Verónica está pensativa, cuenta a su mamá que a Vicki le pasa algo.
--Ya no es como antes —dice--. Ya no juega. Ya no habla. Ya nomás se la pasa escondida en las jardineras, sentada, mirándonos a todas a lo lejos.
Su papá que está con ella a la mesa, escucha y pregunta:
--¿Quién es Viki?
Mamá responde: “La mejor amiga de tu hija, ¿qué no sabes?”.
--No-o, –dice él, asintiendo divertido con la cabeza y mirando graciosamente a su hija.
Consciente, la niña le entrecierra sospechosamente los ojos. Luego, tras un mohín, le saca un cachito de lengua que dulcemente papá disfruta.
Mamá pone entonces las tazas sobre la mesa. Vacía el chocolate. La panera, al centro, rebosa delicias.
--Y porque no quiere jugar con ustedes, hija. ¿Qué le hicieron? –pregunta cariñoso papá.
Verónica estira la mano y toma una concha.
--Nada… –responde y:
--De verdad… nada… --insiste, mordisqueando la concha y sosteniéndola ahora con ambas manos.
Luego, absorbiendo un poco de chocolate.
--No sabemos… de verdad… Antes no. Antes era como nosotras. Nos divertíamos…Mucho… Jugábamos. Ahora nada más nos mira pero no se acerca. Yo le he preguntado por qué, pero no quiere hablar.
Papá la escucha curioso, ha cogido un segundo bolillo y lo ha hundido en una enorme taza con figuritas a los lados, mientras mamá, complacida, y recargada en la estufa, permanece con los brazos cruzados, atenta.
--A nadie le habla—prosigue la niña--. Ni a los maestros. Por eso ya nadie le hace caso. Ahora se sienta hasta atrás. Está sola allí, me da pena, solita, sin hacer ni decir nada.
--Y la maestra --pregunta intrigado papá—¿qué dice la maestra cuando la ve así?
--¡Nada, no te digo que ya ni le hacen caso! –responde terminante la niña.
--¡Ah! –dice papá, sorprendido. El hombre toma entonces una servilleta, da gracias, limpia su boca y se levanta. Va hacia al baño, se lava los dientes y pasa a la sala, recoge el celular y las llaves. Regresa. Mamá es ahora quien está sentada, pensativa, frente a Verónica. Papá hace una seña y Vero bebe el último sorbo de chocolate que le ha quedado.
--Pobre niña –dicen mamá y papá casualmente a un mismo tiempo, sonriéndose enseguida, divertidos.
--Las cosas que le han de estar pasando –reflexiona entonces mamá, cabizbaja, mientras papá asiente y diligente recoge uno a uno los trastos.
En la pared derecha justo en el centro y al lado de dos pequeñas repisas, el reloj marca veinte para las ocho.
Papá coloca entonces los trastos dentro del fregadero y empieza a lavarlos; mamá da un salto y lo hace a un lado.
“Vete, vete ya --dice--. Es tarde”. Sale entonces la niña brincando del pasillo y papá abre pronto la puerta que da a la calle. Levantando a duras penas la mochila de su niña, dice: “¿Qué llevas, hija, piedras?”
Esa noche, acostados ya, mamá comenta a su esposo: “Tu hija quiere que mañana la dejes ir a casa de su amiga Vicki”.
--¿Vicki?... –pregunta él, extrañadísimo--. ¿Qué Vicki no es la niña que no le habla a nadie?
--Sí, ella. Tu niña dice que hoy le habló. Dice que ya sabe por qué esta triste. Le ha confesado su secreto. Y, ¿sabes tú cuál es su secreto?
--No.
--Imagina.
--No… pues no. Aunque… ¿No la ha de estar violando el papá por ahí?
--No.
--¿El tío?
--No.
--¿El hermano?
--¡No! ¡Nadie la ha hecho nada! Tú conoces a su familia. Piensa. Cómo o por qué, una niñita de 8 añitos: linda, limpia, alegre, de familia tranquila, ¿estaría ahora muy, pero muy triste?, como dice tu hija.
