–¡Buenos días, respetable público, soy el payaso Lagrimita!
El respetable público lo ignora. Algunos lo miran con ojos cansados, incapaces de reaccionar.
–¡Antes de comenzar con mis chistes quiero saber si alguien conoce el chiste del tonto que dijo que no!
Lagrimita espera a que alguien diga que “no” para continuar con el desenlace de su chiste, pero un pasajero se adelanta y grita ¡Tu mamá no se lo sabe! El respetable público se ríe. Esa no era la intención del chiste, pero todos ríen, así que por lo menos la función de entretener se cumple. El payaso Lagrimita no sabe cómo pudo llegar a este punto muerto, actuando como payaso de camión en una ciudad gris y desagradecida. No lo sabe, pero lo sospecha: su carrera se fue a la basura y ahora le toca recoger los frutos de su decisión. Cada quien recoge los frutos de sus decisiones; algunos frutos son dulces, otros amargos. Lagrimita está harto de frutos amargos. Quiere comenzar a gritar sin pausa, golpear una que otra cara, sí, golpear idiotas sin pausa. Podría golpearlos a todos si quisiera, porque su estatura enorme, su cuerpo fornido y gordo, sus manos gigantes se lo permitirían sin problemas, pero después de todo, ¿para qué? Las ganas de cambiar el mundo se fueron cuando cumplió cincuenta años de edad y además es más fácil morir resignado que vivir con el pecho en alto.
|