Ella se compró un pajar, un pajar rural, que era lo que más ilusión le hacía.
Él era un chico de ciudad enamorado de esta chica de rústicos anhelos.
¿Quieres venir esta noche a cenar en mi precioso hogar?, le preguntó ella.
¿A dónde querrá llevarme esta agreste doncella?, pensó él con inquietud.
Retozaremos sobre el heno, le contestó ella, y haremos el amor al calor de la chimenea.
Él se adentró en el pajar no sin cierta congoja, pues temía que una chispa fugitiva se encaprichara de algún rastrojo.
¡No hay nada que temer!, se carcajeó la doncella. Con lo caro que está el pellet, ¡me he puesto una chimenea de mentira!
¡Qué maravilla, qué virguería, burlar mi vista con una imitación ladina!
Ella empezó a abrazarlo, a acariciarlo, a retozar entre sus muslos y a gemir con aquella exuberancia tan propia de los seres que se han criado entre trinos de pajarillos y fragancias silvestres.
Pronto estaban ambos como Dios los trajo al mundo, lamiéndose como animales de granja, retorciéndose como albondiguillas chisporroteantes en una sartén.
Pero el chico todavía sentía un miedo hondo y oscuro que le comprimía el pecho como una tenaza.
En un momento de furia pasional, mientras él la empotraba contra el heno y ambos se encontraban al borde del clímax, el chico profirió un grito estremecedor: ¡¡¡AAAARRGHHH!!!
Una aguja había atravesado su pupila, perforado su córnea y entrado directamente a su cerebro con un chasquido mortal.
¡Oh!, dijo ella. ¡Nunca imaginé que serías tú quien encontrara la aguja en el pajar!
FIN |