Al acercar la cabeza al vidrio esmerilado de la puerta reconoció la voz de Ezequiel Acevedo, el gerente de contaduría. No había nadie más en el pasillo. Prestó atención unos segundos, se alejó de la puerta y golpeó dos veces. Llevaba una carpeta marrón aferrada al pecho en la mano izquierda, al no oír una respuesta volvió a acercar la cabeza al vidrio y oyó la misma única voz, entonces entró a la oficina y vio al hombre que hablaba con el celular en la oreja derecha parado junto a la ventana, le hizo una sonrisa a modo de saludo y se sentó en una silla frente al escritorio. El gerente bajó un poco la voz. Lloviznaba y algunas gotas entre gotas fijas bajaban en zigzag por el vidrio. Sí, más tarde puede ser, dijo. Quedó a la escucha unos segundos mientras deslizaba dos dedos por el vidrio como siguiendo el recorrido lento del agua con los ojos fijos en ellos. ¿El lunes te dan el auto recién?, dijo volviendo tal vez sin intención al tono de voz original. Quedamos así y después te paso a buscar. Tarde, sí. ¿El martes recién? Bueno, no hay problema, mañana también te llevo al laburo, dijo, apoyó las cinco yemas de la izquierda en el vidrio y así, con el apoyo en los dedos o como si la ventana pudiera caérsele encima, giró para observar a la mujer en la silla frente a su escritorio siempre atento a la voz del otro lado. Bueno bueno, pero no te olvides que esta tarde no estoy en la oficina, dijo.
—Qué dice Amanda —preguntó Diana mientras él guardaba el teléfono en un bolsillo. Se levantó de la silla y se le acercó hasta quedar de frente.
—Cómo sabés que hablaba con ella.
—A esta hora siempre hablás con tu mujer, papu. Qué estructurados algunos. Hoy jueves me toca a mí —le habló con los brazos hacia abajo sosteniendo la carpeta con las manos a la altura de las rodillas.
—¿Te pediste la tarde?
—Claro. Toca clínica, jefe. —Se le inclinó de tal manera que él sintió que iba a besarlo y no supo cómo reaccionar, pero nada sucedió.
—¿Comemos algo? —dijo él.
Para Diana Ezequiel Acevedo era algo más que su jefe; se conocían hacía unos cuantos años, se contaban sus cosas. La primera vez fue más bien un impulso de ella, un «por qué no» propiciado por el intercambio diario de creciente confianza en el ambiente laboral, por las bromas que solo entre ellos podían hacerse y que solo ellos entendían si había alguien más, sentados a la mesa del almuerzo o en alguna reunión en el sector o en las salidas de fin de año, por esa manera de elogiarle la ropa y la figura tan natural en él como si supiera el momento justo o necesario de hacerlo, por esa elegancia sencilla sin accesorios que iba perfecta con el aplomo del tipo de hombre equilibrado y enérgico que debía ser para una empresa y sus empleados que hasta combinaba con la ropa y la loción de afeitar que ella hizo tan suyas. El impulso de aquella primera vez también fue pocos días después de la sorpresiva muerte de su padre aunque Diana no hizo ninguna relación. El jefe parecía acompañarla a diario en su duelo más que su propia familia, acompañamiento que no era extraño de darse en esas nueve horas de oficina compartidas cuando Acevedo estaba ahí con su perfume y un vaso de café en cada mano. El día anterior, o mejor dicho el día anterior al anterior al de la primera vez, Diana llegó a su casa como siempre cerca de las 7 de la tarde, dejó la cartera, el abrigo y las llaves, abrió una ventana para que pudiera salir el gato que se le enredaba entre los zapatos, se tiró en el sofá y oyó la música desde la habitación cerrada de su hijo. Algo le resultó desconocido, nuevo pero espantoso; el muchacho ya tenía diecisiete años y Diana sintió de repente que sabía poco de él y que se le había pasado el tiempo de conocerlo como supuso entonces que debía conocer una madre normal a su