Estaba sentado en el bar de la esquina de Pasco y Sarmiento. Junto a un ventanal. Cruzando la calle estaba la casa de mi hermano. Yo nunca había entrado en esa casa. Desde donde yo estaba podía observarla perfectamente. En el bar había parroquianos jugando al ajedrez o al dominó. En las paredes había publicidades de otros tiempos. Fotos de quién parecía el dueño del bar junto a amigos o personajes. Había una junto a Monzón.
No sabía realmente qué había pasado entre mi hermano y yo. O sí, lo sabía. O directamente no significaba nada saberlo o no. Lo que había sucedido es que, de a poco, como dos camalotes que se alejan arrastrados por la corriente, mi hermano y yo nos habíamos distanciado. Cuando nos veíamos nos saludábamos, un hola, qué tal, pero no mucho más que eso. No nos llamábamos por teléfono, no nos mandábamos mensajes, no nos escribíamos mails. Nada.
Tuve una epifanía.
Ahí sentado en el bar pude ver la cara de mi hermano. Tenía como cinco años y los dientes de adelante los tenía enlatados porque se los había partido. Se me acercó el mozo y me sacó de la ilusión.
¿Qué va a servirse?, me preguntó el tipo.
Un cortado, en jarra.
El mozo pasó el trapo húmedo sobre la mesa y se retiró. Yo le pasé a la mesa una servilletita de papel para terminar de secarla. Volví a pensar en los dientes de lata de aquel pibito que era mi hermano. Recuerdo que le habían enlatado los dientes como única solución al hecho de habérselos roto jugando a la pelota conmigo. Jugábamos a los penales en el patio de mi casa. Una pelota de goma. Tenía que patear yo. Si le metía el penal ganaba, si lo atajaba ganaba él. Pateé fuerte al medio. Me lo atajó. Él había ganado.
¡Pendejo hijo de puta!, le grité, en broma pero en serio, y me le tiré encima tipo tackle. Se pegó la jeta contra la pared y cuando se dio vuelta lloraba con la bocota abierta llena de sangre y los dientes partidos.
El mozo me trajo el cortado. Lo dejó en la mesa con un movimiento elegante como acompañando con el gesto de la mano la curvatura del platito.
Gracias, le dije.
Antes de que se fuera lo detuve sujetándolo de la muñeca. El tipo me miró raro.
Disculpe, le dije. ¿Acá no viene mi hermano a tomar café?
El mozo volvió a mirarme raro. ¿Quién es su hermano?
Se llama Lucas. Es parecido a mí, igualito casi, le dije.
El tipo escrutó la pared frente a él, frunció el ceño. Que yo sepa no conozco a nadie que se llame Lucas. No sé. A ver…a ver…póngase de perfil…un poco de perfil.
Hice lo que el mozo me pidió.
El mozo me observó. Movió un poco la cabeza como si estuviera enfocando.
Puede ser que haya alguien parecido a usted que venga a acá.
¿Todos los días?
No sabría decirle.
Gracias, contesté. Y sin querer, de un codazo tiré el cortado, se derramó todo el líquido sobre la mesa.
Uhhhhh, exclamé.
El mozo con un trapo secó el chiquero. Ahora le traigo otro, dijo.
Sí, por favor.
Me puse a mirar otra vez por la ventana. La casa de mi hermano. Mi hermano tenía un bebé. Jerónimo. Le había puesto así por el indio. Le había querido poner Tupac, pero parece que como la familia, cuando digo familia digo mi vieja, mi abuela, mis tíos, le dijeron que era una locura condenarlo a ese nombre, cambió de idea. Me imaginé a mi hermano saliendo en ese momento de su casa, con el bebé en un cochecito. El bebé peladito con un taparrabos y una pluma en la cabeza. Me reí. Volví a recordar: una vez habíamos ido a jugar a la pelota. Al club. Volvíamos esa tarde y vimos desde la esquina que había un patrullero y policías en torno a mi casa. Cuando nos íbamos acercando, la vieja de al lado de mi casa, gritaba:
¡Es ese! ¡Es ese!
Los policías se nos vinieron encima. Me agarraron me tiraron al piso, apuntándome con las pistolas.
¡No! ¡El otro!, gritó la vieja.
