—La realidad que tú conoces no es una verdad absoluta, Yumil. Sobre todo, es un constructo cerebral. ¡Mira allá arriba!
El viejo lo dijo con total seguridad mientras se apostaba en el apeadero de la estación portuaria. Levantó el brazo y apuntó con su dedo hacia un cielo rojo recién ocupado de gusanos de luz que bailaban en medio de un juego de bengalas solariegas y sombras araliáceas.
Era una tarde hermosa de verano en las playas de la albufera del Mar Menor.
Rígido como la estatua del dios Helios sobre la isla de Rodas, seguía señalando en el núcleo de las nubes la imagen de una ciudad flotante que dejaría deslumbrado incluso al mayor de los agnósticos. Un conjunto numeroso de edificios de cristal desafiaba el reino olímpico con sus rascacielos que brillaban a contraluz en un espectáculo imponente y superlativo. Podían verse, con especial nitidez, edificios de arquitectura futurista, si acaso cabe tal descripción, ya que no conozco el futuro y cualquier mención de él me haría quedar un poco anacrónico como resultaron aquellas ilustraciones del siglo XIX respecto a los días postremos del siglo XX. En su centro, sobresalía un edificio que tenía la forma de un ambón, lo que le daba el aspecto de un vigilante robótico.
El viejo veía la «ville flottante» con la religiosidad de un acólito. No era un tipo cualquiera. Era el doctor en física Alonso Florencio de Loyola. Por lo que verle intranquilo, cubriéndose la boca de la impresión, representaba un signo de alarma para mi escasa capacidad lógica. No quedaba más que dejarse arropar por el percepto turbulento que emanaba del estafermo, pues lo imposible se manifestaba ante nuestros ojos.
—Lo advertí desde hace mucho tiempo —dijo, serio y abstracto—. A cambio, recibí burlas y motetes de “loco polémico”. Me amenazaron. Dijeron que me expulsarían del gremio, sin honores. Los sentencié con que de no haberlo descubierto y construido yo, otro lo haría, aquí, allá, o en otro planeta. Lo veo y me digo: Ha sido hecho.
Y lo decía con exactitud. Su ensayo científico, «Cuántica», le había granjeado una especie de prestigio honorable, pero incomprendido, diría que rayano en lo peligroso. Disconformes con su trabajo, muchos intelectuales lo atacaron diciendo que su «hipótesis», no que teoría, liberaba sin pudor a la Humanidad del determinismo inescapable de la realidad nomológica. Dejaban patentado que su forma de razonar no solo era un riesgo para el planeta, sino para todo aquello que lo rodeaba. Se volvió un apestado dentro de la comunidad científica.
«Tan solo somos sombras de una existencia más profunda», dijo tras despedirse de un importante simposio, citando las palabras del célebre pensador de la moral, José Ingenieros; fue su último contacto con la sociedad de ciencias, que lo hacía sentirse despreciado y denostado.
Su teoría, pues, fue apartada y olvidada entre sus colegas. Sin embargo, partes de la misma se hicieron eco en la narrativa catastrofista de los creadores de noticias falsas, que pronto la abrazaron, tergiversaron y monetizaron hasta transformarla en una leyenda urbana «censurada».
«Neo y Trinity pudieron haber vivido su amor en la vida real, según el científico de Loyola», titulaban de manera sensacional sus artículos las revistas seudocientíficas.
«Cuántica» era una contribución maravillosa del «Principio Holográfico» a la teoría de cuerdas y la gravedad del cuanto. En el papel, el viejo Florencio de Loyola había hecho la primera comprobación teórica de la Conjetura de Maldacena, donde se plasmaba en fórmulas una de las ideas más importantes y revolucionarias de la física moderna.
Proponía con la honestidad del científico independiente que el universo se podía entender como una imagen de dos dimensiones que está dibujada en el límite del espacio, como si fuera un «holograma». Las tres dimensiones que vemos, enunciaba, son solo una forma de describir lo que pasa a gran escala y con escasa energía, pero no son la realidad más viva.
«Son solo sombras de una realidad última que está compuesta por un número colosal de interacciones entre las unidades más pequeñas en que se divide toda materia visible e invisible del Universo, las unidades de Planck», repitió entonces mientras abandonaba el atril. Estas unidades en la Teoría M son hilos unidimensionales que vibran en el espacio-tiempo y que en función de su modo de vibrar, dan lugar a las partículas subatómicas de todo lo que existe.
Hasta ahí bastaba no solo para otorgarle un Nobel, sino dos, por haber reducido la realidad a unidades simples y explicables. Pero lo que rompía con toda la física nueva y ofrecía un salto tecnológico sin precedentes para cualquier civilización a nivel cósmico, era su descubrimiento no solo sobre la naturaleza dual de estas unidades, sino sobre la capacidad humana de hacer de ellas un cálculo concreto.
