A la distancia, el edificio del Ministerio del Interior tiene esa configuración pobre, deforme, faltante y mal acabada, típica de la intelligentsia latinoamericana. Si con la ayuda de algún don, aunque sea de origen alienígena, pudiéramos intercambiarla por su inconfundible locus religioso, entonces se asemejaría a la efigie de aquel demonio maya llamado Kakasbal, el dios mutante cuyo cuerpo está compuesto por los órganos de múltiples criaturas, de testículos de animales, penes, vulvas, vísceras, pelo, pies y brazos, que mal acomoda cuando se sienta en su trono sucio y revestido de basura, orines y heces; o bien encajaría con la naturaleza de aquella divinidad contrapuesta, triple y mestiza del «Non Est, Non Est, Deus Est».
Para terminar de adornar esta «bucólica atmósfera» que lo rodea, se escuchan en medio de las calles las letras de una canción «trap» cantadas por un tal Conejo Malo, en las que una mujer se arrodilla frente a un hombre al que «contrapuntea»:
«La-la-la-la-la-la/ Tú la quieres mami/ Se le viran los ojo'/ La miro y se relambe/ El pintalabio' rojo… / La-la-la-la-la-la…»
—¡Uelcom tu da yongol!—prorrumpe entonces en escena un señor bajito y regordete; usa el pelo largo, negro, que amarra con una cola para jovencitas; lleva las muñecas embellecidas por unas pulseras de cuero viejo, y su aspecto nos evoca la figura del gordo nerd que vende historietas en una tienda de la serie cómica de los Simpsons.
Su presencia frena por un instante el flujo narrativo. Quizá no lo parezca por la dilución retórica, pero esta historia trata de él y de su destino siempre trágico.
Se viste con una camiseta de mangas cortas, serigrafiada con dibujos del Hombre Araña, al estilo metalero de los años noventa. Está pisando la acera de la puerta ubicada debajo del frontispicio, en donde intenta entrar colándose en la hilera de usuarios que se desprende de ella.
Voltea los ojos con sigilo, como si buscara los de un espía que lo acosa o esculca en secreto. De inmediato, se cubre la nariz y la boca ante la pestilencia que emana del pórtico, dejada ahí por los vagabundos en mitad de la noche. No sabe a quién culpar por este desagradable espasmo, pero, contrariado del estómago, hace una crítica de los atributos arquitectónicos del edificio. A falta de un apropiado ciclo formativo, su cerebro no encuentra un símil que se asemeje a las historias escatológicas de su cultura ancestral. Incluso si las encontrara, le parecerían sin gracia y absurdas. Formula entonces la primera imagen que se le viene a la mente. Es un recuerdo de infancia, instantáneo y condicionado por su educación criolla. Es la de un griego memorable, un verdadero constructor de templos hermosos, la de Fidias, al que imagina de seguro sufriendo y vomitando sobre un retrete cúprico de su Partenón.
—Un trabajo de mierda —exclama, suspirando, con una vocecita de niño rata—. ¿Pero a qué malparido se le ocurre construir un belcebú tan feo y poco funcional? —se da la vuelta hacia la multitud que espera y le alza las manos como preguntándoles si ellos también lo notan.
Lo hace pensando en voz alta. Al gentío tampoco le sorprende su desencanto, empero, no por ello se dejará embaucar por un oportunista roquero que se hace el vivo y quiere robar fila. Le responden agitándole los teléfonos móviles en señal de reproche, con una mezcla de risas y abucheos.
«¡A buscar puesto allá abajo, compita Mercury!»
El compis Mercury entiende que desafiar al populacho no es de inteligentes. Así que robar el turno de los que llegaron antes no es parte de la ilustración ciudadana. Se devuelve caminando, no sin antes blandirles el puño en un gesto testicular. Lo ridiculizan por su infantilidad y por el peso de su gordura que le da la apariencia hibrida y curiosa de entre un Pokémon y un colibrí de patitas regordetas. Sigue bajando y quejándose:
«¡Ya voy, ya voy! ¡No me apresuren, mis nacahuenses!»