El otro era mi hermano, mi hermano es cuatro años menor que yo, por esa época era un pendejito de trece o catorce años. Cuando los policías lo miraron a mi hermano, como dije, un pendejito rechonchón, con cara de noño, con menos maldad que un bambi, bajaron las armas, se miraron entre ellos.
Empezaron a gritarse cosas. Uno que parecía el jefe se nos acercó.
Disculpen, chicos, dijo el policía, la señora dice que usted, lo señaló con el dedo a mi hermano, le violó al gato en reiteradas oportunidades.
Con mi hermano no sabíamos si reír o llorar.
Vayan, vayan, dijo el policía, métanse en su casa. Se ve que la señora tiene problemas mentales.
Caminamos hasta mi casa, la verdad que tiesos, y cuando entramos, nos miramos y nos matamos de la risa. Lloramos de la risa. Violador de gatos. Vio-la-dor de ga-tos.
El mozo me dejó el cortado en jarra delante de mí. Antes de que se fuera otra vez lo detuve tomándolo de la muñeca. Otra vez volvió a mirarme raro.
Dígame una cosa, le dije. ¿Por qué se distancian los hermanos?
El tipo pensó tres segundos.
Dicen que cuando uno quiere ser rey, cualquier hermano es un estorbo, me dijo.
Me quedé mirándolo.
Cualquier otra cosa que necesita, me avisa, dijo. Ojo, con el cortado.
Y me quedé pensando en la frase del rey y el estorbo.
Nos pasaba con mi hermano que no podíamos estar cinco minutos juntos que ya sacábamos chispas. En realidad casi nunca nos peleábamos explícitamente. Pero por lo menos a mí, ciertas actitudes de él, ciertos comentarios me ponían los pelos de punta, me despertaban una bronca terrible. Y a él supongo que le pasaba lo mismo. Creo que nos poníamos así cuando veíamos reflejados en nosotros las cosas que no nos gustaban de mi viejo. Y porque siempre fuimos medio cagones para enfrentarnos a mi viejo, nos la agarrábamos entre nosotros. Extrañaba a mi hermano, lo quería, pero había algo con la realidad que no podíamos arreglar, ni él ni yo. Tuve un repentino entusiasmo, pero se quedó en las ganas de cruzar la calle, golpearle la puerta, decirle que lo venía a visitar. Pero no lo hice. No sabía de qué iba a hablar, tenía miedo de que él dijera algo y me hiciera enojar y todo terminara de la peor manera.
Le di un par de sorbos al cortado. Un tipo que jugaba al ajedrez por ahí exclamó: ¡Jaque Mate! Se murió un rey, pensé. Volví a mirar hacia afuera. La casa de mi hermano. Me di cuenta de que habían levantado las persianas. O sea mi hermano estaba en la casa, o mi cuñada, tal vez, pero me las jugaba que él estaba ahí. Tomé otro poco del cortado. Le di el sorbo final y dejé caer la última gota bien dulce llena de azúcar en mi boca. Pensé, pensé que si lo tendría a mi hermano en frente le diría que la vida nos hizo tan diferentes, pero bueno, que aún así podíamos jugar una buena partida de ajedrez, por ejemplo. Fue en ese momento que miré hacia afuera y lo vi salir. Cerró la puerta con llave. Caminó por la vereda. Me desesperé. No sabía qué hacer. Atiné a asomarme por la ventana y gritarle algo, saludarlo, pero no, de repente me di cuenta que venía hacia el bar.
Entró, no miró demasiado, se sentó en una mesa de espaldas a mí. Ahora podía ir y hablar con él, pero no. Le mandé un mensaje por el celular.
¿Cómo andás de la gastritis?, se me ocurrió preguntarle.
Lo vi agarrar el celular, contestar, me llegó el mensaje.
Estoy bien, gracias por el interés, fue la respuesta.
El mozo casi al trote se acercó a mí.
¿Ese es su hermano?, me preguntó.
Creo que sí, dije.
¿Quiere que le avise que está usted acá?
No, está bien.
Entonces le di un billete grande. Le dije que se cobrara de ahí lo mío y lo que tomara mi hermano. Por supuesto él se pediría un cortado en jarra, como solía pedirse mi papá.
Dígale a mi hermano que el cortado se lo pagó alguien que lo quiere mucho, le dije al mozo.
El mozo se inclinó y me dio un abrazo.
Gracias, le dije.
Me puse de pie, miré a mi hermano, caminé sigilosamente entre las mesas y salí del bar.
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