Como sabemos desde Einstein, estos hilos poseen una función dual con características tanto de ondas como de partículas definidas, que dependen o no de la presencia de un espectador. Pero al observarlas, cuando se hallan en función de partícula, se puede conocer su composición en subpartículas, de tal forma que es posible contar los grados de libertad de cada una, pudiéndose por ende conocer al dedillo los grados de libertad de cada partícula a la que componen. Esto es de una beatitud teórica por su simplicidad y sencillez, puesto que, sin una gran fanfarria, nos desvela que se pueden capturar los bloques mismos que construyen nuestra realidad física y dimensional.
Galantemente teorizado, surgía entonces un problema verdadero. Un dilema insalvable. Si cada una de las partículas de nuestra materialidad pueden contarse como si fueran bits de información en computadores, y capturarse, entonces, ¿acaso no sería posible cambiar su composición estructural?
Has acertado. El viejo Florencio de Loyola incluso lo había advertido. No faltaría mucho tiempo para que «alguien más» se embarcara en la construcción de un Supercomputador Cuántico, sin que se preocupara mucho con cargar la gran obligación de no verse tentado por las murmuraciones del Diablo, como le pasó a Cristo: «Si eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en panes».
Como en una aplicación informática de edición, su dueño podría realizar diferentes acciones, como recortar, reordenar, mezclar, añadir efectos, ajustar el sonido, la temperatura, el color, crear realidades alternas o nuevas, etcétera, produciendo con ello tramas existenciales que cumplirían sus propósitos, ajenos, supondríamos, si no es que ya más bien los estamos creyendo como propios. En una frase, este sujeto tendría el poder de una deidad primordial.
Por ello, la vista preocupada del viejo Loyola hacia aquel cielo rubio no era precisamente de esperanza. Me impactaba. Sabiendo esto, procedí como normalmente se hace cuando aparecen estas situaciones tensas.
—¿El Proyecto Blue Beam, el de la iluminación divina? —le dije, bromeando, a carcajadas.
—Ni por cerca —dijo entristecido—. Esto no tiene nada que ver con la caricatura en que los tontos útiles han convertido mi trabajo de toda una vida, la de alimentar el vacío intelectual de crédulos con la idea de «proyectar hologramas» alrededor del mundo para simular la llegada de un nuevo mesías —acabó suspirando—. Triste. Muy triste. Me río para no llorar.
Evitando su agitación y la de la ciudad flotante que parecía caernos encima, eructé otra idea desafortunada.
«¿Mori-gena?», mascullé.
—Tampoco —volvió a rebatirme—. No se debe al efecto de Fata Morgana. Lo pensé con las apariciones anteriores y las investigué incluso desde el satélite. No se trata de un efecto de refracción o de algún otro fenómeno atmosférico. Esto es real. Lo que ves en ese cielo, es real.
Vi en su semblante el convencimiento de un hombre preparado y pude darme cuenta de que no era igual que el mío. Ahí estaba flotando, imponente y silenciosa, asentada sobre la base de un cumulonimbo. Resplandecía por los destellos cristalinos y sublimes. De pronto, una larga figura se apostó de frente en el ambón gigante, como si estuviera lista para dar una orden o el de ofrecer un discurso. Su presencia nos electrizó terroríficamente.
—Han estado apareciendo en escala global —añadió el viejo de Loyola, haciéndolo de una manera tan enigmática que lo sentí hasta fantasmagórica—. En China, Estados Unidos, Europa, Australia, Brasil, Centroamérica y México. Lo han hecho antes por algunos minutos. Pero esta vez es diferente. Los ensayos han acabado. Me remuerde en la conciencia no entender a lo que está jugando. Es aterrador.
—¿Jugando? ¿Quién? —pregunté con bravura, para darme algo de valentía, haciéndome el fuerte, como si tuviera el arrojo de aventarme contra los que dirigían aquel teatro volador.
—¿Quién? —me contestó con semblante derrotado, casi en susurros y cogido por una risita desoladora—. Tu pregunta quizás sea la que más veces ha sido demandada en el Universo. ¿Quién? Lo que puedo decirte es que estamos jodidos. Todos, Yumil.
No estábamos solos ya en el apeadero del muelle. A lo largo de la albufera, miles de personas apuntaban con sus teléfonos hacia las nubes. El rugido de una trompeta omnipresente llenó el entorno de horror y estupefacción. En el interior de las casas, hundidos en la espesa oscuridad proyectada por la entidad voladora y su anfitrión descomunal, se podía escuchar el grito de las mujeres, el llanto de los niños o el ruido de las armas de los hombres, en una mezcla sinfónica proveniente de algún purgatorio. Masas humanas corrían de un lado a otro. Cláxones. Vidrios rotos. Saqueo. Fuego. El cielo escupía explosiones violentas, espectaculares, acompañadas de la caída de escombros, asientos, alas metálicas y cuerpos.
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