hijo adolescente. Estuvo sentada unos largos minutos. Metió en la bacha unas tazas sucias que encontró sobre la mesa, vació de los restos de una manzana un plato que también estaba sobre la mesa en el tacho de basura. Por algún motivo se detuvo en la secuencia de estas pequeñas acciones, una tras otra, como si de eso se tratara todo hasta el final, las cosas sueltas, esa música desconocida y su hijo que no se había enterado de su llegada. Fue por inercia hasta el teléfono a hacer la llamada de casi todos los días y con el aparato en la mano cayó en la cuenta de que ya no sería posible. Cortaba una cebolla después cuando oyó que su marido entraba el taxi al garaje. A la mañana siguiente y como de costumbre Acevedo le preguntó cómo estaba; ella le hizo un chiste con doble sentido, quiso saber cómo funcionaban las cosas con él, cómo funcionaba o podría funcionar ella con él. Y funcionó. Ezequiel fue cauto, acompañó cómplice el chiste y aunque no comprendió enseguida lo que estaba pasando quiso saber más y se dejó llevar. Diana era unos años mayor que él y para su gusto una mujer en la que cualquiera podría fijarse. Después la insinuación, la propuesta y al final de la jornada quedaron para el día siguiente. El idilio se prolongó por varios meses en encuentros con relativa frecuencia por obvias razones, siempre en horario laboral. Se encontraban en la plaza y salían en el auto del jefe. Lo pasaban bien y nadie parecía sospechar. Pero cuando la esposa de Acevedo quedó embarazada Diana decidió poner fin a la aventura. Lo hablaron tranquilamente como si de un asunto cotidiano más se tratase, aunque ella había llegado a sentir en silencio que la relación ponía en peligro su propio matrimonio: ya había fantaseado más de una vez. Y no hubo dramas. Durante un período volvieron a centrarse en sus vidas familiares o al menos esa fue la primera visión del jefe consciente de que su situación estaba a punto de cambiar. Al principio ella lo extrañaba. No solamente el sexo, también la adrenalina que todo el asunto implicaba, esa especie de control que ejercía o creía ejercer a voluntad sobre su propio jefe y hasta sintió algo parecido a los celos de una mujer de la que solo conocía la voz a través del teléfono y una foto desactualizada en el escritorio del jefe además de cierta decepción por el entusiasmo que mostraba él por su segundo hijo, para ella algo que más por casualidad que por deseo se había interpuesto entre ellos en forma de una nueva paternidad que de todos modos, esto lo reconocía, le sentaba muy bien. Con el tiempo las escapadas volvieron a producirse.
—Quiero algo nuevo. Vayamos al patio de comidas del shopping —dijo Diana ni bien subió al auto. Se había tomado unos minutos antes de salir para maquillarse, pintarse los labios de rojo oscuro y arreglarse un poco el pelo en el baño de la gerencia, llevaba botas de cuero, pantalones, una camisa bajo un suéter y el sobretodo, también una cartera de cuero marrón como las botas.
—Lindo día nos tocó —dijo Acevedo a modo de lamento, encendió el limpiaparabrisas, después la radio y quedó viendo el dibujo que hacían las escobillas de goma sobre el vidrio que empezaba a empañarse.
—Me gustan los días de lluvia —contestó ella—. Estuviste callado hoy. Estás serio. ¿Te pone triste la lluvia, jefe? —Movió la butaca hacia atrás con la palanca—. Después se te va a pasar, vas a ver. Le apoyó la mano izquierda sobre la rodilla derecha y buscó mirarlo a los ojos, pero cuando Acevedo metió la primera atento al retrovisor tuvo ella que volver a su lugar.
Sacó el teléfono de la cartera. —Mañana es el cumpleaños de Alicia. Te hago acordar ahora porque seguro después me olvido. Viste cómo se pone si no la saludás —habló con la vista y los dedos en la pantalla.
—¿Cuántos cumple?
