El señor Paine se hallaba sentado en aquel café de siempre, en aquella misma mesa. Terminaba de leer el borrador de su discípulo. Miró el reloj, ya estaba en tiempo, alzó la vista y vio entrar a Miguélez, quien tenía la certeza de encontrar a su tutor en la mesa de siempre.
—Buenas tardes, Miguélez, heme aquí con su capítulo ¿y usted en qué anda?
—Buenas tardes, señor Paine. Contento de verlo... ¿Ha pedido algo?
—Al grano, Miguélez, ordene lo suyo y lo mío, que es invariable.
Miguélez llamó al mozo y pidió dos licuados, el ritual de esos casos.
—Verá, Miguélez, su texto es correcto, mas no me convence del todo... Ciertos sustantivos están demasiado cargados de pomposos epítetos, usted sabe bien a qué me refiero ¡Las mujeres! ¡Ah, Miguélez!...
El viejo se agachó hasta casi tocar la mesa con el mentón, con las manos en el borde, como escondiéndose de posibles escuchas. Su alumno prestó oído, atento.
—Estoy viejo, usted está al tanto, y con todos mis años he leído muchos, muchísimos alegatos del hombre que sufre el desplante de una mujer ¿sabe Miguélez…? O esos sapientísimos orates que dicen que la vida es tal o cual cosa, a causa del abandono a manos de una fulana o la pérdida del perro, Miguélez... La cosa nimia, o la parafernalia de quien poco tiene en qué ocuparse ¿Me entiende?
—¡No, Miguélez! Escúcheme antes de hablar, se lo pido. Digamos que a usted lo deja una damisela... Usted no se me va a poner a escribir en la cosita fácil del corazón infringido por algún hachazo bellaco del afecto... Como si el amor fuera un agente de tránsito que le hizo una multa, Miguélez...
El decano se incorporó en su silla mientras el mozo traía los vasos y los acomodaba de forma correcta sobre la mesa.
—¡…El amor es suyo, hombre! Y no me venga con esas sandeces de las estrellas tristes o la ausencia de los pájaros y las golondrinas y las flores mustias, Miguélez; porque si a usted su novia lo pateó, usted se me jode y se me busca otra... Porque usted ¿a título de qué va a escribir un poema a una mujer que lo ha abandonado? ¡Como si ella no supiera que usted es un pedazo de su pasado a esas alturas, señor! ¿Acaso pretende mantener informada a esa criatura de sus penas? ¡Faltaba más! ¡se le fue, Miguélez! ¡Punto!
Paine dio un primer sorbo al licuado, el joven lo acompañó sin quitarle los ojos de encima...
—Tiene usted razón, señor Paine, pero en mi capítulo no me han pateado aún...
—¡Ahí lo tiene, Miguélez! ¡Aún! Me he enterado de que a usted lo iban a plantar antes que lo escriba. Y eso... ¿sabe por qué? Porque usted me está atestando de tinta los pobres sustantivos, débiles a todas luces, Miguélez ¡Muy axiomático lo suyo! Vea, usted va en un transporte público, quedan lugares vacíos y sube una señorita de buena silueta. Usted se me pone a decir que el móvil va cansino por avenida Córdoba, que sobre el asfalto como una pizarra negra rezongan las cubiertas ávidas de equilibrios, y además que usted, que no es ningún inocente, está esperando que aquella fémina vaya a reposar el culo al lado del suyo en el asiento libre. Hay otros jóvenes como usted en el transporte, pero usted es el único que vislumbra esos espejismos, usted cree que los demás son muy simples y no así de sensibles y poéticos... Usted alucina, escudriña bajo esa falda algún ápice de lujuria. Y yo le anticipo: ¿sabe dónde se sentará esa mujer, Miguélez?
—Sí...
—¡No, no lo sabe! Se va a sentar al lado de una vieja tullida, jodida además de la vista y chorreando moco… ¡Ahí va a sentarse! ¡Delante de usted, Miguélez! ¿Y sabe por qué?
—No, en verdad que no lo sé.
—¡Está a la vista! Usted está muy turbado por el cuchicheo de las ruedas, por el estado del clima, por los valores de la humanidad o en que si la vida es un nubarrón que va hacia el norte... ¡Está peor que esa anciana!
El joven bebió un trago espeso, apurado, y distrajo su vista con las tazas de café acomodadas sobre la cafetera en el mostrador, volvió sobre su capítulo y frente a Paine que lo aguardaba.
—Intenté reflejar los sentimientos, profesor, esas cosas que nos suceden cuando nos enfrentamos a algo intrigante, prometedor... El entusiasmo o los valores que nos llevan a construir la vida, y es por eso que la chica se sentó a mi lado. Por eso pude palparla, presentirla hermosa y pensar en la vida como algo optimista...
—Ése es el punto, Miguélez, me está reflejando mucho pero no pasa nada, y además eso que lo perturba se traduce en una cosa, mi estimado: usted la va de pobrecito, se me hace el filósofo y no me atiende la novela...
El señor Paine se tomó un respiro, bebió de su vaso, miró en derredor como buscando una cara conocida que no encontró. De golpe lo sorprendió la voz de su interlocutor.
—¿Cree usted que debería ir al punto en una forma más directa?
