Bajo la ducha pensaba en diseñar un aparato que active una sirena escandalosa que avise cuando la cantidad de gas restante en el cilindro alcance exacto para un par de veces y reemplazar por el repuesto. La única señal que nos anunciaba que se estaba acabando era ese olor desagradable y penetrante que circulaba por toda la casa, principalmente por el segundo piso. Era inevitable exigirnos que las friegas debían ser cortas en circunstancias que el tema no era la economía sino que la precisión del cambalache. Los miembros del hogar ya no comentaban el placer de darse un baño largo y reponedor.

El cambio debía ser cuando se extinga por completo. La incertidumbre duraba un par de días y con la pestilencia a gas a tope. Cada uno entraba al baño maldiciendo a priori que él sería el afortunado. Y así era. De pronto el agua caliente se transformaba en un torrente helado, peor en invierno, obviamente con el champú recién refregado y aun faltando el bálsamo. Nadie era tan valiente para terminar el proceso de limpieza con agua helada, así que el afectado a gritos pedía el reemplazo. “El gas…..”. Primero era en un tono moderado, “EL GAAAAAS…”, luego un grito a todo pulmón. Quién circulaba por los alrededores debía salir al patio, dirigirse a la caseta donde se ubicaban los cilindros, cerrar la llave de paso del tiesto vacío y abrir la del lleno. “¿Cómo distinguir cuál era el vacío?” Pregunta repetida, “Simple, moviéndolo”, respuesta única. Después dirigirse al calefón a encender el piloto y avisar al impaciente con la cabellera y el cuerpo empapado de jabón y con la cabeza asomada en el pasillo que abra el grifo. A veces, dependiendo del genio y la paciencia del que se está bañando, este arremete nuevamente que “no calienta….”, “¿está prendido?...".

Las variantes eran: es un riesgo para quién decide bañarse primero y el resto aun acostados. ¿Quién se levantaba para salir al patio? Imaginemos en invierno. Otra: Si quién se ducha es el único en la casa. Debía actuar tal cual, mojado, chorreando por los pasillos hasta el primer piso y salir a la intemperie. Otra. Se acaban o se pierden los fósforos y no hay como prender el apreciado artefacto.

A fines de los años noventa, cuando escuché que instalarían gas a cañería pensé que el futuro se nos había venido encima. No podía creer que se acabaría el molesto proceder de cambiar de cilindro y quedarse con el lavado del pelo a medio enjuagar sería sólo un recuerdo desagradable.

Comenzaron las especulaciones.

Por un lado se hablaba del fin de los camiones golpeando los cilindros por las calles. Por otro los infaltable y el colmo de fatalistas hablaban de monopolio y alzas de precios.

En definitiva no todos los vecinos se adhirieron a esta modernidad a pesar que la instalación era gratuita. Por varias semanas tuvimos una verdadera y profunda trinchera en nuestras veredas mientras instalaban las cañerías. Los moradores de las viviendas que se negaron del Gas a cañería pedían explicaciones del porque le destruían su vereda, dejando el auto encerrado, o sin entrar. Cómo explicarle que el gas se trasportaba por tubos bajo tierra. No hubo caso.

Recordar esos tiempos es un poco menos que hablar de la esclavitud. Ahora el agua caliente circula por todos los espacios del hogar. Pese a los malos augurios del alza de precio y el fin de los camiones ruidosos, gracias a los vecinos intransigentes los ruidos molestos de los camiones continuaron y los precios se mantuvieron.