—Ay, nene, qué sé yo, debe andar cerca de los sesenta. ¿No viste que nunca dice? Igual eso no se pregunta, che, qué te pasa. —Se rio—. ¿Le das o no? Sos capaz vos. —Guardó el teléfono y abrió apenas la ventanilla
—Por qué no. ¿Estás celosa? —dijo él. Enseguida frenó en un semáforo sin dejar de mirar al frente y comenzó a tamborilear con dos dedos sobre el volante al ritmo de la música suave y entonces ella le palmeó el hombro casi como empujándolo.
—Ves cómo sos, nene —dijo con el gesto aniñado—. ¿Qué te gustaría comer? Además, digo…
—No sé. Una pizza estaría bien. Me gustan las del local de ahí, cómo se llama…
—Cero onda tenés hoy, eh —dijo ella como quien interrumpe algo.
—¿Por? —Acevedo la miró acaso exagerando un gesto de sorpresa.
—Vos sabrás. Antes cuando parabas en un semáforo me dabas un beso, me tocabas, no sé, esas cosas de hombres. Hacía bastante que no salíamos, ¿no? Si no tenés ganas de hablar está bien. Estuviste lejos toda la mañana…
—¿No estarás un poco sensible? —ahora interrumpió él. Le tocó el pelo y se inclinó para besarla en la mejilla, pero no alcanzó a hacerlo porque ella se alejó.
—Arrancá, dale —dijo Diana al ver que abrió el semáforo—. Ya veremos si se puede hacer algo para que te pongas contento.
Cuando entraron al estacionamiento ella le pidió detenerse a cierta distancia del acceso al centro comercial. Había pocos autos. Acevedo hizo caso a pesar de la lluvia, cosa que le hizo notar, pero ella insistió. Ni bien apagó el motor accionó el freno de mano y se liberó del cinturón. Cuando se dispuso a quitar la llave Diana lo detuvo.
—Se me ocurre que puedo hacerte cambiar esa cara —dijo. Se inclinó hacia él y lo besó bajo la oreja—. Hoy es 14 de septiembre —dijo.
Acevedo no alcanzó a asimilar las palabras, sintió el cosquilleo en el cuello e intentó girar la cabeza pero ella lo contuvo en su posición con la boca abarcándole la barbilla como si fuera a morderlo. Con la mano izquierda le acarició la nuca y le apoyó la otra en la rodilla derecha.
—La primera vez que cogimos fue un 14 de septiembre, jefe —dijo.
—¿Ah sí?
—No te importa, ¿no? Porque hace mucho, ¿no? —le susurró al oído mientras deslizaba la mano derecha por la gabardina hasta la entrepierna—. Hoy me dio ataque de minita, sabelo. Te lo aguantás.
—¿Y eso?
Diana siguió hablándole al oído: —En mis veintes tenía un novio que me llevaba en auto; no teníamos un mango, así que a veces se la chupaba en los estacionamientos. No sé si te dice algo todo esto, jefe.
—Pero ya estamos grandes. —Acevedo giró la cabeza y miró hacia delante y a su izquierda por la ventanilla. No había nadie cerca, pero se mostró incómodo con la situación—. Creo que sería mejor bajarnos —dijo.
—Me parece que sería mejor que te la chupe ahora. Me lo anoté en la agenda, ¿sabés?
—Diana…
—Yo siempre respeto la agenda, nene, porque soy una empleada eficiente. —Rio con ganas. Dejó la cartera en el asiento trasero junto a la butaca para niños.
—Me siento raro acá…
—Dame unos minutos y vas a ver que se te pasa. —Metió la mano derecha bajo el suéter del hombre y tanteó entre los botones de la camisa, desabrochó un par con los dedos ágiles y siguió acariciándole la piel hasta el pecho mientras lo besaba en los labios en una postura incómoda para ella.
Acevedo apoyó el brazo derecho en la espalda de la mujer como si fuera a acariciarla, tal vez por no encontrar una posición más cómoda, y con la mano izquierda se aferró al volante. Se decidió a besarla por fin, entonces ella se detuvo unos segundos en ese beso y exhaló largo por la nariz hasta que se inclinó hacia su butaca y usó ambas manos para desabrochar el pantalón.