Se ríen bonachonamente de él. Pero ninguno le tiene lástima. O cumple con esa ley de cortesía no escrita o lo hacen que la cumpla. Pasado el peligro, vuelven a la distracción con los reels de Facebook y los shorts de Youtube. No les interesa ni la obra ni los detalles, como tampoco se molestan por siquiera buscar en Google si hay algún error con la arquitectura o conocer los hitos del maestro de obras heleno. Se interesan, eso sí, por la presencia de un grafiti mal ejecutado que tiñe de negro el dintel y que transmite un mensaje que desafía la lógica común:
«La NASA nos miente. La Tierra es plana. Vivimos en un domo. Nadie entra, nadie sale».
Hecho esto, vuelven a sus teléfonos y se parten a carcajadas, solos, como si de repente hubieran perdido el juicio o evitarán la presencia del prójimo. Ya se han olvidado del compita Mercury, quien, para coronar, se fustiga a sí mismo porque sabe que tiene que soportar un sol que no da tregua y esperar a que se abra la puerta de la Oficina de Registro de Identificación Nacional. Ahí está la “puerta” que todos odian de manera uniforme y una fila tan larga que va más allá del cerco y alcanza por lo menos las dos cuadras.
La canción del Conejo Malo acaba para dar paso a la publicidad que un vehículo vende mientras serpentea en mitad de la calle; en lo alto de su techo ruge al máximo un altoparlante que da vida a las palabras de un político suelto y seductivo. Tiene un cariz blancuzco, incestuoso y cargado de ojos azules. Su linaje es opulento y despide un aura de enajenación convincente, a la vez que contradictoria, más bien una copia de las ideas de la rusa Ayn Rand, del célebre chiflado germano y de un sinfín de teorías conspirativas:
«Somos los únicos que queremos un verdadero cambio. El capitalismo es la única solución. No crean en esa aberración llamada “justicia social”, que en realidad es injusta porque implica un trato desigual frente a la ley, y que además está precedida de un robo. Le roban a la gente de arriba, a familias honestas y de bien, que lo tienen todo debido a su propio esfuerzo, para dárselo a la gente de abajo, familias perezosas que nunca se cansan de necesitar más.
»Las élites conformadas por Bill Gates y Soros han creado una “anti-ley atroz” que dice que donde hay una necesidad nace un derecho, y ese derecho alguien lo tiene que pagar, y ese “alguien” no es otra persona que el de arriba, el que genera el trabajo. Las élites no quieren que tú sepas esto, y te adoctrinan con lo contrario. Para combatirlos a ellos y a su casta corrupta, eliminaré el Banco Central del país con el que nos controlan y someten y dolarizaré la economía, sometiéndome al dominio del Banco Central de EE. UU.; eliminaré el aborto y legalizaré la portación de armas y la venta de órganos de niños. ¡Seremos libres y prósperos por fin! Qué no podíamos, decían, y ¡podemos! ¡Voten por mí, un genio que lo sabe todo! Ña, ña, ña, ña…»
Unas cuantas voces se levantan y gritan: «¡Grande vuesa merced el León Giles! ¡Abajo las élites, abajo Bil Gueis y Yor Soros! ¡Viva Cristo Jesús!». Como si se hubieran sincronizado con el volumen del alto parlante, ya parece que comienzan a impacientarse porque la ventanilla de la puerta de la Oficina debería estar abierta al público desde hace una hora y sigue cerrada.
Están intranquilos porque la humedad de la tarde hace de la calor una sensación sofocante para cualquiera. Los más curiosos se asoman para ver por los resquicios de la ventanilla. Logran ver qué está pasando en el interior del Ministerio, donde algunos oficinistas se sientan a sus anchas en sus sillas ergonómicas mientras se quejan de la baja calidad del aire acondicionado. Ahí está sentado Virgilio, el amigo de los tramitadores de turno, quien le susurra a uno de sus compañeros:
–Miguel... –con voz suave–. Pssst… pssst… Ven, hombre.
Su compis pareciera de unos ochenta años, pero en cuanto escucha el chasquido de Virgilio, recupera su juventud de presto. Acerca la oreja a la altura media del cancel y escucha que le piden que regule el aire acondicionado y de paso se asome por la ventanilla y averigüe cuán larga es la cola de las afueras del infierno. «Pero no hagas ruido», escucha por último. Se levanta, lo ajusta, y en seguida se arrastra con la espalda pegada en el plano de la pared para que la gente que espera del otro lado no lo descubra:
–Mal contadas, habrá unas cien personas –le responde–. Allá, en el fondo, hay un viejo marica que se cree roquero pero creo que más bien baila cumbias.
