La vida me ha deparado encallecer mis manos en el duro trabajo de la construcción para desengaño del muchacho que se descubría amigo de libros y vericuetos poéticos. Con aquella neblina creativa me protegía del horror a los estampidos de pistolas en la noche de sangre de los barrios atroces en que me crié.
Siempre fui pobre en este plano inclinado que es el mundo. Iba a migrar a otras latitudes pese a ciertas facilidades económicas: el incierto futuro me obligaría a ello: el país entero era una casa de locos, un polvorín.
Aquí, en estas otras latitudes, nadie regala nada. Me levanto de madrugada con el cuerpo descoyuntado por el dolor físico al grito de un implacable reloj puntual. A menudo me sobreviene en esta áspera ejecución mañanera, la nostalgia de cuando la salida al instituto era un dulce ritual de sahumada presunción, un preámbulo para la galantería cotidiana. Ando disciplinándome en llevar al menos la comida que me haga soportable la rudeza del día que se aviene. Alcanzo apurado la guagua y me dirijo hacia esa rutina que me mata a plazos. Para mis compañeros, hombres nacidos en otros estratos más crueles, hombres de tez curtida, de manos y dedos imponentes, de hombros amasados por la energía concentrada, soy el estudiante, el novato, el aprendiz, el tierno muchacho delgado que aún no se ha metamorfoseado en hombre de calle. Siento que esperan con alegría ese momento en que tras mi aprendizaje, el valor y la fuerza emanen de mí. No hay burla. No hay reproches. Son hombres de mirada franca y lúcida con una visión realista de futuro. Son los doctos de esta época brutal que los intelectuales no adivinaron. El horizonte de todos ellos, no así aún el mío, es la renuncia. Sospecho que ese sentimiento íntimo será mi bautizo de fuego. Está al llegar.
Versan sus conversaciones sobre los felices domingos con mujer e hijos, sobre los lejanos parientes a los que envían dinero, sobre la jugada tramposamente pitada que no favoreció la divisa de sus equipos, sobre las averías de sus cochambrosos autos. Hablan sin lamento ni autocompasión. No dejan entrever apenas esas bocas difíciles de alimentar, o esas facturas que se amontonan y apremian o alguna mujer que los condena al frío de sábanas desoladas. Soy admirador secreto de sus silencios inescrutables. El semblante de la pobreza son unos ojos donde no anida el miedo inventado.
Yo, el estudiante, el precoz hombre de letras, que en la sombra de mi cuarto ensayé sonetos dedicados a los trémulos corazones de mis compañeras de grado, yo, que entonces abominaba de la pereza mental de esos compañeros, los mala hierba, venidos de los suburbios y destinados al fracaso endémico; yo, ahora venerando sus fuerzas vitales, sus enterezas, sus ambiciones aferradas a tierra. ¡Perdón a la vida por mi inmodestia, por mis absurdas pretensiones, mi futilidad de antaño!
—Santiago, pocos viven la vida que quieren. Esos, poco le sacan. La vida que enseña de verdad es la que toca. No te ahogues en aquella que deseas —me consolaba una vez un primo en una de las llamadas desesperadas a casa de mi tía. Tal vez eso pensó mientras se desangraba antes de morir en el callejón en que le atracaron.
A pesar del cansancio, siento la fortuna de ver la vida con la perspectiva de quienes me eran odiosos, o mejor decir, de quiénes encarnaban mi miedo a las contingencias futuras. Presiento en mi blanda carne al hombre de calle pujando sobre el pusilánime estudiante como imparable aluvión sobre dique. Ese hombre se acerca para hermanarse más profundamente con la humanidad doliente. Y sé que lo hará con la misma alegría de estos laboriosos seres.
—Santiago, esto es lo que hay de momento —me dice uno mientras acarrea con la carretilla llena de bloques—. El mes que viene a buscar trabajo de nuevo. Ley de vida.
David Galán Parro
20 de septiembre de 2023
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