobre la mesa.
Son los diarios de tu padre, los encontré, dijo. Acá está la verdad.
Los empujó hacia mí.
Sentí muchísimo miedo, y después intenté contenerme pero unas lágrimas me chorrearon por los cachetes hacia el piso.
Leelos cuando quieras me dijo mi madre y se fue a acostar.
Yo agarré los cuadernos, los miré, los pasé de una mano a la otra, los acaricié, sentí su olor. Imagine a mi padre escribiendo sus secretos en esas hojas y volví a llorar. Entonces me puse de pie, salí al patio, la noche reventaba allá arriba, agarré un bidón de nafta y me quedé mirando como aquellos cuadernos ardían en un bello resplandor que se llevaba lejos, muy lejos, esas cosas que yo no quería saber.
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