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Inicio / Cuenteros Locales / SusanaSerra / Sudestada en Chapadmalal y el rey del fondo

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El viento que viene del mar sopla muy fuerte. Desde la ventana observo cómo, a su paso, se sacuden impotentes las adelfas, la mosqueta, los ñoporos y la gardenia.

Así, calientita, protegida de la intemperie, vienen a mi memoria otros días de hace años, de vientos, de lluvia, de temores, de incertidumbres.

Tres momentos acuden a mi mente:

El primero, sucedió un treinta y uno de diciembre de hace veintiocho años:

El veinticuatro, nos habíamos mudado con mamá a esta casa. Eran tremendas las limitaciones que teníamos. Nosotras alquilábamos a pocas cuadras un departamentito y ésta estaba a medio hacer; pisos de pórtland, paredes sin revoque, baño con un inodoro y piso de tierra, sin postigos, sin persianas, sin nada similar, pastos altísimos, cardos y pajabravas, ni un árbol, ni una planta.

Yo siempre recuerdo que en ese momento ganaba cuatro, no sé si cuatrocientos, cuatro mil, cuatro millones, con todo lo que ha cambiado nuestro peso; pero eso sí, tengo muy claro que el alquiler del departamento nos lo aumentaron a nueve, porque como llegaba el verano los propietarios lo querían, para alquilarlo por temporada.

Yo le dije a mamá: - ¿Y si nos mudamos a la casita?, siempre... “un clavo que clavemos será nuestro” - recordando las palabras del abuelo Quintín, que ella siempre repetía.

Mamá me respondió: - Yo te sigo -. (Siempre me tuvo mucha fe, mucha confianza, buehhh en esto, porque cuando salía con un chico en mi adolescencia, me seguía sin tregua).

De modo que, como decía al comienzo, ese veinticuatro, al caer la tarde, un camión nos dejó nuestros muebles, hasta el piano, en medio de los yuyos y los cardos, y el chofer “medio chupado” se fue a seguir celebrando. Estaba garuando.

A duras penas entramos con mamá nuestros petates, con la ayuda de algún vecino , que no había muchos en el barrio.

Estábamos a oscuras, otro vecino nos tiró un cable. Para agua, teníamos una bomba en el fondo y acarreábamos los baldes.

Amontonamos todo como pudimos y mis libros, que ya en aquel entonces eran varios cientos, estaban algunos en cajas y otros, la mayoría, sobre la mesa en una gran pila.

Esa Nochebuena la pasamos así, acomodando, apenas iluminadas, pero esperanzadas.

El treinta y uno, llovió a cántaros, esas tremendas tormentas de verano en la que parece que el cielo se abre dando paso a toda el agua de todos los tiempos.

Yo, trabajé hasta tarde, pero cuando salí pasé por un negocio y me dije: “no importa que no tenga un peso”, hoy llevaré algo rico a casa para recibir el año.

Cuando estaba por salir, era tanta el agua que caía, que recuerdo que le pedí una o dos bolsas de polietileno a la vendedora, para cubrir la cartera y mi cabeza.

Tomé el ómnibus en la Terminal y bajo una lluvia terrible hice todo el recorrido de media hora hasta el barrio. Cuando bajé, no conocía el camino, no había luces. Si hoy el lugar es descampado, puede alguien imaginarse lo que era hace casi treinta años. No encontraba el sendero, las sandalias se me quedaban en el barro, perdí un taco en el intento.

Pero de algo estaba tranquila, me embarraba, chapaleaba, luchaba con el camino, pero pronto llegaría a casa y a pesar de todo, estaría protegida (siempre, el pensar en mi casa me trasmite esa sensación tremenda de protección).

A duras penas, trastabillando en la oscuridad y chorreando agua y barro, recorrí esas siete cuadras y cuando estaba llegando me hizo inmensamente feliz, ver el hilo de luz que salía por debajo de la puerta.

Anhelante la abrí y me encontré con un tremendo cuadro: Mamá llorando a los gritos, el viento había levantado el roberoy del techo, se veían goteras por todas partes y ella, en su desesperación, estaba echada sobre la mesa con los dos brazos abiertos y una cortina de baño de plástico que no sé quién le había prestado, protegiendo los libros con las dos manos.