–Déjate de tonterías –gruñe Virgilio–. Odio este maldito trabajo. Precisamente hoy que no me encuentro de buen humor. Mierda, mierda.
–¿Si les decimos que no hay papel membretado?
–Ni se te ocurra. Ya les dijimos eso la semana pasada.
»Asómate y diles que hay un nuevo error del sistema. Qué no se puede. Qué lo sentimos mucho.»
Miguel vuelve a la ventanilla y la abre con extremo cuidado, como si el pasador fuera una fuente emisora de radiación o estuviera recubierto en mercurio. Para los oficinistas, aquella puerta es la puerta imprecada, la de los horrores y de la crápula, un portal tras cuyo desdoble pululan cientos de zombis enfurecidos a los que hay que tratar y medir desde su propia inmundicia.
En tanto, Virgilio posa la vista en un reloj barato que marca las dos de la tarde. Debajo está colgado el retrato de un funcionario para él muy respetable, diría sin temor a equivocarme, que casi un profeta, el del administrador de empresas Raimundo Rigel, director de la Oficina de Registro, dependencia del Ministerio del Interior. Llaman a su alter ego el «Doctor Rigel». Virgilio lo admira tanto, que guarda como un enfermizo el currículum vitae del “doctor” en una carpeta gorda con cada uno de sus cientos de diplomas, fotocopiados, y extendidos por instituciones con nombres rimbombantes y de dudosa reputación.
Debajo de este retrato se mece un listón blanco que viene a ser una suerte de eco simbólico de la particularidad de nuestro cuasi «profeta». Virgilio rememora el día en que el licenciado Tovar, segundo en jerarquía de la Oficina, lo había suspendido allí como ofrenda a la devoción que todos le profesan. Pero sucedía que el Doctor Rigel se hallaba ausente debido a una licencia médica, que en otras condiciones a nadie le importaría, pero que hasta ayer se había velado bajo un manto de negación, después soterrado en sombras de quieto silencio, para finalmente emerger en las ondas digitales como un mensaje en cadena a través del Whataspp. En él se explicaba de manera confusa que el Doctor Rigel padecía de un «supuesto» cáncer.
«Revertido, gracias al Señor Poderoso, por los efectos curativos de la fórmula secreta patentada por el laboratorio de nuestro amado Regente».
Su figura siempre había sido exaltada por él mismo (y por una granja de perfiles digitales) como la de un «apóstol de la automedicación alternativa», «un exiliado de la ciencia tradicional» y un libertario anárquico, estamentos que probaba en automático cuando se jactaba de ser un verdadero «influencer de masas», a las que ordeñaba financieramente. En efecto, éstas lo habían convertido en un hombre rico, político poderoso e «investigador serio». Pero otros, «los contrarios políticos» –«el zurdaje», como él también los llamaba, mezclando con ellos la política vernácula, a propósito, para desacreditarlos–, lo atacaban tachándolo de «farsante», de ser un simple «administrador de empresas que se hacía pasar por médico». Rigel defendía con seguridad sus «investigaciones» y aseveraba que él mismo era testimonio viviente de sus experimentos y volvía a jactarse de que en absoluto pisaría la sala de un hospital. Esta afirmación era tan fuerte y clara, que se había materializado en un credo que tenía como finalidad la «quiebra de las farmamafias», una fantasía soñada por millones de desahuciados.
«Te tienen dormido, te lo ocultan y no quieren que lo sepas. La cura contra el mal de siglo, el cáncer, existe ya. Yo la tengo. Pronto la revelaré», solía aseverar con toda la contundencia y el suspenso de un líder consumado, provocando olas de adoración entre su audiencia.
Por esto, decía, y para vencer a las elites farmacéuticas, había creado sus propias fórmulas herbarias. Comenzó por ofrecérselas a los que veían sus videos (después a los asistentes de sus eventos) y las había puesto en venta por el internet, haciéndolas virales y de comercio rápido.
