Ceci, gané un concurso de cuentos en el Rotary de San Genaro, le dije.
Ella no contestó. Continuó mirando la televisión. Hacía un rato que había llegado del trabajo y se había sentado en el sillón a mirar esa caja hipnótica. Todavía tenía el uniforme del trabajo puesto.
Ceci, gané un concurso, le dije acercándome un poco a ella, como susurrándole al oído.
Ella me miró como se mira un mosquito en medio de una pared blanca y desvió la mirada de nuevo hacia el televisor. Me encogí de hombros. Fui hasta el patio y me encendí un cigarrillo. Me sentí pequeño como un grano de arena, como un bicho bolita, como una letra de Biblia.
Cociné unos filets de pollo con una ensalada. Una de esas que ya vienen preparadas y que se compran en la verdulería. Zanahoria y tomatitos cherries. Cecilia siguió mirando la televisión. Serví la mesa y ella como un fantasma se sentó frente al plato. No me miró, no me dirigió la palabra. Le quise contar que estaba escribiendo un cuento donde un personaje se perdía en un laberinto de preguntas y respuestas. No me contestó. Terminó de comer, de meterse en la boca con el dedo un pedacito de zanahoria que le había quedado en la comisura del labio y se fue a dormir.
A los pocos días apareció con unas durezas amarronadas en las órbitas de los ojos, en la punta de la nariz, el mentón, las mandíbulas, los codos, las muñecas, las rodillas, los tobillos, las puntas de los dedos de manos y pies. No me dijo nada. Lo noté cuando salió semidesnuda de pegarse un baño.
¿Qué te pasó, Ceci?
Ni siquiera me miró. Silencio de cementerio. A la fuerza la llevé al médico. El doctor dijo que era una especie de dermatitis, que le pusiera Macril. Eso hice pero a los pocos días las durezas se habían extendido abarcando superficies más amplias de su piel. La volví a llevar al médico y le aplicaron un Decadron. No sirvió de nada.
Ella miraba la tele tirada en el sillón casi todo el día. Yo me iba a trabajar y cuando volvía la encontraba ahí. Intenté hablarle varias veces pero no hubo caso. A veces me miraba con los esos ojos pequeños que tenía ahora. Las durezas en los párpados se los habían achicado. La expresión al mirarme era como la de mirar una mosca verde en un plato de sopa.
Poco a poco las durezas fueron creciendo y ya se le había formado una costra en casi toda su superficie corporal. Otra vez, arrastrándola, la llevé de una curandera.
La señora era petisa, gordita, como un barrilito simpático. Hizo unos rezos con las manos sobre la cabeza de Cecilia. La revisó.
Se está haciendo de piedra, dijo la señora.
¿Cómo que de piedra? ¿Qué quiere decir?
Son cinco mil pesos, dijo la señora y con una mano me indicó el camino de salida.
Explíqueme, le insistí.
Se está haciendo de piedra, sentenció. ¿No entiende? De piedra, dura, una roca.
Le pagué y casi empujándome me sacó de la casa.
Cuando llegamos a casa Cecilia se fue a acostar. Me asomé a la habitación, me quedé parado junto al marco de la puerta.
¿Qué está pasando, Cecilia?, le pregunté.
¿Por qué no me hablás?, me contestó ella.
¿Cómo que no te hablo, Cecilia?
No me hablás.
¿De qué querés que te hable?
…
Te dije que me gané un concurso. Que estoy escribiendo un cuento. Te llevo al médico, al curandero. ¿Te parece que no hago nada por esta relación?
…
¿Por qué no me hablás vos?¿Por qué?
Ella cerró sus ojos y se acomodó de costado.
Me fui para el comedor con los ojos llenos de lágrimas. Me senté en el sillón. El televisor estaba encendido en el canal del Gourmet. Un japonés cocinaba sushi con salmón crudo. Nunca me gustó el sushi. A Cecilia le encantaba. Pensé en comprarle. Llamé a la rotisería.
¿Tienen sushi?
Pedí 12 unidades. Un poco de todo.
Cecilia se levantó cuando le dije que había llegado el sushi. Comió, con los palitos, como a ella le gustaba. Yo también comí. Hice un esfuerzo descomunal por comerlos. Me daban náuseas.
Ya sé que no te gusta el sushi, dijo.
Agarré el mi plato y lo reventé contra la pared. Los pedazos de sushi volaron por los aires como si hubieran sido disparados por catapultas. Tuve ganas de reventar el televisor de una patada pero no lo hice. Respiré agitado y profundo. Empecé a escuchar unos ruiditos, como crujidos, como el ruido de galletitas partiéndose. Cecilia, se ponía dura. Iba endureciéndose. Vi como las costras se expandían y la cubrían entera. Estaba ahí sentada a la mesa y terminó transformada en una figura rocosa. Una roca. Tal cual había dicho la curandera. Entonces me acerqué, impulsivamente, la abracé y ella, por supuesto, no respondió.
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