Jon Fosse acaba de ganar el Nobel de Literatura, le digo. ¿Y? ¿A quién le importa?, me responde. Bueno, no lo sé, a mí, supongo, le contesto. O quizá a mucha gente de cultura, no sé, a los que siempre se interesan por estos temas. ¿A ti?, dice, burlona, ¿pero tú eres tonto o qué? No lo creo, le digo, si fuera tonto, no estaría contigo, quizá estuviera con alguna rubia de esas que salen en las películas de Hollywood, en vez de ti, una morocha bastante vitanda, pero buenota. ¿Lo ves?, me dice. No solo eres tarado, sino blando. Vives en un mundo de fantasía. Seguro le cantas a los pajaritos y a los árboles. Solo te hace falta saltar del techo mientras flotas en el aire para después caer en el asiento de tu fino Diablo, pero de tu Opel Diablo, ja, ja. Gente de cultura, ja, ja, de cultura, ja, ja. ¿No sabía que ahora se le llamara «cultura» —con los dos deditos curveados—, a escribir tonterías y, lo peor de todo, a celebrarlas? ¿Cuántas personas lo han leído en su vida? Sólo los ancianitos que le dieron el Nobel, acaba fulminándome. Espera, cariño, repongo. Escucha la voz de los que sí saben y sí lo han leído y no piensan como tú, con desprecio. Dice el New York Times que su obra es una experiencia profundamente conmovedora, un evangelio de la fiera simplicidad poética, solo comparable a Becket y a Ibsen. ¿Pero es que tú te crees que soy una idiota?, me responde. Todas esas reseñas están compradas, como mínimo. O palmaditas en el hombro de amigos. Mírame la lengua. Me cago, me meo, me tiro un pedo, lero, lero, lero. Conque la semana pasada salió Bad Bunny como personaje del año en la Revista Time. Ja, ja. Pero a Fosse nadie lo conoce, repongo. Hace dos años tampoco yo sabía quién era Cardi B, me dice, y ya ves. Pero es noruego, le digo. ¿Y?, me contesta. Bueno, continúo, Noruega es un país lindo, rodeado de fiordos. Da como para estar sentado en una terraza, viendo a la distancia el avance de los barcos a través de las paredes montañosas con un cafecito caliente en la mano, mientras piensas en que eres «el hombre más suertudo del mundo». ¿Ah sí?, me dice. ¿Lindo, no? ¿Y no se te ocurre pensar en que estarías cagándote del frio todo el tiempo, con la puta nieve por encima de las rodillas, sin sol, incapaz de disfrutarlo, porque las quijadas no te dejarían en paz de tanto batirlas como hacen esas calaveras de las fiestas mexicanas que asustan a los niños en las calles? ¿Es que tú no piensas o qué?, me rebate. Por Dios, qué hedonismo, le digo. Pero en algo tienes razón: la escritura es un acto de utilitarismo. Cuando se escribe desde adentro, lo utilizas para sacar toda aquella podredumbre que te ata a la mierda que es esta vida y que te estalla como un volcán psicológico en tu propia cara. Sin que tú te hayas dado cuenta, ni antes, solo después. La Rosa de Guadalupe te dicen, me responde, mofándose. No se puede hablar contigo de literatura, le digo. ¿Qué, qué? «Vagancia», ése es su verdadero nombre, me responde. ¿Entonces ahora soy un vago?, le preguntó. Sí, me dice viéndome pícaramente a los ojos, pero mi vago favorito, como dice el Anaranjado. ¡Ya, ya, aléjate, por favor!, le digo cuando trata de abrazarme. Hoy dormirás en el sofá, insisto. ¿Qué, por qué o para qué?, exclama. Estoy enojado contigo. No me amas. Mi pechocho, mi peludito, me dice. ¿Ya se enojó ese picudito primoroso? A veces no logro entenderte, le digo. Pareciera que no me respetas. Todos mis argumentos, para ti son pura charlatanería. Alto ahí, guapo, me dice. No es cierto. Te estoy vacilando. No ves que al menos no actúo como Aliss, la protagonista de "Aliss junto al fuego", de las mejores obras de Fosse, a la que nada le importa. Ésa sí que estaba pirada. Se cargaba una indiferencia tan total ante la vida, qué vamos, ni Piachi del cuento «El adoptado» de von Kleist fue tan indiferente ante la horca. ¡Ah, lo sabía, picarona!, exclamo por fin con mis ojos bien anchos como los de Steven Universe. Me has engatusado. Claro que sí, tontón. Fosse se lo tiene bien ganado, aunque sea por decir tantas tonterías. |