Hicimos lo que pudimos, desparramamos baldes, cacerolas, fuentes por doquier, para contener el agua y en una orillita de lo que hoy es mi dormitorio, donde no se llovía, tiramos un colchón en el piso y nos acostamos abrazadas con una olla en cada esquina y treinta y tres goteras en toda la casa, mientras las golosinas que había llevado para celebrar la llegada del año, quedaron olvidadas, tiradas por algún rincón.






A dos cuadras de casa había un chalet solitario entre dos o tres manzanas de campo, a la que el barrio llamaba “la casa de la laguna”.

Nosotras siempre nos preguntábamos por qué la llamarían así, seguramente era, pensábamos, porque cuando llovía se hacía un pantano grande en su frente, totalmente intransitable. Era la casa de un matrimonio inglés que venía en el verano, se llamaba “Nottz”, nunca supe el significado de su nombre.

Cuando en octubre del setenta y siete estaba por nacer mi hijo, hacía una semana que no cesaba de llover, habían caído ciento setenta milímetros.

En la madrugada del siete, sentí las contracciones inconfundibles que me anunciaban que mi bebé llegaba (bueno, en ese momento que no existían ecografías pensábamos que llegaba Evangelina).

Desperté a mamá y ella que siempre me infundió tranquilidad, seguridad, se volvió loca, iba y venía atemorizada, me decía que me iba a caer en el barro, lloraba.

Yo la tranquilizaba, le decía que me mojaría sí, pero que no tenía por qué caerme si íbamos caminando con cuidado.

Y así, tapaditas y lentamente, enfilamos bajo la tremenda tormenta hacia la ruta, a las siete de la mañana. No había forma de que un coche entrara ni saliera de este barrio, ni de ese barrial.

Hicimos las dos primeras cuadras empapadas, pero tranquilas (bueno, tranquila yo, porque mamá...).

De repente llegamos cerca de Nottz, y ¡ahí estaba la casa de la laguna!, por primera vez en ese año veíamos por qué se llamaba así: una tremenda laguna de más de doscientos metros rodeaba la casa y ella emergía en el centro como una isla.

Al ver tanta agua junta tuve inducción y fisura de amnios y... ¡ay mamá!...

Tuvimos que torcer el camino y dirigirnos hacia la escuela cercana, mamá en su ilusión, pensaba que las maestras estaban preparadas para emergencias. ¡Pobre mamá! al llegar, no había alumnos por el temporal y las maestras corrían, iban y venían de un lado para el otro sin saber qué hacer. Yo, las tranquilizaba ¿de dónde sacaba tanta serenidad?, lo ignoro.

Mamá me dejó en la escuela y enfiló hacia la ruta para tratar de conseguir a alguien que me llevara a la clínica.

Todo fue infructuoso, como después me enteré, ningún auto podía salir, ni ninguno podía entrar.

Por ahí, después de muchas búsquedas, un mecánico que vivía cerca de la ruta, medio como temeroso, se animó a ofrecer su camión modelo cuarenta y cinco y con él se apareció mamá en el colegio.

Me ayudaron a subir ella y las maestras, porque era altísimo y en mi estado era casi imposible hacerlo. El mecánico pensó acercarnos a la ruta a alcanzar algún automóvil. Nosotras estábamos sentadas casi una sobre la otra y en un momento dado, yo controlando mis contracciones en el reloj (disimulando frente a mamá) le pregunté a su dueño si el camioncito podía llegar a la ciudad. El me respondió que sí, lento, pero sí. Decidida le pedí que nos llevara, ya estaba arriba, el tiempo me daba y prefería seguir así, ya que me sentía segura.

De modo que embarrada de pies a cabeza, empapada por dentro y por fuera, abrazada a mamá, hicimos esos veinticinco kilómetros hacia la ciudad en un camioncito modelo cuarenta y cinco que bajo la lluvia avanzaba a regañadientes a cincuenta kilómetros por hora.

