Llegué a la estación Tacubaya del Metro, abordé un tren, el cual, a mitad de túnel, entre un andén y otro, interrumpió su recorrido. Mi corazón pulsaba vertiginoso dentro de un vagón sin iluminación. La penumbra apenas fue condescendiente en la identificación de usuarios. Una chiquilla gritaba que quería ir con su papá, mientras un ocurrente argentino vaticinaba una aciaga desdicha. Yo desfallecía entre una vorágine de humores, y para colmo, sin ventiladores activados.
De pronto, aspiré un olor que, según mi camarada Miguel Ángel, el químico, pertenece al ácido butírico mezclado con sulfuro de hidrógeno y disulfuro de carbono. Aunque para mí era un tufo a mantequilla rancia y huevo podrido. Intenté adivinar quién había sido. Tal vez la doncella de la playera con el rótulo: “No al aborto”, o el caballero trajeado que, pese a la poca luz, intentaba leer Historia del tiempo de Hawking.
Por lo fétido, el aroma provenía de un viajante con una pródiga dieta en azufre. Comensal voraz de cebolla o coliflor. ¿Lo soltaría el adolescente punk con piercing en la boca o el señor que estaba dormitando parado? - Pensé -. Sabría acaso, el victimario que no debía mezclar hidratos de carbono: harinas, pan, cereal o arroz; con proteínas: carne, pescado, huevo o queso.
En ese momento quise gritar: “¡Policía!”. La ventosidad permaneció varios minutos, luego se condensó en la ropa de los pasajeros cercanos al lance. Un niño que manipulaba su teléfono celular de última generación me pareció sospechoso, también el gentilhombre del sombrero a la Gardel. Aventarse un pedo era normal. Una persona expulsa, en promedio, un litro de gas diario, pero haberlo hecho en público y en estas circunstancias era criminal… grrrrr….
Para estos casos, nada mejor que mezclar en un tazón de agua tibia, dos cucharadas de polvo de jengibre con un pellizquito de asafétida y una pizca de sal de roca. Por fin, el convoy avanzó y arribó a la estación Observatorio. Descendí del tren sin descubrir al autor de esa gana fisiológica. |