Ha muerto Chaplina, bautizada así por una mancha que negreaba sobre su hocico y que simulaba muy bien la forma de un bigotito. Pocas veces la vi, salvo por nutridas y emotivas fotografías y videos que me enviaban, pero sé que era el alma de mi hijo mayor. Mientras él realizaba sus labores en esos oscuros días en que el coronavirus nos obligó a permanecer bajo llave, ella lo aguardaba sobre alguna silla o paseándose descaradamente sobre el teclado del computador. Era su hija, la regalona que, al parecer, intuía ese privilegio y entre maullidos y ronroneos parecía dar a conocer sus puntos de vista.
Que mi hijo y mi nuera hayan preferido adoptar a un par de lindos gatitos en vez de dedicarse a concebir hijos que lo resignifican todo, fue una opción que no me atreveré a discutir. Muchos matrimonios han decidido ser cicateros en este aspecto argumentando una y mil razones, algunas tan valederas, que sólo basta entornar los ojos para comprenderlas: la principal, la sobrepoblación mundial ya va siendo un grave problema y muy pronto los graneros del mundo no darán abasto para satisfacer tan enorme demanda. Habrá otros motivos, más personales que tampoco pondré en la palestra.
Pero, me escapo del tema principal. A sus nueve gatunos años, Chaplina comenzó a sufrir los rigores de la edad. Quizás influyó su cómoda vida entre cuatro paredes, ronroneando y disputando sus espacios con Isadora, su hermana adoptiva. Pudo ser también esa frustrada razón suya y que es el alma de todo gato: trepar tejados, sentir el viento colándose entre sus sensoriales bigotes, disputar espacios con otros mininos e intercambiar ese lenguaje sin palabras y un legado que los ha provisto de elegancia y divinidad reconocida por milenarias civilizaciones. Acaso pudo poner en práctica toda esa larvada astucia delante de un aterrado ratoncillo, cercándolo, abriéndole paso y estirando su musculatura para darle caza. O bien, pudo la naturaleza brindarle la oportunidad de regocijarse con la compañía de un macho que le diera la oportunidad de perpetuar la especie.
El tema es que su cuerpo se fue desmejorando desde adentro hacia afuera, que sus riñones, que su sistema circulatorio, que una y mil razones para explicarle a sus amos que tanto cariño prodigado no era suficiente para mantenerla ufana.
Se invirtió tiempo y dinero para intentar restituirle la salud. Exámenes acuciosos, inyecciones y una vía socavada en su cuerpo para prodigarle alimentación. Pero se desmejoró cada día más, desoyendo su cuerpo tantas atenciones.
Y hoy, patuleca y con sus ojos sin brillo, Chaplina recibió por fin una inyección para brindarle descanso eterno. Esto lo supe por un Whatsapp que me envió mi hijo comunicándome esta triste nueva. No dudo que de sus ojos brotaron lágrimas, porque yo mismo comencé a parpadear rápido y sentí una cierta humedad en mis ojos.
Era el sucedáneo de un rapazuelo gritón y desordenado con nombre y apellido plasmado en la pila bautismal, sólo una gatita con un bigotillo negro que se quedará para siempre estampada en el recuerdo.
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