SOLO DIME QUE NO ME AMAS
La ciudad de Nueva York se prepara para dormir, ese sueño recurrente de todas las noches, donde el sol aparenta morir y la luna cree ser el astro dominante. Los fuertes, antaño rayos del sol, son aplacados por la oscuridad de la noche. Un ritmo ancestral que ni Dios puede interrumpir: luz y oscuridad se debaten en ese cielo eterno que nadie puede perturbar. Seres que aparentan ser humanos transitan las calles de esa ciudad iluminada artificialmente, al igual que sus almas. Son solo sombras que transitan, viven, ríen, lloran, se vengan, enamoran, odian, matan, salvan vidas. ¡Eso es ser humano! Una contradicción y al mismo tiempo un gran redentor. ¡Qué maravillosa y multifacética es la naturaleza humana!
Karen, como todas las noches, se viste con esas ropas extravagantes que atraen a los hombres. Son sensuales, como ella misma, pero no lo desea. Su falta es tan corta que deja casi entrever sus partes íntimas. Su nombre polaco resultaba casi impronunciable para los hombres, por eso su proxeneta se lo cambió por uno más norteamericano: Karen. Sus transparentes ojos azules, su rubio pelo lacio, su esbelto cuerpo, no eran de su propiedad. Le pertenecían al mejor postor. Todas las noches, cuando la luna sucumbía ante la potente luz solar, debía exhibirse en aquella avenida iluminada con las marquesinas de los espectáculos que ofrecía esa ciudad del pecado. Cada noche se sumía en la desolación, en la oscuridad que la luna pretendía eludir. No valía nada. Solo era una mujer, una niña, una joven, que con apenas dieciocho años de ver las primaveras debía sufrir la amargura de la existencia. Su hijo, de apenas dos años, era todo para ella. Su mundo, su refugio. Algo que valía la pena vivir. Solo eso la impulsaba a hacer lo que fuera. Era indocumentada en los Estados Unidos, casi un ser inexistente. El hambre, la desprotección, el falso amor que le prometió ese norteamericano que la hizo viajar a ese país.
Peter la había frecuentado hace tiempo. Era de su misma edad. Era bien parecido, pero su timidez extrema le dificultaba interactuar con otros. Solo las prostitutas podían atenderlo y comprenderlo por un par de dólares. El otoño se hacía sentir, pero las chicas de la avenida parecían no sentirlo, por obligación. Debían mostrar sus virtudes a toda costa. Peter estacionó su motocicleta en la acera donde estaba Karen. Timidamente le dijo:
-Vamos a lo de siempre por el mismo dinero.
-Está bien.
Los dos jóvenes fueron al apartamento de costumbre, hicieron el amor, como de costumbre. La habitación, fría como sus almas, los rodeó. De repente, no era todo como siempre. Todo parecía diferente, como templado por algo desconocido: tal vez el alma humana. Peter acarició su rostro, algo que nunca hizo así. Karen lo observó con sus profundos y expresivos ojos azules que, con el resplandor del magro farol, se transformaron en marrón opaco.
-Solo dime que no me amas —dijo Karen abierta y decididamente.
Claro que la pregunta fue insolente, pero al mismo tiempo oportuna. Dos jóvenes desnudos, después de hacer el amor apasionadamente, solo podían verse a los ojos y tal vez decir la verdad. Peter le acarició el rostro, ese sufrido rostro, con tanta ternura que desfallecía. Sabía de su hijo, del engaño que sufrió, de lo que había pasado. Pero desconfiaba. Volvió a ver sus ojos, perforó su alma. Escudriñó su ser. Todo ella. No había dudas, una chispa, algo inesperado, algo impensable había nacido: el amor. ¡Claro que sí! El amor puede nacer de las cenizas, del ocaso, de lo más profundo que el hombre puede soñar.
-No puedo decirte eso, porque te amo, Karen. Desde que te conocí. Pero dime: ¿cuál es tu nombre real?
-Alina
-¿Y tu hijo?
-Apoloniusz.
-Vamos a intentarlo. Tengo algunos dólares ahorrados, vamos a escapar. Nos iremos al Sur, allí tengo familiares, nos van a ayudar. Tendremos una nueva vida con tu hijo, que será el mío.
Desde la más profunda oscuridad de la noche y del destino, de una ciudad que solo ilumina almas artificiales, sombras que aparentan luz, nace el amor, sincero, limpio, sin manchas. Solo podemos esperar su éxito, como pobres almas que padecemos este mundo.
|