En el medio de una calle ancha se encuentra un perro. De la raza no puede decirse nada, un perro criollo, mezclado, chandoso. El perro tiene en sus ojos, algo húmedos, la inocencia del mundo. El perro, que fue atropellado hace solo minutos por un vehículo, ya no siente dolor, ya no siente nada, pero aun no muere. Se puede afirmar con certeza, al mirar sus ojos, un poco húmedos, que el perro no sabe qué va a pasarle unos segundos después. No sabe de la muerte. No sabe qué implica. Sobre el costado de la calle del perro hay una sola ventana que todavía tiene luz. Una ventana ancha, con barrotes y dos puertas giratorias de madera tallada. Al mirar entre ellas, se descubre la figura un viejo demacrado que tiene los ojos húmedos. Sobre una cama pequeña sufre dolores terribles a los que solo reacciona con breves estertores. Va a morir. Él sabe, pero igual que el perro, no sabe qué puede implicar la muerte. Al frente del viejo hay un televisor encendido. Una gran bomba cae sobre una ciudad milenaria. La hambruna sacude un país pobre. A un niño se le perdió el perro. El abuelo de alguien agoniza solo sobre una cama pequeña. Los ojos húmedos del mejor amigo de un soldado le comunican a éste que llega la muerte llevárselo. Una mujer vende su sexo para pagar las deudas de juego de su padre. El sexto hijo de una familia muy pobre que tiene un retraso mental sonríe al ver las burbujas en la poceta mientras lavan sus pantaloncitos cagados.
En al habitación contigua a la del anciano, en la calle del perro, un hombre y una mujer se besan por primera vez. Cuarenta años después, la mujer muere en un accidente aéreo y el hombre, veinte más adelante, muere solo en una cama pequeña recordando ese, como el mejor momento de su vida. Al frente de la ventana del hombre murió un perro que tenía en sus ojos la inocencia del mundo. El mundo que a pesar de la tristeza, la felicidad, el amor, a pesar de todo, sigue girando, juntando idiotas, matando células, creando amaneceres hermosos, que sigue y sigue sin parar. Que aunque nos quedemos estáticos, sin optar por ningún tipo de emoción humana, conspira para que la mirada inocente y húmeda de un perro chandoso nos conmueva de tal manera que le digamos a la niña que nos gusta que nos gusta y la besemos y nos casemos con ella y ella se muera y ahora yo me muera pensando en ese primer beso, el día que el viejo del lado murió solo, justo antes de saber como yo, que la muerte solo implica quedar atrapado en ese momento de felicidad máxima.
-Tomás-
octubre de 2004
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