Uno intuye cuando el camino trazado comienza a llegar a su fin. El cuerpo avisa, los años pesan, la mirada languidece, surge una nostalgia sorda por lo dilapidado, por esos días de irresponsable ceguera. Memento mori, memento mori, repetido como un mantra obituario.
Las señales eran inequívocas y muy pronto fueron confirmadas por el doctor. La sentencia ya estaba proclamada y desde ese instante todo fue distinto para él. Otra preocupación surgía nítida para su ser vanidoso. Le inquietaba en grado sumo que su rostro se desmejorara más de la cuenta. Su historial de velatorios presentaba un saldo espeluznante: todos los fallecidos evidenciaban muecas absurdas, dolorosas. Una palidez sobrenatural, aterradora, porque eran los rostros de la muerte, poco compasiva y artera, como es de suyo comportarse. Escuchaba los comentarios embebidos en hipocresía: ¡Está igualito! Como si morirse conllevara el peligro de cambiar de identidad, siendo que muerto y todo, continuaba siendo el mismo, ya sin derecho legal alguno, salvo ser transportado a la fosa.
Y él no deseaba pasar por eso. Si en sus mejores momentos su rostro siempre tuvo un dejo de nostalgia, una penuria innata que se alojaba en la opacidad de sus ojos, esos labios curvándose hacia abajo y una palidez maquillada por la herencia, era necesario que su tránsito hacia el otro mundo conllevara una cierta epifanía, un tono más claro dentro de tanta oscuridad.
Se sorprendía a sí mismo realizando muecas curiosas, ejercicios que le levantaran el rostro, asunto curioso porque jamás ensayó tales prácticas para fortificarlos e intentar mejorar su apariencia buscando relacionarse con los conocidos.
Así, mientras su organismo daba inicio a los prolegómenos de un colapso, se afanaba en corregir esos defectos que lo martirizaban.
Una antigua noviecita suya se topó con él y casi prosigue su camino a no ser porque reconoció su mirada melancólica. Conversaron de muchas cosas, ella permanecía soltera y cada una de sus miradas delataba que algo vivo en su corazón pugnaba por transformarse en confesión.
-Me estoy muriendo, querida mía. – le dijo él, cuyo rostro no había respondido a los ejercicios y proseguía lánguido y con sus comisuras caídas.
Ella no derramó ninguna lágrima, pero un estremecimiento delató lo absurdo de la situación.
Al despedirse, se besaron con respeto en sus mejillas.
-Cuando me necesites, llámame por favor.
Él asintió con su cabeza, comprendiendo que la mujer todavía lo amaba. Lástima de asunto porque todo pasaba a ser irremediable, siendo otra la que se lo dejaría para sí en breve.
Como había ahorrado algún dinerillo, decidió acudir donde un cirujano estético para que remodelara ese rostro suyo de Virgen Dolorosa, refrescando la mirada y recuperando a como diera lugar la horizontalidad de esos labios, dichosa vanidad la suya, queriendo transformar ese rostro herido en una postal de despedida.
Se contempló en el espejo, no reconociéndose. La juventud había regresado por sus fueros, o mejor dicho, por la virtuosidad del cirujano. Sus conocidos, que no eran muchos, quedaron sorprendidos con esos cambios tan sentadores, aunque si hubiesen siquiera sospechado el objetivo final de tal metamorfosis, lo habrían tildado de loco por desaprovechar una pequeña fortuna en algo tan fatuo y no utilizarlo para tratar de encontrar remedios para su mal. De todos modos, era muy probable que tampoco supieran de una enfermedad incurable lo estaba corroyendo.
Pasados algunos meses, su cuerpo se resentía, desdiciéndose al mismo tiempo por ese rostro lozano que lucía. Varias mujeres se le insinuaron, pero él, estoico, permanecía indiferente. Nada de este mundo podía cautivarlo y su único propósito era conservar esa perfección tan bien plasmada, al final de cuentas, lo único que contemplarían quienes acudiesen a su funeral.
Cuando su exnovia se encontró una vez más con él, pensó que había sido succionada por algún portal del pasado. Él era un verdadero retrato de ya lejanos años y con tristeza infinita reconoció que ella parecía ahora su madre. Sustrayéndose de esta situación, sólo le sonrió. Una mueca triste fue la respuesta de él.
Para su fortuna, no sufría dolores, sólo adelgazaba, lo que le habría venido muy bien cuando estaba saludable, pero ahora surgía como un hecho anecdótico ya que la parca parecía jugar con él.
Medio año después, este señor fallecía y no teniendo parentela conocida, fue velado en una modesta iglesia. Su antigua novia, condolida por esa soledad con que se revistió, tomó algunas decisiones. Primero que nada, cerró la tapa del ataúd, colocando sobre ella una antigua fotografía del muerto, en donde lucía su rostro triste, pálido y demacrado, tan propio de él. Ninguna persona contempló su rostro real, el rejuvenecido y todos se alejaron concordando que aquel era el retrato más triste que habían visto en su vida.
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