«Soy Raimundo Rigel», evangelizaba ante la cámara, «tu especialista en sistema metabólico y tu fuente de información correcta…», y enseguida daba «cátedra» con un discurso que algunos tildaban de falsedades que ningún científico sería capaz de conferenciar. Como nadie se había preocupado por contradecirlo, ni siquiera los de la comunidad científica que lo ignoraba, su popularidad creció en extremos inimaginables, convirtiéndolo en una «autoridad».
Sin embargo, de una quincena para acá, todo aquel teatro comenzaba a derrumbarse; se corría la voz de que el trastorno de la enfermedad (que no era tal) era tan grave que el Doctor Rigel «quizás no la libraría». Sus defensores juraban que nada de eso era cierto. En cambio, machacaban con insistencia que lo del cancro era un bulo de los zurdos putrefactos que odiaban la verdad; contraatacaban afirmando que el Doctor estaba siendo promovido para un destino mucho más prometedor, la magistratura de un auténtico ministerio, con mayor peso y caché, y no aquella pocilga que las grandes firmas del gobierno ocupaban para desembarazarse de los disidentes ideológicos.
Virgilio piensa en todo esto, cuando llega de la parte de arriba del edificio un colega que corre asustado hacia la oficina del licenciado Tovar. Pronto éste sale del cubículo y da a conocer la noticia más inesperada del día, al tiempo en que sostiene un orbe planetario partido por la mitad que es sostenido por un par de tortugas:
–El doctor Rigel ha muerto –exclama con tono shakespeariano, fijando su vista en la musculatura de los reptiles–. Una vez más, no somos nada.
El tiempo parece detenerse y los rostros se paralizan. Como en la novela de Tolstoi, al siguiente tic tac del reloj, los subordinados comienzan por hacer planes para lograr sus próximos ascensos, no sin antes expresar su sorpresa por lo ocurrido. Ni bien habían recibido aquella noticia cuando otra los impacta de frente por medio de la aplicación de mensajería: El Doctor Rigel, desesperado por la inexorabilidad del padecimiento, se había lanzado contra el concreto desde un onceavo piso. Se ven unos a otros como diciéndose: «Esto no puede ser verdad. Esto no fue un suicidio. Al doctor lo mataron. "Fue un asesinato".» Cuchichean entre sí demostrando que a un hombre tan bueno y tan sabio solo podían «callarlo» con la muerte, ya que «conocía muchos secretos ocultos de las castas omnipotentes y criminales». Empero, en una esquina lóbrega, otros parecen murmurar, con los ojos blanqueados, unas cuantas palabras apenas audibles: «Hasta que cayó en sus propias mentiras el charlatán, un asesino serial que acabó pagándolo con su propia vida y no con la de los demás. Sus remedios jamás funcionaron y no hicieron otra cosa más que acelerar la muerte de millones de personas humildes y desesperadas». Unos cuantos brutos salen con sus chanzas calientes: «¿Quién será el suertudo que se quedará con su mujer de veinticinco años, sus bienes y su cargo en el ministerio?»
Tras una pausa generalizada, comienzan a alardear de su más grande pesar.
–No lo puedo creer, Dios mío –exclama Virgilio, golpeándose el pecho y abriéndose paso entre el grupo, tomándose de la cabeza con dramatismo simulado–. ¡Por qué, por qué el Doctor, un Elon Musk de la corrección, la administración, la política y la medicina natural! Qué desgracia, oh Señor. ¿Qué pasará con el mundo ahora? –acaba fijando también la mirada en las piernas del reptil.
Procede con un abrazo rotundo hacia los hombros del licenciado Tovar, como si en verdad sintiera que el universo se estuviera evaporando. El segundo cierra los ojos y exclama con la trascendencia de un personaje esclarecido:
«He aquí que se vuelve a cumplir la premisa que pesa sobre los grandes talentos: Están condenados a morir siendo jóvenes.»
Uno de los oficinistas, que bebe un «Café Oro» de origen catracho, lo desparrama como si sus labios fueran una manguera a presión. Tovar se voltea para verlo con ira. “¡Irrespetuoso!”
–Perdóneme, licenciado –contesta el joven, limpiándose las mangas de la camisa.
Cada uno entonces alza el rostro hacia los cielos y suspira como en un homenaje. Virgilio le echa una mirada secreta a Tovar que, al parecer, la espera. Le guiña el ojo y le hace un saludo castrense. Por fin, todo comienza a salir de pedir en boca y las promociones laborales están ya barajadas: Para él, la dirección de la oficina; para Tovar, la dirección del Ministerio. Considera incluso necesario emprender acciones que corrijan las malas mañas del departamento.