—Recliná un poco el respaldo —pidió mientras acomodaba el torso. Él obedeció todavía reacio pero sin decir nada.
—Si con esto no la cambiás esa caripela te va a quedar para siempre —dijo antes de bajar la cabeza.
Él miró los pocos autos estacionados otra vez, aún sorprendido por la situación giró lo más que pudo en busca de alguna presencia intrusa probable que no halló y como si no pudiera controlar sus propias manos las llevó a la cabellera rubia de la mujer y acompañó el movimiento de la cabeza y el cuello y estuvo así unos minutos mientras la música de la radio seguía sonando suave y la lluvia apenas se oía repiquetear sobre el coche y vio por última vez en el parabrisas el recorrido lento de algunas gotas entre gotas quietas hasta que cerró los ojos.
Al incorporarse en su butaca Diana se tapó la boca con la mano izquierda mientras sacaba un pañuelo blanco del bolsillo del sobretodo y el hombre se acomodaba la camisa dentro del pantalón con cierta dificultad. Vació el contenido de la boca en el pañuelo y al secarse los labios lo manchó del rojo oscuro del labial.
—Sos un asco, nene. Se ve que estabas cargado. —Rio otra vez con ganas, dobló un poco el pañuelo y volvió a pasárselo por la cara a modo de servilleta.
Acevedo movió su butaca a la posición original, puso en marcha el auto y encendió el limpiaparabrisas. Diana guardó el pañuelo en el bolsillo donde estaba y enseguida agarró su cartera del asiento trasero.
—¿No que no es tan fea la lluvia? —dijo mientras buscaba algo en la cartera.
—Me parece que un poco me gusta, tiene su onda, sí.
—Mil años que no hacía esto. —Bajó el parasol y usó el espejo para pintarse los labios.
—Conmigo por lo menos nunca.
—¿Y Amanda? ¿Nunca te la chupó en el auto? —Rio otra vez.
—No seas así.
—¿No? ¿Eso es un no? —Seguía riendo—. Decile que lo haga, no seas tímido. Pero no le digas que dije yo.
Visiblemente ruborizado Acevedo no pronunció una palabra. Condujo hasta estacionarse más cerca de la entrada. Fueron directamente al patio de comidas, hasta el fondo donde estaban los baños y cada uno entró en el suyo. Después él la llevó al puesto de pizzas y empanadas.
—Así que comeremos pizza —dijo ella.
—Vos si querés otra cosa no hay problema.
—Sí, no sé —dudó ella—. Prefiero que comamos lo mismo así no hay que pedir en dos locales y que uno tenga que esperar al otro, ¿no?
—No importa, Diana. Decime qué te gustaría comer.
—Nada, no importa. Pedí pizza. Como pizza y listo. Comamos pizza.
—Pero está bien que quieras otra cosa.
—Lo que no quiero es que nos paremos cada uno en un lugar distinto a esperar separados.
—Bueno, comamos lo que quieras vos.
—Pero no tengo muchas ganas de comer pizza, no sé. Dale. No importa. Comamos la pizza.
—¿Qué comerías si estuvieras sola?
—No sé…
—A vos te gustan las hamburguesas, ¿no?
—Sí. Bueno…
—Pidamos en el Burger.
—Pero vos querías pizza.
—No importa. Dale.
—¿Seguro? ¿No te importa?
—Seguro.
Ella hizo un movimiento como para abrazarlo o tocarle la cara pero enseguida se contuvo porque se suponía que eran compañeros de trabajo o amigos o parientes; aunque ambos sabían que era muy poco probable encontrarse con conocidos ahí y a esa hora no se tocaban y hablaban a cierta distancia uno del otro.