—Si, Miguélez, defíname el punto y fluya, disfrute de su relato, invente, patee el tablero como si fuera un jugador... De hecho lo es, mi viejo, jamás olvide eso.
—La desdicha, Paine, la angustia de un hombre que intenta registrar en una ocasional transeúnte al amor de su vida, ése es el punto.
—Que ya lo sabemos, pero no me joda con esa cosa de mirar el cielo, Miguélez, como esos gaznápiros que como no saben qué inventar se creen aves o gatos, e intentan reflejar lo obvio desde una óptica harto molesta a los sentidos... El cielo es una vista obligatoria, no más que eso, ¿alguna vez vio un pájaro mirar al cielo?
—No lo sé, profesor, pero supongo que han de mirarlo.
—Y si no lo sabe, señor Miguélez, entonces no se me haga el pájaro ni me venga ahora con la sensiblería facilonga de las emociones, la moralina humana, el amor al prójimo y esas cursilerías ¿Acaso usted ignora cuáles son realmente las inquietudes de la gente, Miguélez? Adrenalina, Miguélez ¡La violencia, Miguélez! Sexo, poder ¡El poder de la adrenalina! ¡A, dre, na, li, na; Miguélez…! —sacó un pañuelo y limpió su boca...
—¿Usted sabe cuál es el mayor inconveniente que se presenta con la violencia, mi estimado? ¡Pues el hecho de sacar rédito de ella! ¡Se mean encima! Los mentirosos de siempre que salen en los medios tratando de explicar deliciosos hechos como un atentado terrorista, o las fechorías de un violador serial cuyo perfil psicológico termina coincidiendo con el de la mayoría de las gentes de este mundo, o un niño con un obús en la cándida aula del primario... Les encanta, Miguélez, ¡secuestros, terremotos, bombardeos…! A la gente, mi estimado, le encanta todo eso... Pero usted sigue en su atmósfera, Miguélez, en su asiento; tan meloso con el sustantivo en cuestión, aquella mujer que no le da bola, mientras las jovencitas del secundario se juntan a discutir si el grado de placer sexual que proporcionan a sus noviecitos en una mamada es o no directamente proporcional a la profundidad de sus gargantas, Miguélez... ¿Ha logrado usted interpretarme?
El joven quedó a la escucha como si las palabras no hubiesen chocado todas contra los tímpanos; como si aquella pregunta hubiese estado destinada a algún compañero de clase, pensaba en delicadas metáforas para su escrito, en las aves y el cielo. «Buena idea la del profesor» y casi por inercia, finalmente contestó.
—Sí, profesor, creo que sí y que tengo que poner más dinamismo en mi novela.
El otro terminó su licuado, ofuscado. Por la cara de su alumno había notado la distracción...
—Seré más claro, mi viejo, si usted cree que divagando como un marmota y revoloteando como un colibrí se va a levantar a la chica de su novela, su escrito no tiene gollete, Miguélez... Le digo más, en la historia de la humanidad hay cosas que van en continuo aumento, la tecnología y la estupidez entre otras, y accedemos a ellas con una facilidad asombrosa... Y usted ¿hace mucho que no anda a los mimos con alguna chica?
Miguélez enrojeció, buscó una servilleta para tener algo en las manos, nervioso, la frase lo tomó de sorpresa, maliciosa. Intentó defenderse.
—No creo que eso tenga nada que ver con mi novela, señor Paine...
—¡Es un punto, Miguélez! Se lo aseguro... Practique, sedúzcame de verdad a alguna por ahí y una vez saciado de genitales se me pone a escribir con una visión más clara, mi estimado.
—Hace un tiempo tuve una novia y me quedaron malos recuerdos...
—Se le nota, mi viejo, pero no se me achique, no me mire más por la ventanilla, Miguélez, los pájaros no miran el cielo sino su contenido, si no hay nada que ver no se me distraiga...
El veterano interrumpió su discurso cuando vio entrar a la joven mujer. Curiosamente le pareció reconocer en ella a la protagonista de la novela de su alumno. Era la hora acordada. Ella se acercó a la mesa a espaldas de Miguélez quien tomaba un respiro...
—¿Es usted Paine el escritor, verdad?— Simuló la chica cuyo perfume fue advertido por los de aquella mesa.
—Así dice mi cédula. Y usted es una muy linda muchacha, aunque en la suya no esté aclarado, le aseguro.
—¡Qué dulce…! ¿Podría firmarme este libro suyo que tanto me gustó?
—¡Será un honor! Y, a propósito, si gusta sentarse aquí le presento a Don Esteban Miguélez, el mejor de mis pupilos, una verdadera promesa en este tortuoso pero apasionante arte de las letras...
Ambos se pararon para que la invitada tomara asiento, el profesor Paine regaló un ejemplar de su última obra a la joven quien disimuladamente comprobó que el dinero acordado estaba entre las hojas de aquélla.
—Me llamo Natalia, y si el señor Paine lo dice, entonces serás bueno en esto...
—Los dejo chicos que es tarde, y a veces los viejos sobramos.
El señor Paine salió del bar, desde la vereda pudo ver cómo la mujer conversaba animadamente con su alumno, «las cosas que hay que hacer para que estos nardos se avispen», se dijo a sí mismo.
Buscó con la mirada una parada de taxis.
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