Y, como recuperándose de un gran dolor, Virgilio abre las palmas de las manos y aplaude con fuerza, como si fuera el nuevo mandamás.
–¡Vamos, vamos, señores, a trabajar, que esto no se maneja solo!
Justamente se encuentra diciendo esto cuando se escucha un estrepito atrás de la puerta:
–¡Bárbaros! ¡Jayanes! –grita una voz ardida desde la puerta maldita–. ¡Qué se piensan, qué vamos a estar todo el día aquí, parados, aguantando sol y meados, para que luego salgan con que se cayó el sistema! ¡Desconsiderados!
–Lo sentimos, señor, pero tampoco es nuestra culpa –se escucha decir a la temblorosa voz de Miguel–. Es el sistema…
–¡El sistema tu puta madre, maricón!
Desde la cola, el compita Mercury ve cómo los golpes estremecen la puerta y la sacuden. Corre hacia el frente y la ve convertida en una hoja de papel. Muchas manos y antebrazos comulgantes descargan su frustración en ella, que pronto cederá a su furia. Una piedra atraviesa el frágil vidrio de la ventanilla y aterriza en la cabeza de un oficinista. Se escucha un grito de lamento, «!Ay, Miguel, Miguel!». Éste cae llorando, horripilado por el impacto del meteorito; después lo golpea un leño de madera. Hay sangre en la oficina y desde la calle los amenazan con crucificarlos y quemarlos en una hoguera. Hasta los socios secretos de Virgilio, los tramitadores, se han sumado a la acometida.
La puerta cae. El primero en entrar es el compita Mercury, que piensa en aprovecharse del alboroto; lo sigue un tumultuoso río de gente. Ve que la primera reacción del licenciado Tovar es la de esconderse debajo de su escritorio, desde donde grita, «¡Virgilio!», y cómo el otro, que ha estado pendiente de él, corre a preguntarle qué necesita. El compita Mercury puede leer en los labios de Tovar:
–¿Qué diablos sucede?
–No lo sé –responde Virgilio, temblando–. No se me ocurre pensar en otra cosa que lo de siempre: un golpe de Estado, una toma de plaza por parte de los narcos o la llegada de los marcianos. No lo sé. Se han vuelto locos, licenciado.
La caterva, bastante airada, se planta en medio del habitáculo. Sus miembros se parecen mucho los unos a los otros. Mantienen un pasado común, unos intereses compartidos, formando con ello una colectividad visible. Es una masa humana que se abre, como en las películas de Marvel, para que surja de ella, de sus cientos de brazos y piernas, un individuo que parece ser la suma de sus voces. Se alza y grita con la palabra tétrica del demonio Kakasbal, mientras su cuerpo crece y crece aupado por el riff implacable de la banda roquera Gun´s and Roses que destella subconscientemente en los ojos del compita Mercury:
[You know where are? You´re in the jungle, baby. You´re gonna die!]
–¿Quién es el encargado de la Oficina del Registro? –ruge con acento atávico y tenebroso–. Nos tienen hasta los huevos de tanta irresponsabilidad y parsimonia. Esto se acaba hoy. Van a sentir lo rico que se siente estar parado allá afuera todo el día bajo las llamas de un sol que pela hasta el alma. ¡Los vamos a carbonizar a todos! –grita reafirmándose por el arrebato.
Los oficinistas, aterrados y agrupados en un rincón oscuro, lo captan a la primera y se dan cuenta de que la caterva carga en sus manos unos postes de madera y sogas, arrancados de los negocios cercanos. Sin dudarlo ni un segundo y sin sentirse demasiado insuflados por el amor a la patria y a sus hombres, señalan la oficina del licenciado Tovar. El compita Mercury los sigue.
–¿Así que esta piltrafa humana es el tirano que nos tiene comiendo mierda? –se pregunta el multiparte divino con una vibra que asfixia, mientras lo tiene de frente y es celebrado–. ¿Eres sadomasoquista? ¿Disfrutas de ver el dolor en cuerpos ajenos, eh? ¡Contesta, déspota pervertido!