Durante la comida conversaron poco, más bien de cosas sin importancia. Ella hizo varias preguntas sobre el hijo menor y la situación de Acevedo con su mujer, de esas pequeñas cosas que él solía comentar de vez en cuando y que ella escuchaba con respeto y guardando distancia, y es que había dejado entrever días atrás en la oficina que su matrimonio no funcionaba como debería y Diana supuso entonces que había algo que él quería pero no podía decirle y que esto mismo lo tenía si no triste al menos preocupado. También imaginó que algo podría no estar funcionando bien en la empresa y que en este caso sería más difícil que él la pusiera al tanto a no ser que tuviera que ver de alguna u otra manera con ella o, mejor dicho, con el desempeño de ella en la oficina, situación que prácticamente descartaba consciente de que de esas cosas se habría enterado de alguna manera porque siempre hay alguien que lleva y trae los temas supuestamente confidenciales a modo de chismes en las oficinas. Sea como fuese, necesitaba enterarse de una situación hipotética, y en algún momento de la charla cayó en la cuenta de que él se mostraba reacio para hablar de lo que fuera que le estuviera pasando, y esto la ponía de mal humor aunque sabía disimular. Propuso entonces con su mejor sonrisa tomar un helado y dar un paseo por el shopping.
—Me encantan esos peluches, siempre me gustaron los peluches en general; de chica tenía un montón, creo que deben estar por ahí guardados todavía —dijo Diana parada frente a la vidriera de la juguetería y Acevedo puso atención; ambos tenían en sus manos un cono grande de helado.
—Parece que el ataque de minita iba en serio.
—Si me comprás uno puedo decir en casa que me lo regaló un proveedor.
—¿Tu novio del auto te regalaba peluches?
—Si me portaba bien sí. Varios novios. Siempre me portaba bien y todos me regalaban peluches. ¿Cómo me estoy portando, jefe?
—Bien —dijo él con una sonrisa y se llevó el helado a la boca.
—¿Te gusta el león o el oso? Son hermosos los dos —dijo ella.
—Yo preferiría una pista de autos. O el cubo mágico. Nunca pude resolverlo.
—Y vos jugarías a que vas en un auto con alguien al lado que te hace un pete ahora que le vas tomando el gustito, ¿no?
—Creo que me gusta más el león.
Al salir de la juguetería ella llevaba una bolsa de tamaño considerable, también en una mano las servilletas de la heladería que tiró en un cesto a unos metros. Intentaba un gesto serio, pero iba alegre, acaso exageradamente alegre, como una niña en la misma situación. Después lo hizo detenerse en una zapatería y le sugirió un par de modelos que según ella le irían muy bien con su manera de vestir.
Y es que a Diana le gustaba ese lugar; podría haberse quedado un buen rato mirando ropa, aun ropa de hombre; también le gustaba el deambular distendido de la gente interesada en las mismas cosas que ella y tal vez sintiendo la misma atracción que sentía ella por los mismos objetos detrás de las vidrieras bien decoradas cada una con un estilo diferente. Acevedo le había propuesto sentarse a tomar un café y ella había dicho que todavía no había terminado su recorrido, que en una de esas más tarde porque todavía tenían tiempo, el tiempo que habrían pasado en una cama de hotel de haber sido una tarde como otras tardes, pero que hoy era un día especial para ella con su ataque de minita y su muñeco de peluche y hacía mucho que no iba al shopping, y sucedió que él se sentó en un banco mientras ella dentro del local de una marca conocida revisaba como acariciando las prendas colgadas y olía ese perfume particular de la ropa nueva que se usa en esas tiendas y preguntaba precios a una vendedora atenta, y que minutos después al salir con su bolsa considerable de la juguetería que le colgaba de la mano y con la cartera marrón al hombro satisfecha como si realmente hubiera comprado algo él la hizo sentar a su lado y le dijo que quería terminar la relación (y ella advirtió que él usó la palabra «relación» para hablar de ellos) que no había sabido cómo decírselo, que necesitaba parar con todo esto y que no había encontrado el momento de decírselo hasta ahora y que lo disculpara por eso, y entonces hubo un silencio largo entre los dos cuando él se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en las piernas y juntó las palmas de las manos entre las rodillas, se la quedó mirando y pudo ver en su cara una mueca extraña que ella intentó disimular sin éxito, una especie de mueca de dolor como cuando alguien sufre un golpe imprevisto o un pinchazo que duele, pero se controla, esa mezcla de dolor y de sorpresa, un gesto que él no supo cómo interpretar y después de esos segundos que se le hicieron demasiados para un silencio ella simplemente le dijo que había que irse.