--¿El-a-bue-lo?
--¡Ya, payaso! Esta triste por traviesa. Ha bebido de una botella y se ha mareado. Así me lo ha contado tu hija.
Al parecer era vino; porque después, dice, la pobre se cayó y, desde entonces, sus padres la tienen castigada.
Dice que apenas si le dirigen la palabra; avergonzados, supongo.
-- Y qué desfiguros ha de haber hecho, también. ¡Y dónde! Porque si fue en su casa, la cosa no habría pasado de ahí.
--Imprudentes, ¿verdad?
--Mamones, querrás decir. Yo me tomo una botella entera y tan feliz la cosa.
--Tú estás loco.
--Pero no maracuyá.
--¿Ma…ra…? ¿Qué dices? Mejor cállate. Contéstame, dime: ¿damos o no damos permiso a Vero de ir a casa de Vicki?
--¡Claro que no! ¿Y si nos la emborrachan? Borrachas ellas, borracho yo, ya somos muchos borrachos, ¿no crees?
--Mamón.
--Pero no maracuyá.
--Mañana entonces las acompaño, hablo con su madre, me regresó y recojo a Vero en dos…tres horas, ¿cómo vez?
--La verdad… --dijo pausadamente el hombre-- si no fuera por la niña –y se giró, dándole la espalda y arremolinando tiernamente a su esposa--: te diría que no. ¿Se emborrachó? ¿O la emborracharon? El vino quema horrible. ¿Qué niño toma algo que sabe a lumbre?
--O a meados de burro, si fue cerveza –repuso la esposa.
-- Porque no fue poco lo que tomó, ¿verdad? Para caerse seguro que fue un buen buche; y eso, créeme, sólo se hace si tuvo ejemplo; o la forzaron, que es peor —remató entonces el marido.
El silencio que siguió fue sutil, rítmico y cadencioso, el ronroneo de un refrigerador arrimado al fondo, a un lado de la puerta de salida.
--Pobre niña -–dijo entonces el hombre--: y que triste sus padres. Dejarla de hablar como si así se corrigieran las cosas, poniéndose a su altura. Absurdo, nada claro, inverosímil incluso, ¿verdad, amor?
--TONTO —dijo ella, categórica, abrazándolo y relajándose enseguida, preparada ya para el sueño.
El hombre sin embargo comentó algunas cosas más, cosas que dejaron de interesarle a la mujer, bla bla bla;
pero la mujer ya no escuchaba, o escuchaba, pero sólo a medias, sin darle importancia al asunto.
Finalmente el hombre dio un gran suspiro y abruptamente dejó de hablar.
10,30 pm. Día siguiente.
--No lo entiendo, amor, no lo entiendo...
El marido acababa de llegar y trataba de ponerse cómodo, buscando sus chanclas.
--¿Qué ocurre? ¿Qué dices? ¿Qué es lo que no entiendes?
La mujer daba vueltas en el pasillito que daba a las habitaciones, visiblemente alterada.
--Es Vciki…Vicki… la niña.
--¿Qué tiene? ¿La niña qué...? --insistió el hombre, parado ahora frente a ella.
--Está muerta.
--¿Muerta? ¿MUERTA? -–Repitió el hombre, incrédulo--. ¿Quién está muerta?
--Vicki. Escuchaste bien. Vicki está muerta.
--¿Pero cómo? ¿Qué le pasó? ¿Estás segura? No bromeés. No juegues con estas cosas, ¿eh?
--No te engaño. Vicki está muerta. Bien muerta. Me lo ha dicho su profesora hoy, al salir de clases.
El hombre no estaba nervioso, estaba atónito. Escuchaba a su mujer pero no la entendía. Su mujer lo miraba fijamente como buscando algo en él. Acababa de bañarse y así lo había recibido: sin maquillaje, sin peinar, con una holgada playera y en chanclas. Iba de aquí para allá y de allá para acá levantando nerviosa con los dedos unos caireles que de continuo le caían sobre la cara; también traía puesto ese horrible pants raído que él decía detestaba.