El licenciado Tovar, al ver la tamaña fuerza y convicción en el furor de Kakasbal y sus hombres, se desmaya.
–Ah… –replica el éste, incrédulo y sardónico–. Con qué presumes incluso de ser buen actor. ¡Perfecto! ¡Un aplauso, señores! Contemplen –dice a los que le siguen–, contemplen una vez más cómo estos infraseres acuden al truco rancio del “viejo enfermo”. Puta –añade, riéndose–. Solo te hace falta que nos salgas en silla de ruedas o en andador de rueditas para que lloremos por ti de la angustia y lástima. ¡Hombre falso! No hace siquiera algunos minutos que nos ignorabas y te hacías pasar por el señor dueño del mundo. A mamarla.
Hasta entonces, Virgilio ha guardado silencio, pero se yergue cuando escucha de los labios del hombre que los levanten y amarren de los postes porque van a calcinarlos en una hoguera. Casi con la conciencia perdida, corre a arrodillarse frente al retrato del Doctor Rigel, al que comienza rezarle.
Cuando los hombres de Kakasbal llegan a recogerlo, el compita Mercury se apiada de él, que sigue con sus súplicas ante el cuadro. Parece que el compita es el único cuerdo en la sala, y arguye, defendiéndolo:
–¡Un momento, señores! –Mercury luce heroico con su coleta negra meciéndosele de lado a lado mientras extiende sus brazos amarillentos y simpsonianos. –Pensemos muy bien las cosas, hombre, no nos dejemos llevar por la pasión.
–Vete a la mierda –lo increpan, empujándolo.
Virgilio está que se caga del pánico.
–¡Herejía, herejía! –exclama sin que nadie sepa lo que quiere decir.
–Otro que se hace el loco –lo escarnecen–. Te ruge el culo del miedo, ¿verdad? Pero hoy cagaste. Qué feliz estaría mi mujer recién parida de ver cómo te llevo de arrastras hacia el fogón o mi abuelita que vino desde el interior como diez veces por la maldita acta de fallecimiento de mi abuelo. Es que ya puedo imaginarme sus caras de alegría.
El compita Mercury vuelve a atravesárseles.
–Soy viejo, muchachos. Escuchen mi consejo si de algo les vale. Son treinta años de prisión como mínimo por cada muerto. ¡Atiéndanme! ¡Esto no es Fuenteovejuna!
–Quítate, orejuno –le contestan, mofándose.
Virgilio sigue gritando mientras echa la vista hacia el cuadro: «¡Doctor Rigel, Doctor Rigel, interceda por mí ante el Sagrado Corazón de Jesús!.» Grita con fe y sentimiento.
De pronto, uno de los jóvenes se detiene para ver el retrato y pregunta:
–¿No es este el señor que sale en los videos de Youtube y Facebook? Lo conozco.
–¡Sí, sí, sí, es él! –exclama Virgilio–. Un sabio.
–¿Y? –le pregunta otro.
–Qué es un hombre de Dios y no se le puede insultar.
–¿A quién, al del retrato o a éste?
–Solo te digo que no seguiré metido en esto –arguye–. El Doctor Rigel es un hombre que ha salvado la vida de millones de personas. ¿Verdad, amigo? –continua, preguntándole a Virgilio.
–Sí, sí, es lo que les estoy diciendo –se repone éste rápido–. Es nuestro director.
–¿Tú qué opinas, gordo peludo? –le pregunta el otro al compita Mercury–. ¿Será cierto que es buena gente?
Éste, a pesar de su aspecto atrasado y roñoso, es honesto y sincero. Le responde:
–Bueno –dice cerrando los ojos y estirando la cara–. Yo opino que tanto como un ángel ángel tampoco. Si es cierto que para algunos es un salvador, pero hay otros que dicen que es un dulce asesino. Pienso en que ha sabido utilizar los efectos hipnóticos del efecto placebo…
–¡Hereje! –grita interrumpiéndolo un furibundo Virgilio–. ¡El Doctor es un santo! A él lo sacrificaron las élites para que no revelara la cura del cáncer. ¡Lo mataron, lo mataron! ¡Tú no sabes nada, gordo estúpido!
–¿Lo mataron? –preguntan los tres–. ¿Cuándo?