—Bueno. Mejor ya nos vamos —dijo Diana y se levantó del asiento—. Cómo no la vi venir.
—La verdad que yo…
—No me la esperaba, Ezequiel. Qué tarada, ¿no?… Pero está bien, así las cosas —intentó hablar como si de un asunto trivial se tratase.
—Mirá, Diana…
—No hace falta —lo interrumpió—. No te pregunté. Vos sabrás. Somos grandes y cada uno se hace cargo de lo suyo.
Al salir caminaron sin decir nada. Ya no llovía aunque la tarde seguía oscura y gris. Ella se alejó de él y apuró los pasos hasta el coche.
Acevedo puso la llave, pero antes de girarla se detuvo. Se abrochó el cinturón de seguridad y bajó las manos. Se tomó unos segundos.
—¿Querés que hablemos?
—Hablar de qué —dijo ella. Tenía la cartera sobre las piernas y acomodó la bolsa con el muñeco abajo entre los pies.
—No sé. Últimamente me cuesta hablar con vos.
—¿Por cosas del laburo o desde que estuviste pensando en dejarme?
—No es eso.
—Ya te dije que está bien. Tampoco es que fuéramos novios. Si ya no la pasás bien conmigo no hay nada más que decir.
—Nunca dije que no la pasaba bien con vos.
—Pero es obvio, Ezequiel. Nunca tuvimos ningún compromiso para romper, así que no veo qué otra cosa te puede estar pasando, ¿no? Te aburriste. Está bien, te aburriste. Además para vos ya estoy vieja, ¿no? ¿Es eso?
—¿No se te ocurre pensar que hay otras cosas, como que tengo una familia también?
—¿Me estás jodiendo, Ezequiel? ¿En algún momento no tuviste, no tuvimos los dos, una familia cada uno en su casa? ¿Qué decís?
—Digo que no puedo seguir así, solamente eso te digo.
—Está decidido entonces.
—Sí, Diana.
—Podrías haberlo dicho mañana en el laburo, ayer, no sé. Me mandabas un mail. Ahora ya me cagaste el día que venía bien, pero no importa…
—Pero quiero que quedemos bien, Diana. Por eso prefiero estar acá con vos ahora. Si querés vamos a tomar algo por ahí, charlamos, no sé.
—No. Gracias. Yo venía bien y me cagaste el día. Mañana hablamos en la oficina de las cosas que tenemos que hablar. Ya está, no hay drama.
Acevedo puso en marcha el auto y salieron a la calle. Diana encendió la radio y subió el volumen, bajó la ventanilla y sacó el teléfono de la cartera.
—Es el cumpleaños de Alicia, acordate —dijo.
Acevedo no contestó.
—Dejame en la estación del tren.
—Puedo acercarte a algún otro lado si querés —dijo él.
—En la estación está bien, así aprovecho para hacer unas compras de paso.
Cuando llegaron a destino Diana guardó el teléfono y levantó la bolsa del suelo. Metió las manos en los bolsillos del sobretodo acaso por inercia como quien revisa sus cosas antes de retirarse y sintió el pañuelo húmedo en la mano derecha. Saludó al hombre con un beso en la mejilla y antes de bajarse y sin que él pudiera ver lo que ocurría dejó el pañuelo en el suelo, en el espacio lateral entre la butaca y la puerta. Cerró el auto de afuera y se asomó por la ventanilla.
—Hasta mañana, jefe. Sin dramas.
—Nos vemos mañana, dale.
Acevedo la siguió con los ojos lo más que pudo hasta que la perdió entre la gente a la entrada de la estación.
|