El hombre frenó entonces a la mujer, tomándola de los hombros.
--Me lo dijo únicamente a mí –dijo ella, tratando de controlarse y de ordenar sus ideas, consciente de que eso quería su marido.
Después, un poco más calmada:
--Primero me mandó llamar con Vero --continúo--. Yo esperaba a la entrada de la escuela como siempre; luego, cuando acudí y estuve frente a ella, me preguntó si ya tenía conocimiento del hecho.
“¿Cuál hecho?”, le dije yo.
Ella se puso seria, como extrañada. No se esperaba esa repuesta, supongo. Entonces empezó a mirarme y a mirar a Vero como tratando de entender. Luego, sin cambiar de expresión, se levantó, me guiñó el ojo y, fingiendo apuro, como recordando algo, dijo: “Vero, quédate aquí”, mientras me tomaba del brazo y me jalaba hacía la puerta. “Tu mamá y yo vamos a hablar un poquito. No tardamos”.
Empezó entonces a contarme: dijo que Vicki estaba muerta. Tristemente muerta desde hace 20 días.
--¡20 días! --exclamó el hombre.
--Sí. ¡20 días! --respondió la mujer--. Me lo dijo así, de improviso, asustándome. Dijo que la pobre se había envenenado.
--¡Envenenado! –-volvió a exclamar el hombre--. ¡Y 20 días! ¡Estás segura que te dijo 20 días!
--¡20 días! –repitió la mujer.
--¡Eso no puede ser! Vero ha dicho...
--Eso es lo más extraño –interrumpió la esposa--. La maestra dice que Vero parece haberse enterado de alguna forma, pues es el mismo tiempo que tiene de extraña.
--¿Extraña?... ¿Cómo?
--Sí. Dice que ya no es como antes. Ya no juega. Habla sola. Se aparta de sus amigas. Se sienta hasta atrás. En fin, todo lo que Vero nos ha contado hace Vicki.
--¿Entonces no era Vicki , sino nuestra hija?...
--No sé. Tú dime…
Atrás del hombre pegado contra la pared estaba un viejo y enorme sofá que él había comprado en una barata, el hombre retrocedió dos pasos, dio un gran suspiro y se dejó caer en él, todo el peso de su cuerpo apenas si hizo ruido.
--Ya hablaste con ella –preguntó entonces.
--Sí. Pero no quiere hablar. No dice nada. La maestra cuenta que le ha preguntado; yo también, cuando veníamos; pero no; nada más se agacha. Parece la estuviera regañando.
--Bueno; no es para tanto. A la mejor es como dice la maestra, de alguna forma se enteró y por eso su cuento.
El hombre entonces echó los brazos hacia atrás, rodeando los dos cojines del sofá e indicando con ello la comprensión del asunto:
“Craso mecanismo de defensa”, dijo.
--Tétrico mecanismo, dirás –respondió la mujer--. Además, no checan muchas cosas.
El hombre sin embargo se había calmado ya. Sus chanclas, las que buscaba, calzaban ahora sus pies, las había encontrado tanteando debajo del sofá mientras escuchaba y se las había puesto. La mujer entretanto caminaba unos pasos, se sentaba, se paraba, volvía a caminar. Pese a ello el hombre no estaba preocupado por ella. Ella estaba bien. Le preocupaba su hija. Su chiquita. Había una mancha oscura en el suelo y su mujer pasaba sobre ella igual que el asunto pasaba una y otra vez por su mente.
--Hay muchas vickis –dijo entonces el hombre, meditativo--. Quizá la Vicki que hablaba Vero no es la Vicki que habló la maestra.
Pero no estaba seguro, así que chasqueó la lengua consciente de su duda.
Todo era extraño. Faltaban detalles, más información, y al pensarlo le brillaron los ojos. De repente comprendió lo que debía hacer. “Mañana”, dijo. “Cuando Vero esté más calmada y pueda contarnos a detalle, seguro se aclararán las cosas”, y estiró las piernas satisfecho por su resolución. Su mujer estaba sentada ahora a su lado, recargada en su hombro. El dio entonces un enorme suspiro y tiernamente abrazó a su mujer.