Virgilio adopta la postura piadosa del discípulo abnegado y con lágrimas en los ojos contesta:
–Qué Dios tenga piedad de sus asesinos. Ha sido hoy.
Los muchachos antes de entregarse a los ruegos de Virgilio, lo arrojan a los pies de Kakasbal, al que le brillan los ojos de la furia y el caos.
Kakasbal arde de la ira. No oye ni habla, solo quiere ver muerte. Un vapor hediondo a sabor de azufre sale de sus narices. Virgilio ve su destino de frente y en su desesperación no haya más que exclamar aquellas palabras que orgullosamente se extienden por todo el dintel:
–La Tierra es plana y la Nasa nos miente.
Kakasbal se echa para atrás como si aquello fuera un crucifijo.
–¡Vea! –añade rápidamente Virgilio, cogiendo el planeta que está a los pies de un desmayado y atado licenciado Tovar–. ¡Plana, plana! –y riéndose como un desequilibrado–. Está incluso sobre el dintel de una institución seria como nuestra oficina. Sepa que el agua no se curva, que la Antártida está en el centro del planeta y que nunca fuimos a la Luna. Todo ha sido una falsificación. Hemos sido engañados. La realidad es que el alunizaje es una filmación realizada por el cineasta Stanley Kubrick.
»Y por si no lo sabía, el Doctor Rigel, ese santo hombre al que rodean miles de querubines en aquel cuadro, es mi jefe.»
Virgilio ve que el aura de Kakasbal va disminuyendo a medida que lo alimenta con teorías conspirativas y lo desvía de su propósito inicial, el de resarcir las afrentas a las que se había visto sometido por culpa de la Oficina del Registro, especialmente de las del propio Virgilio y su holgazanería, que acostumbraba a cerrarla con cualquier pretexto. El compita Mercury intenta intervenir para dejar en claro que aquello de las hipótesis infundadas no es medianamente cierto, sin reparar en la estrategia del oficinista.
–Puf, puf... –carraspea tímidamente–. La Tierra es redonda y sí fuimos a la Luna. Existe incluso una página web de la Nasa, donde se puede ver a la estación espacial en vivo y en directo, a diario, dando vueltas sobre la Tierra. También hay archivos reales del alunizaje.
Virgilio lo ataja y se dispone a desenmascararlo.
–Tus palabras son una chorrada de falacias –lo contradice–. ¡No le crean! Quieres pasarte de listo y no eres más que un “dormido”. No tienes sentido común. Todavía crees que tu gran propósito en esta vida es la de tener un empleo y algo de dinero. Eres un adoctrinado.
Las personas alrededor de Kakasbal asienten, mucho más cuando ven el aspecto desaliñado y disconforme del compita Mercury. Es pobre, y los pobres nunca son de fiar.
–¿Dormido? –lo rebate Mercury–. Claro que no. Estás desinformado, amigo. Déjame decirte que no eres de los pocos elegidos que conocen la “verdad”. No eres experto en nada solo por buscar información en las redes sociales, ni eres más listo por creer en versiones alternativas de la realidad, como tampoco eres especial por ir en contra de lo establecido por la ciencia. No estás encima ni de la ciencia ni de los hechos ni de la prueba.
»Con todo, amiguito, quiero ayudarte. Por favor –ruega a Kakasbal–, no le haga daño.»
Virgilio pega un grito a los cielos y clama por la presencia del Doctor, a quien dice deberle todo en la vida, desde su salud hasta su matrimonio feliz, habla sin medida acerca de las teorías de conspiraciones de la actualidad, las enumera una por una, alaba el anarquismo económico del libertarismo que hace más fuerte a los fuertes y saca a luz nombres de gente que nadie ha escuchado en su existencia ni los escucharán jamás, confiando en que su despliegue teatral haga mella en la falta de información filtrada y categorizada de un ser colectivo como Kakasbal, que está a punto de cogerlo y colgarlo de un poste de madera que meterá en el fuego.
–Los Estados Unidos de América son el único país donde los extraterrestres han entrado en contacto con el Gobierno y está en poder de restos «no humanos».
»La construcción de las pirámides de Egipto fue obra de seres extraterrestres.
»Michelle Obama es un hombre trans.