Pero llegué a tiempo. Mi hijo nació maravillosamente, en broma podría decirse que nació: “pasado por agua”.







En la nueva casa teníamos una obsesión por tener plantas, tal es así que una noche soñé que llegaba del trabajo y todo el terreno estaba totalmente cubierto de árboles. No entendía nada ¿cómo podía ser que hubiese crecido semejante floresta de la mañana a la noche?.

Mamá entusiasmada reía y me explicaba que eran de plástico, para que yo estuviese contenta al verlos. ¡Qué sueño tan gracioso, inmensos pinos, grandes palmeras, todos de plástico, plantados primorosamente por mamá, para ilusionarme!.

De modo que fuimos de a poco plantando pequeños arbolitos: ñoporos, álamos, aromos, sauces y dos eucaliptos (no teníamos dinero para comprar otros, pero estábamos orgullosas de nuestra arboleda).

¡Cómo los cuidábamos!, al llegar del trabajo yo repartía baldes de agua mientras mamá bombeaba y luego nos turnábamos, era noche cerrada y eran más de cien plantas.

De mañana temprano, antes de que levantara la helada, mamá se levantaba a echarles agua para que no se quemaran con la escarcha, al salir el sol. ¡Cuánto sacrificio!, pero ¡qué hermoso era ir viendo crecer los árboles!.

Los dos eucaliptos eran hermanos, estaban plantados uno a mitad del terreno y el otro en el fondo.

El del fondo creció enormemente, de casi una ramita, se convirtió en poco tiempo en un precioso arbolito de casi un metro y medio de alto con una inmensa copa.

Mamá lo miraba y lo admiraba, lo cuidaba, le carpía la tierra, lo regaba, lo cuidaba con preferencia y decía: - Mirá, ¿no parece el rey del fondo?.

Una tarde de primavera yo llegué a mi trabajo y el director que era geólogo me preguntó: - ¿Qué está haciendo usted acá?. Corra a su casa que viene un tornado - ( fue el famoso tornado del ochenta y cuatro).

Desesperada pensé en los techos y en los arbolitos. Tuve una idea, conseguí en el trabajo un inmenso ovillo de piolín de quinientos o más metros.

Llegué a casa, les hablé a mamá y a mi hijo sobre el tornado que ya se esta comenzando a sentir, y empecé a poner en práctica mi idea. Ahora me parece graciosa, pero no era disparatada, ataba el piolín al alambrado, cruzaba el jardín, fijaba un arbolito y enlazaba el alambrado opuesto, volvía hacia el otro alambre enlazando otro árbol y así uno por uno quedaron entretejidos en una inmensa telaraña verde, que los protegía y sostenía unos con otros.

Nos sentimos tranquilizadas y entramos a la casa, el temporal ya estaba llegando.

Esa noche el tornado asoló a la ciudad, tanto que hubo personas que por vivir en departamentos que en su arquitectura tenía embudos de bernouilli, vieron el viento entrar por una ventana y por la opuesta salir sus televisores, o sus alacenas, o sus arañas.

Con mi hijo apretábamos las ventanas desesperadamente, por temor a que se abriesen.

Ni bien aclaró mamá salió rápidamente, abrigué a mi hijo y salimos atrás recorriendo el jardín ¡había dado resultado mi idea!. Todos los arbolitos estaban erguidos dentro de la telaraña de piolín, pero allá, allá bien atrás, estaba mamá de rodillas en el piso, llorando, abrazada al “rey del fondo” que yacía quebrado, para siempre. Tan pequeño tronco no pudo soportar tan inmensa y orgullosa copa y no pudimos salvarlo, no volvió a brotar.

Cada vez que contemplo al hermano, que ya debió ser cortado varias veces y aún mide muchos metros de altura, con un tronco de cincuenta centímetros de diámetro, no dejo de recordar al orgulloso “rey del fondo” y a mamá abrazada a él, tirada en el barro, llorando desconsoladamente.

Texto agregado el 11-10-2004, y leído por 207 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
10-01-2005 El segundo voto es el mío. Mis congratulaciones. sil anouka
 
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