Entonces se escucharon unos pasos, furtivos, por el pasillo. Ellos se estremecieron, voltearon y, como un fantasma, apareció Vero.
--¡Hija, chiquita! –dijo papá, blanco del susto.
Trémula, la mamá se levantó y corrió hacia ella, la estrechó, la levantó y le dio un sonoro beso en uno de sus redondos cachetes.
¿De dónde saliste? –le dijo--. No te habíamos visto. ¿No estabas dormida ya?
--No.
--¿Y por qué no? ¿Dónde estabas? –preguntó papá que también se había levantado y corrido hacia ella. --¿Escuchaste lo que dijimos? –replanteó.
--Sí.
--No pasa nada –dijo papá.
Entonces papá presionó y mamá le cedió la niña, él la tomó, la besó, la estrechó y la llevó dulcemente hasta el sofá, luego la sentó en sus piernas, acurrucándola.
--La vida es así, chiquita –explicó.
Después mirando su carita ensombrecida:
--No estés triste, hija –le dijo--. Estas muy pequeña para estas cosas. Son hechos que pasan. No se pueden evitar. Mira –comenzó a confortarla--: imagínate que los papas de Vicki se hubieran sacaron la lotería. ¡Eso es!
¡El premio mayor! ¡La gran fortuna! Tienen ahora un montón de dinero y pueden hacer muchas cosas. Con dinero se pueden hacer muchas cosas, ¿sabías? Imagínate entonces que se compraron una casota. ¿Dónde se la comprarían? ¿Dónde? ¿Por aquí?... Nooo, ¿verdad? Por aquí no hay casas bonitas. Tendría que ser lejos, muy lejos, y allá lejos tendrían que irse; pero ¿quiénes tendrían que irse?… ¿eh?, ¿eh? Pues mamá, papá e hija, ¿verdad? Vicki tendría que irse, y, ¿podríamos hacer algo nosotros?, dime. ¿Podríamos hacer algo?... No, ¿verdad? Pues eso fue lo que pasó con tu amiga Vicki. Ella se fue. Ya no va a volver. Se la han llevado y nos guste o no, no podemos hacer nada. Así es la vida.
La niña continuaba sin embargo muy quieta, con su semblante austero, pegada al pecho de su padre. La madre por su parte había salido y había vuelto, no se la veía nerviosa ya, ahora traía en las manos un cobertor. La mujer permaneció parada frente a ellos durante unos segundos, al parecer fascinada; después, tiernamente, cubrió el cuerpo de la niña.
Era cerca de la media noche y los molestos ruidos provenientes del edificio y la gran ciudad, gratamente, por ese día, habían menguando. No obstante, sorprendidos,
los esposos escucharon súbitamente otro tipo de ruidos, ruidos extraños, curiosos; pequeños ruidos provenientes seguro de algún lugar cercano, no sabían dónde.
Se miraron unos segundos.
¿Qué será?, decía el rostro de ambos.
Entonces los ruidos cesaron y mamá se fue asomar y papá empezó a sentir frío. Incómodo, reacomodó el cobertor y vio con sorpresa que Vero lo miraba fijamente.
Desconcertado, iba a preguntarle, pero un destello de entendimiento en la mirada de su hija detonó un electrizante escalofrió en el cuerpo suyo. Se le erizaron todos los vellos de su piel.
No necesitaba explicaciones, no las quería, emergió el instinto y el instinto hizo que sólo deseara una cosa: detener a su mujer, pararla, gritarle que volviera. Iba a levantarse, pero su mujer ya estaba ahí: aturdida, perpleja, con el puño en la boca y los pelos de la nuca totalmente erizados.
Inmersos entonces en una densa oscuridad de un extraño apagón repentino:
--Papá –confirmó Vero-- Vicki está aquí.
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