»Donald Trump es el único adalid billonario que lucha contra el Nuevo Orden Mundial y la Agenda 2030, que han sido diseñados e impuestos por los elitistas y plutocráticos que nos quieren infligir un gobierno único, colectivista y burócrata. Y es además el único hombre a quienes las masas le exigen: “¡Cállate y toma mi dinero!”
»Las vacunas son instrumentos de control social y de la población con las que nos inyectan un microchip satánico y un veneno con el que miles de millones de personas morirán de un día para otro por ataques cardíacos repentinos.
»Hay un plan en marcha llamado el Plan Kalergi cuyo objetivo consiste en extinguir a la raza blanca mediante el mestizaje y la inmigración de no blancos en países mayoritariamente blancos, para así contribuir al dominio de la élite judía sobre el resto de poblaciones de la tierra.»
Kakasbal va creando al principio una respuesta neutral a las locuras de Virgilio, pero a medida que éste va aplicando las técnicas de psicología social de su mentor Rigel, llevando a cabo un condicionamiento clásico de su mente, sin saber cómo ni cuándo, su capacidad de pensamiento crítico se esfuma. Virgilio se ha convertido en un Pavlov que al sonar una campana hace salivar a su perro.
«¡Pedro Infante está vivo!»
Kakasbal no entiende ya en qué lugar del espacio y tiempo flota su propia existencia. Pero quiere escuchar más de aquel hombre despierto.
«Los Beatles nunca existieron.
»¡Franco no ha muerto ni está enterrado en el Valle de los Caídos en España, sino que simuló su muerte y se exilió en Argentina, donde tuvo un hijo al que llamaron Javier Milei!.
»¡Y en el Santo Nombre del Doctor Rigel te declaro un ser de luz y amor!»
Kakasbal cede a la conformidad de ideas de Virgilio y a su bautizo en nombre de una nueva religión, adquiriendo la figura de un hombre dócil y manipulable. En cada frase a la que éste ponía el acento, él ha ido observando y apreciando un estilo áulico e inofensivo, pero delicioso como la ambrosía, propio de los cantos seductores de las sirenas ctónicas. Y quiere más.
Virgilio le ordena que lo desaten y también al licenciado Tovar. Tiene la situación controlada y el motín disuelto. La gente comienza a retroceder y abandonar el edificio. Ve aquello, se molesta y les grita:
–¿Acaso no han venido acá para un sacrificio humano?
Se ven los unos a otros hasta con vergüenza y se dicen que sí, que esa era la idea germinal para mitigar su rabia y su miedo, pero que no habiendo ya más motivos, principalmente porque en aquel edificio yace el espíritu de un sabio como el Doctor, consideran que no es necesario, que las cosas son como son y no pueden ser cambiadas hasta que llegue algún salvador y lo cambie todo.
Virgilio entonces les dice que no, que se equivocan, que si han venido a cambiar las cosas de la Tierra, hoy es el momento y que los héroes míticos y los dioses no son tales hasta después de muertos o haber sido asesinados, «si lo anterior fuera preciso». Por lo que vuelve a insistir en lo del holocausto.
–Pero no tenemos a quién –le dicen.
–Obviamente… –les responde Virgilio, señalando al gordo nerd con la punta de los labios–. Seamos prácticos, señores, y no dejemos las cosas medias.
[You know where you are? You´re in the jungle, baby. You´re gonna die!]
El compita Mercury sabe que su momento trágico ha llegado. Ve en los ojos de aquellos hombres que la comodidad de no pensar es mejor a que estén en lo correcto. Que la razón de un hombre cuerdo sucumbe ante la infinidad de teorías incluso inverosímiles que logran justificar sus prejuicios. Que si la verdad, por muy probada que esté, no encaja con lo que piensan, buscarán en los que sí saben al chivo expiatorio que sacrificarán para evitar su propia vergüenza. Lo sabe, por supuesto que lo sabe. Tú lo sabes. Al compita Mercury no le queda más que arrugar sus patas de gallo y, con los ojos lacrimosos que mojan su bigote y barbas cantinflescos, exclamar como Pedro en el patio del templo mientras lo atan a un poste de madera:
–¿Yo? Ay no, de nuevo yo. Otra vez yo.
...
[In the jungle, welcome to the jungle. Watch it bring you to your knnn knne knees, knees. I want to watch you bleed. You´re gonna die!]
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