La primera vez que mi hermano desapareció fue en la playa. Confieso que experimenté un cierto alivio y también alegría. Por fin dejaría de compartir mis juguetes con él. Claro que cuando uno tiene seis años, todavía no sabe lo que son las pérdidas. Ese día, él reapareció sobre los hombros de un desconocido rodeado de gente que aplaudía. Era una costumbre de aquella época, eso de aplaudir para que los padres pudieran ver que su hijo ya no estaba perdido.

Ahora también aplauden en su despedida, algunos parecen emocionados después de escuchar las palabras que pronuncié en la iglesia.
Esta vez, su desaparición me provoca desconcierto y no logro acostumbrarme a la idea de no volver a verlo.
Será por eso que sigo hablando con él como si aún estuviera aquí. Le pregunto cómo es el otro lado y si allí se está bien.
He notado una voz dentro de mi cabeza que responde todas mis preguntas.
Ya en el cementerio, la voz en mi cabeza hace un silencio respetuoso.
Cierro los ojos y cuando los abro veo a mi hermano de pie junto a su tumba. Un resplandor me enceguece. Aunque hace frío, el sol ilumina este momento desolador.
Saludo a varias personas y subo a mi auto para ir a casa. Mi hermano ya está sentado en el asiento del acompañante y me saluda cuando abro la puerta. Conduzco sin mirarlo hasta que algo me hace desviarme por un camino de tierra.
Las dos horas que comúnmente tardo en hacer el recorrido, hoy se han convertido en unos pocos minutos.
Bajamos del auto. Él me abraza, después se aleja por la playa desierta y yo por fin puedo llorar.